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Diciembre de 1905
A la redacción de «Cuentos Extraordinarios»:
Esta carta es de vital importancia para los ciudadanos norteamericanos. Si deciden publicarla en su revista pueden acreditar mi autoría con el seudónimo utilizado. Como lector veterano de su publicación, probablemente ejemplifico el tipo de yankee al que va dirigida. Relatos de ficción, detectivescos, forajidos legendarios, monstruos: vivimos en un nuevo siglo, pero parecemos incapaces de sacudirnos el viejo de encima. Lo que voy a relatarles les parecerá una historia más como las que han publicado por cientos. Así será más fácil entrar en ambiente.
Pasé el verano de 1895 cabalgando por los restos del Salvaje Oeste como aprendiz y acompañante de una vaquera extraordinaria. Yo acababa de cumplir dieciséis años y mi único mundo conocido fue a través de su revista, señores, y ya entonces me parecía inalcanzable. Pero fue gracias a Nick −así la nombraré en estas líneas, y cuanto describiré de ella es que llevaba viajando desde mucho antes que yo naciera− que, junto a ella, pude recoger los últimos vestigios de un Oeste que vivía idealizado en mi imaginación y vivir todas las aventuras que hasta entonces solo había soñado. Nick y yo resolvíamos casos. Bueno, ella hacía la mayor parte; yo trataba de ayudar y aprender cuanto fuera posible. Éramos detectives a sueldo, cazarrecompensas, y sobre todo, procurábamos hacer el bien. Los hechos referidos, y ya he hablado más de la cuenta, comienzan cierta tarde de agosto, en las montañas de un estado que no nombraré, a través de un valle al que llamaremos Merak.
Recordarán que en aquella época había un bandido pelirrojo llamado Bill McKintyre, alias «Perro rabioso». Sí, lo sé. Hemos tenido cerca de un millar de indeseables con ese mote, no somos los más originales, pero así lo indicaba su cartel de recompensa. Nick y yo seguíamos su rastro montaña arriba, y él y su caballo nos habían despistado en el valle. Aún hoy me cuesta trabajo creerlo, pues Merak era prácticamente un desierto en el que resultaba difícil ocultarse. Atravesamos algunos pueblecitos abandonados, ya que en la última década de nuestro añorado siglo XIX se produjo un éxodo masivo a las entonces incipientes urbes. Aquí y allá encontrábamos todavía algunos aldeanos demasiado mayores para mudarse, esperando apaciblemente el final en su propia tierra. Cuando les preguntábamos por el maleante, señalaban al horizonte, formaban un círculo con los dedos y escupían a través de él. Así se maldecía en Merak.
«Bueno, ese perro rabioso ha tenido que seguir este mismo camino», dijo Nick, pensativa. «Y de ser así, solo se me ocurre un lugar en el que ha podido esconderse». Y señaló en la misma dirección. Entorné los ojos protegiéndome la vista con la mano, como sabía que hacían los jinetes en aquellos relatos del Oeste. A lo lejos, y erguido entre las cumbres, como desafiando al tiempo mismo, divisé un torreón. Parecía ser la única construcción a la vista.
«¿Crees que McKintyre está allí?», pregunté no porque dudara de ella, sino porque me hacía sentir partícipe de la aventura. Tenía que haber pasado por allí, claro. Era la única ruta posible.
Y como en casi todos los atardeceres de aquel verano imborrable, Nick sonrió.
Al ocaso, el camino se estrechó tanto que ya no pudimos cabalgar a la par. Subimos la montaña lentamente, Nick delante y yo detrás, cuidando que los caballos no dieran un mal paso y despeñarnos. Los árboles se cerraron tanto sobre nuestras cabezas que ya no pudimos echar la vista atrás. No hablamos mientras duró aquel trayecto, breve a pesar de todo, porque ambos sentimos descender, junto a una pesada oscuridad, la certeza de que si McKintyre nos veía llegar, podía abalanzarse sobre nosotros para abatirnos. No era infrecuente esa sensación en nuestros viajes, pues nos habíamos enfrentado a muchos peligros, pero jamás la recuerdo tan fuerte como entonces. Era como si un par de ojos ocultos observaran todos nuestros movimientos.
Pero nadie nos derribó y, tras un recodo, salimos al claro. Allí estaba el torreón, con la luna llena brillando sobre él; en la parte superior, y por su única ventana, ondeaba la luz de una llama. Una vez más, Nick podía estar en lo cierto. Pero no fue aquello lo que más llamó nuestra atención.
