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El hombre, hundido en el sillón, tiene la tele encendida.
Nos encontramos en Sumatra, isla conocida por sus extensos bosques tropicales y su fauna exótica. Se la considera el paraíso terrenal (o un puto infierno) para los aventureros que tengan el coraje de echarse una mochila al hombro y un machete afilado para abrirse paso por las fauces de la jungla. (Tú no te separes de mí). Pese al frío que se nos cuela por las botas, el barro que nos llega a los tobillos y los puñeteros mosquitos, hemos conseguido grabar imágenes exclusivas de un grupo de tigres disputándose el cadáver de (dame un momento a que me limpie las gafas. ¿Me he salido del plano?)…, un orangután, sin lugar a dudas. (Pase lo que pase, no te atrevas a apagar la cámara. Esto nos hará famosos). Como dicta la ley de la selva: solo el más fuerte se quedará con el botín. Presten atención, pues ahora es cuando la cosa se pone tensa. Uno de los tres felinos ha decidido retirarse; los otros continúan enfrascados en su lucha propinándose zarpazos y mostrando los colmillos con tal de ahuyentar al adversario. (Mierda, y ahora nos truena). Por culpa de la lluvia los animales han desistido, y probablemente se hayan guarecido de la tormenta. Las tripas del simio abonarán los campos de helechos, a no ser que alguna bestia las rapiñe antes. (En marcha, quiero llegar al hotel antes de que el agua nos llegue al cuello. Espera, ¿oíste eso? ¡Corre, joder, corre!).
Con el dedo índice presiona el botón del mando. Mientras, se le cuela la calderilla por la ranura del sillón, una boca exquisita que engulle los euros y eructa la chatarra; saborea el último billete de cincuenta, y al final se limpia los labios ribeteados de cuero con el pañuelo que le asoma del pantalón.
―¡Que eso no es posible, te estoy diciendo!
―¡Porque tú lo digas, verdulera!
―¿Verdulera, yo? Habló la que tiene un nabo en cada mano.
―¡Tranquilizaos! ¡Las dos! Hace unos minutos recibimos una gran exclusiva… Hay rumores acerca de la posible ruptura de la pareja del momento. Pero antes de ampliar la información… ¿Qué pensáis que ha podido ocurrir?
―Muy sencillo, cariño: él era un cómodo y ella una santa. Todo el día tirado en el sofá, descuidándola, mientras que ella le pedía que hicieran cosas juntos, como ir al restaurante de tropecientos tenedores, al pádel con los amigos o de escapadita romántica a Milán. Es que si nos quitan Milán, ¿qué nos queda?
―La pobre tenía el cielo ganado. Normal que se fugase con el monitor de natación.
―Pero no lo han podido dejar, si hace un par de días que se publicó la última foto en la que aparecen juntos.
―Chica, que no te enteras de nada. Lo han arreglado para que pareciese que todo andaba bien. Nos la han intentado colar, pero a mí no se me escapa nada.
―¿Y qué harán con la criatura?
―Lo que se ha hecho toda la vida de dios: se la turnarán. Aunque me huelo que la madre luchará por la custodia de su hija.
―¡Silencio en el plató! Me acaban de informar de que la afectada se ha puesto en contacto con la producción y se ha ofrecido a contarnos la verdad en directo. La tenemos al teléfono. Muy buenas tardes, amor…
El tufillo a basura se mezcla con el hedor a podrido de la manzana que dejó en la mesita de café. Los gusanos excavaron toboganes por los que se lanzan las semillas del fruto, mientras los pulgones se broncean a la luz azul de la pantalla.
¿Cansado de perder su tiempo en actividades que no le llevan a ninguna parte? Pues no tema. Con nuestro robot asistente usted podrá descansar sin dar un palo al agua. ¿Que tiene sed? Su mayordomo mecánico le exprimirá un par de naranjas. ¿Que le entra un apretón? Hágaselo encima y le cambiará el pañal. ¿Que le escuecen los ojos? El robot cuenta con un depósito de suero fisiológico. ¿Que tiene pensado salir a la calle y dejar de ver nuestro programa? Menuda estupidez, pero aun así, tiene una función de plegado para que pueda transportarlo como un maletín. ¿Qué son quinientos euros comparados con una vida libre de estrés? Pero no se mueva del sofá. Si llama en este preciso instante al número que aparece en la pantalla, le regalaremos un par de baterías. ¡El servicio nunca había sido tan barato como ahora! ¡Llame y no se vuelva a manchar las manos!