«¿Alguna vez habías visto un cementerio así?», preguntó ella. Negué con la cabeza. Es decir, claro que había visto uno que otro en ciudades y aldeas, pero ninguno como aquel. El torreón se erguía al centro del claro y las tumbas lo circundaban en anillos incontables. Algunas lápidas tan solo eran piedras llanas e irregulares, cuando no dos palos de madera a modo de cruz. Aquí, supuse, descansaban los difuntos del valle de Merak. Atamos nuestros caballos a los árboles y cruzamos aquella tierra sacra, en la que era difícil avanzar sin pasar por encima de una sepultura. Si aquello acarreaba mala suerte, creo que en ese rato acumulamos la de varias vidas. Llegamos al torreón, pero no había ningún caballo amarrado cerca. Nick no dejaba de mirar a la ventana. Y, efectivamente, algo se movió en ella.
«Vamos a por él», susurré. «Tenemos la ventaja. No puede escaparse».
En silencio, y sin quitar los ojos de la ventana, Nick se echó instintivamente la mano a la cartuchera. Si el perro rabioso se asomaba le volaría la cabeza. Pero no lo hizo. Por la ventana apareció una cara; una cabeza, más bien, completamente calva, con los ojos hundidos y las orejas puntiagudas. No era más que un anciano. Un pobre diablo.
«¡Ustedes, allá abajo!», gritó el viejo con una débil voz. «¡Abran la puerta y suban inmediatamente! ¡No es seguro quedarse fuera cuando anochece!»
Nick exhibió la mejor de sus sonrisas y alzó ambas manos. Hice lo propio.
«Buenas noches, caballero», dijo, y también nuestros nombres. «No pretendemos abusar de su hospitalidad. Mi ayudante y yo tan solo…». El viejo negó con la cabeza y movió enérgicamente los brazos. Parecía muy interesado en hacernos subir: «¡Pueden contármelo aquí arriba, pero no quiero ser responsable de lo que les pase abajo! ¡El portón está abierto!» Al vernos indecisos, hizo acopio de todas sus fuerzas para lanzar una última palabra de origen árabe y sin equivalente conocido en lengua inglesa. «¡Ghoul!», gritó.
Había una enorme urna de color azul sobre el estante que dominaba la estancia. Un hombre fornido habría tenido dificultades para cargarla. Aunque no era una costumbre yankee, sabía perfectamente la única cosa que podría guardarse en un objeto así. El viejo, que se movía lentamente, advirtió el rumbo de mis pensamientos y lo confirmó: «Cenizas, muchacho». Dejó una bandeja con tiras de carne seca en la mesa y miró en la misma dirección. «Aquí están las cenizas de mi mundo entero».
Nick y yo nos miramos. Habíamos subido una tortuosa escalera de caracol para llegar a esa pequeña estancia en la que vivía un pobre hombre al que no parecía quedarle mucho tiempo. Nos estaba ofreciendo sus escasas provisiones, además de un poco de vino casero que, debo admitir, estaba delicioso. Y allí no había rastro de McKintyre.
«Pueden llamarme Bradley», dijo antes de sentarse pesadamente a cenar. «El nombre original es mucho más largo e impronunciable incluso para mí. Habrán advertido un vago acento europeo que se resiste a desaparecer, ¿verdad? Con esas cenizas sucede lo mismo. Los restos de un linaje perdido».
Cenamos escuchando a Bradley hablar largo rato de la gloria de épocas pasadas en algún rincón perdido de Europa: castillos, cortes, ejércitos…, todo eso desaparecido. Y comíamos carne de caballo, claro. No me imaginaba al viejo cazando a menudo ni a ningún carnicero de Merak acercándole viandas. Aun así, y por pura educación, lo hicimos. Probablemente, pensé, que él es uno de los últimos de su familia que queda con vida. El resto debía descansar en esa urna.
«Señor Bradley», empezó Nick. «Estamos siguiendo a un bandido muy peligroso. Creemos que ha pasado por aquí. ¿Usted lo habrá…?»
El viejo negó con la mano.
«Si ha pasado, yo no lo sé. Pero no creo que haya ido muy lejos». Masticó la carne correosa. Le preguntamos por qué y se encogió de hombros. «Ghoul», dijo de nuevo, «es un habitante del cementerio. Si ve un caballo, lo mata. Si el jinete logra escapar, bien. Si no…»
«Pero eso no puede ser, señor Bradley», protesté. Conocía los ghouls, por supuesto, como cualquier lector de esta revista, ya que han aparecido frecuentemente. Son monstruos necrófagos que huelen la muerte y devoran lo que encuentran, de preferencia en estado de descomposición. Nick también estaba al tanto.
«No sé, chico». Bradley tomó un sorbo de vino. «Si no puede ser, ya me explicarás de dónde he sacado el caballo que estamos cenando. Porque yo no hago otra cosa que recoger las sobras. Solo soy el vigilante del cementerio; yo no salgo por la noche. Y tengo mis razones».
«Claro, señor», repuse sarcásticamente. «No hay que salir en la noche de Walpurgis. Es cuando los fantasmas salen a bailar».
Nick me miró con severidad. Bradley se limitó a sonreír con esa cara decrépita.
«Ahí aciertas, chico. Solo que aquí, en Merak, todas las noches son Walpurgisnacht».
Su acento desvanecido se hizo escalofriantemente fuerte con esa palabra. En ese momento escuchamos un relincho que nos heló la sangre. ¡Nuestros caballos! ¡Los habíamos atado en el claro! Nick y yo nos pusimos en pie de un salto.
«Vamos», dijo ella, poniendo la mano en la cartuchera. «Ghouls a mí».
Bajamos las escaleras a trompicones para llegar de nuevo al centro de los círculos de lápidas. Los caballos relinchaban al otro lado, donde comenzaba el bosque por el que habíamos llegado. Era imposible correr en línea recta sin tropezarse con las tumbas, así que saltamos sobre ellas sin preocuparnos de no pisarlas hasta que llegamos con los caballos, que no dejaban de relinchar, despavoridos. Había algo que se movía junto a ellos.
«¡Hazte a un lado!», me ordenó Nick desenfundando. «Si es McKintyre, le basta un segundo para matarnos. Yo lo atraeré; tú desata a los caballos para que puedan escapar». Corrí a la derecha. La figura misteriosa apenas era visible en la oscuridad. No podía ver sus movimientos mejor de lo que aquello podía ver los míos. «¡Perro rabioso!», gritó Nick, y la figura giró hacia ella, lo que me permitió llegar hasta los caballos. «¡Estoy aquí, McKintyre!»
Mientras me despellejaba los dedos soltando las ataduras del árbol, vi cómo aquello corrió hacia mi compañera; entonces entendí su estrategia: Nick había corrido por el lado iluminado por la luna para atraer la atención de McKintyre, dejándome a mí en la oscuridad. Y por supuesto que era él, solo que no se veía como en el cartel.
Perro rabioso se detuvo frente a ella. Tenía la cara cubierta con una capucha negra. Cuando me aseguré de que los caballos estaban libres y tranquilos, me puse al lado de Nick. Entonces se echó la capucha para atrás dejando su rostro al descubierto.
«Cielo santo», murmuró Nick. «Bill, ¿quién te ha hecho esto?»
La parte izquierda parecía haber desaparecido de un zarpazo, desde la frente hasta la mandíbula. No tenía ojo. La mayor parte de la calavera estaba a la vista, y parte de su cuello también estaba destrozado. Apenas podía hablar. De su famosa cabellera pelirroja solo quedaban algunos mechones irregulares. Alguien se había dado un festín con Bill McKintyre, que estaba vivo de milagro.
Levantó una mano temblorosa y señaló las tumbas. «Ghoul», dije. Pero hizo un gesto de negación. Con un esfuerzo increíble gruñó una palabra extranjera. «No muerto», tradujo Nick. «¿Aquí, en el cementerio?»
Y entonces estalló la Walpurgisnacht.
No estoy seguro de cómo sucedió, ya que no lo escuchamos llegar, pero ahí estaba aquella cosa agarrando del cuello al grandullón de McKintyre con una mano; lo suspendió en el aire. Era una mano grande, fornida, coronada por largas uñas afiladas que abrieron otra hendidura en su cuello, del que brotó la sangre. Aquello puso su terrible boca en torno a la herida y bebió. Su garganta latía acompasadamente como la de un reptil mientras la sangre de Perro rabioso se deslizaba por su interior.