Aunque los nuevos tiempos pregonan el cambio, él está totalmente desfasado: todavía usa el teléfono fijo de toda la vida pese a considerarse un crimen contra la estética.
―Buenas noches, aquí cabina cinco. ¿En qué puedo ayudarle?
Aun apartado del auricular, el operador escucha la calada que el sujeto le da al noveno cigarrillo del día.
―Yo… comprar… robot… —balbucea amarrado de pies y manos por una cinta invisible a las extremidades del sillón.
―¿Otra vez usted? Le dije que hasta que no resolviera sus problemas con el banco no volviera a llamar.
―Comprar… robot…
―Mire, le voy a colgar. Aunque no lo crea, le estoy haciendo un favor.
La voz ronca se convierte en un pitido repetitivo.
Aporrea el teclado numérico con sus longanizas de cerdo hasta que la tripa se revienta. La sangre gotea por el número tres, por el número seis, por la almohadilla, la mesita de café.
Esta mañana, el Congreso de los diputados aprobó, por un escaso margen de votos, la nueva ley que combatirá la morosidad tributaria. En palabras de la presidenta: «la nación verá un nuevo florecer espiritual cuando hayamos barrido la suciedad de nuestro hogar». Sus detractores y miembros de la oposición han criticado la falta de sensibilidad y empatía que dicha ley pueda ocasionar, ya que penaliza duramente a las personas que se retrasen en los pagos de los préstamos o de las facturas que recauda Hacienda. Por el contrario, los líderes del mundo han aplaudido el paso decisivo dado por el gobierno para acabar con los «beneficios fiscales para determinados sectores de la sociedad». Su homólogo alemán ha llamado en persona a la presidenta para felicitarla por su encomiable labor al frente del Ejecutivo. No han tardado en salir a la calle centenares de vándalos protestando contra el viraje autoritario que supuestamente está tomando el país. Por fin los morosos dan la cara.
En otras noticias, la selección de fútbol ha llegado a semifinales. Nuestra corresponsal está ahora mismo con los chicos. Y bien, ¿cómo andan los ánimos por las Seychelles?
Que la pantalla se tornara negra no fue casualidad. Que se levantara y despertara de una especie de trance, sí lo fue. Podía haberse quedado allí, hundido en el sillón y con la tele apagada, proyectando imágenes que parecía llevar pegadas a los párpados, y que la memoria a corto plazo le permitía recordar. Daba igual, nadie lo esperaba. Las rodillas le crujieron al enderezarse y la ciática lo inmovilizó por unos segundos. El sillón toma una bocanada de aire para librarse del olor a culo. Los bichos de la fruta sueltan las gafas de sol y protestan agitando sus patitas peludas.
Apoya la oreja en la televisión para oír su latido y escucha los pequeños cortocircuitos: nada fuera de lo normal. Siguiendo al pie de la letra el juramento hipocrático, le hace el boca a boca lamiendo el puerto de conexión multimedia; luego le masajea los cables, los pelados y los vestidos; aprieta el botón de encendido, el del volumen, el menú, pero el aparato sigue sin responder. Frustrado, pierde los papeles con el paciente y le propina una somanta de palos dejándolo más inservible de lo que estaba. El trasto gime llorando aceite lubricante por las grietas de su hilarante rostro: ha perdido un tornillo, pero nada mejor que la cinta adhesiva para hacer las veces de tirita.
Tanteando el filo de los muebles, y procurando esquivar los embalajes de la teletienda, consigue sacar una linterna de un armarito. La agita para que las pilas hagan contacto y alumbra la caja de fusibles. Por mucho que interactúa con la palanca, las luces del cuarto no reaccionan. Al girarse, el sello de una de las cartas atoradas en el umbral de la puerta brilla con el haz de luz. Coge la primera que no opuso resistencia, y sin necesidad de abrirla entiende la situación.
Hundido en el sillón, medita por unos instantes. La angustia le pesa tanto que ha ganado veinte kilos de golpe. En cuestión de días, quizá horas, lo echarán de su casa. Ahora será como esos mendigos de mirada vacía que exhiben en los reportajes, y que son descritos como animales salvajes, peligrosos y solitarios, que no temen sacar la navaja a los cervatillos ojipláticos que se adentran en su coto de caza. No quiere dormir en la puerta de un banco, a no ser para pedir un préstamo, ni lavarse las axilas en la fuente de un parque, ni cazar palomas para la cena, ni pedir limosna a cambio de un Dios te bendiga. Sin embargo, es consciente de lo que acontecerá después. Empezará lamiendo los botellines vacíos de cerveza, se rajará la lengua con los fragmentos de vidrio hallados en las bolsas de basura, y terminará esnifando los restos de heroína del lavabo público, para luego recibir un disparo en algún narcopiso. Cuando la forense encuentre el cadáver del adicto, no buscará culpables. «Uno menos», pensará. ¿Qué lo diferencia del yonqui asesinado?, piensa. Su droga no se inhala, se cuela por los ojos; es tolerada por la sociedad, pero igual lo precipita a la horca.
«Recuerdo el día que me trajeron este dichoso aparato. El técnico me estuvo enseñando a navegar por los más de mil canales, pero dejé de oírle por las risas que venían del dormitorio. Me dio un toque en el hombro para que le prestara atención, y como un padre a su hijo, me legó el mando. Aquel ritual concluyó con una profecía: Cuando lo pulses, tu vida cambiará.
»No había caído en la cuenta de su advertencia hasta ahora.
»Tuve que haberlo desinstalado y enterrado bajo una capa de concreto, o haberle propinado tal mazazo que ninguno de sus componentes hubiese podido reutilizarse, o tal vez denunciar al fabricante para impedir que siguiera jodiendo vidas.
»Nada de eso ocurrió. Las noticias que antes llegaban a mi puerta ahora son arrojadas por esta ventana, estériles y sumisas a la voluntad popular. Los chismes de pasillo ahora los escucho en el plató. Al Dios al que rezaba le han salido antenas y cables que se enroscaron en su cuello».
La televisión se enciende cuando se ha colgado del ventilador. La pantalla agrietada proyecta a un hombre trajeado que interroga a un sujeto.
―Por cinco puntos. ¿Cuánto puede durar un ser humano sin oxígeno?
El colgado intenta responder escupiendo letras al azar, pero solo consigue morderse la lengua. La soga le aprieta cada vez más asfixiándolo lentamente, como una boa constrictora.
―Por diez puntos. ¿Cuánto peso resiste el aspa de un ventilador?
Se aferra a la cuerda arañándose el cuello para zafarse. Da patadas al aire, como buscando el fondo de una piscina, pero las baldosas del suelo se alejan inexorablemente.
―Por quince puntos. Esto, ¿cuándo dejó de tener sentido?
Se le marca la carótida como el paquete del presentador enfundado en esos ceñidos pantalones vaqueros, y empieza a adquirir un tono negruzco, como el polvo que se echa en la cabeza para cubrirse las entradas del pelo.
―Por veinte puntos. ¿Cuál es el famoso trabalenguas que protagonizan unos felinos?
El micrófono ahora está tan cerca de su boca que puede lamer el sudor de los participantes que le han precedido. El público observa la ejecución atento a las pancartas que indican: aplaudir o reír. Los ojos se le voltean tratando de encontrar la respuesta en su memoria, y al dar con ella se agita de la emoción hasta que la cuerda se revienta. Tose sangre, más de la que tiene almacenada, y repta con la panza pegada al suelo hasta chocar con la mesita de café. Se hunde nuevamente en el sillón, y pulsando el botón rojo del mando, responde: Tres tristes tigres…