Yo no pude moverme, pero Nick sí pudo. Sujetó el revólver con ambas manos apuntando firmemente a esa cabeza extraña. Y cuando escuchó el chasquido del seguro, aquello, que iba envuelto en una capa negra, separó su boca de la herida y nos miró. Soltó a McKintyre, que cayó al suelo. Es Bradley, pensé, pero no lo era. Más bien parecía un antepasado suyo en plena juventud, alto, fuerte, con pelo oscuro y unos ojos amarillos que atravesaban el alma. La sangre brillaba en su boca, de la que asomaban dos colmillos que solo había visto en animales salvajes. Y cuando aquello habló fue como si el acento olvidado de Bradley poseyera su voz con la gloria de épocas pasadas: «¿Os asustó el ghoul, niños?», gruñó con una extraña mueca. Y de sus entrañas brotó una carcajada negra como la tierra.
Nick le apuntó a la cara. «Tengo solo una bala», dijo, supongo que dirigiéndose a ambos, «y es de plata. La reservé para un momento así».
Por solo una fracción de segundo aquello mudó de expresión al más puro horror. Pero era tan fuerte y rápido como una centella, por lo que derribó a Nick de un manotazo. El revólver desapareció entre los arbustos y la bestia se dirigió a mí.
«Chico», dijo mostrándome una lengua bífida, «¿quieres ver el mundo de los reyes? ¿Quieres sentir la vieja estirpe en tu sangre?» Una uña puntiaguda como una espada rozó mi yugular. Prisionero de un estupor inquebrantable, no pude mover un músculo. Entonces giró, sorprendido, mirando al torreón. Algo había aparecido en la ventana.
«¡No!», aulló apanicado. «¡Eso no!»
Era McKintyre, que sostenía la urna azul entre sus brazos. Con su último aliento había logrado correr escaleras arriba. La bestia me arrojó y extendió su capa, tan grande como el cielo, tratando de volar hasta ella. Pero Perro rabioso fue más rápido. Soltó la urna, que cayó con una lentitud pasmosa; aquello intentó alcanzarla en el aire. Tuve la fortuna de caer cerca del revólver de Nick. Nunca antes había disparado. La bala, que pasó lejos de la cabeza del monstruo, alcanzó mi objetivo y reventó la urna en mil pedazos.
Un aullido escalofriante sacudió la noche. La bestia extendió su capa como tratando de coger las cenizas que flotaban en el aire, cayendo lentamente sobre las tumbas. Por unos segundos adquirieron las formas descritas antes por nuestro anfitrión. Había un mundo antiguo enterrado en esa urna, sí. Vi castillos majestuosos con almenaras apuntando al cielo, y montañas tan altas que tocaban la luna. Vi la antigua corte egregia brillar en todo su esplendor, y ejércitos de millares de soldados marchando a la guerra con armaduras cenicientas. Y al frente marchaba un Bradley mucho más joven, ataviado con una armadura de escamas y una corona en su cabeza. Comandaba a sus hombres a la batalla en la que se jugarían su mundo entero.
Cuando las cenizas se dispersaron por el cementerio, el monstruo, arrodillado en el centro, lloró de tal manera que desgarró la noche. Nick se incorporó y llegó hasta mí; escupió un poco de sangre y me conminó a montar en nuestros caballos para escapar mientras aún tuviéramos la oportunidad.
Pasamos una semana en el pueblo por el que vinimos mientras Nick se recuperaba. Los pocos aldeanos que quedaban nos explicaron que Bradley había sido una leyenda negra del valle de Merak, que cobró incontables víctimas, a las que exhibía en el cementerio del torreón como si tratara de instaurar su antigua corte. Una mañana soleada nos acompañaron hasta allá. Incendiamos el torreón, que se vino abajo. Hay cosas que solo el fuego purifica. No exhumamos las tumbas, ni encontramos el cuerpo de McKintyre entre las ruinas. Que descanse en paz, si puede.
Años después volví a saber de aquello. En un libro que ustedes conocen, bajo un nombre muy parecido al que Bradley pronunció con orgullo. Si realmente es el último de su estirpe, es un no-muerto, algo que en su tierra llaman nosferatu. Así es conocido en esa vieja Europa a la que miramos con tanta condescendencia. Más importante aún: es la criatura más peligrosa que jamás ha hollado las llanuras, no solo de Norteamérica, sino del mundo entero. Desde estas páginas imploro su ayuda, pues si eso sigue en libertad, aún se alimenta de nuestras buenas gentes, por lo que debemos ponerle fin a sus actos. Si otros lo han encontrado y han escrito sobre él, significa que ha sobrevivido. Nick y yo destruimos su viejo mundo, todo lo que consideraba sagrado, y sé que no dejará de perseguirnos mientras pueda. Es hora de ir a por él para ajusticiarlo y devolverlo a esa noche oscura que jamás debió abandonar.