Apoya a Cuentística
Jorge entró en la jaula consciente de que regresaba al infierno. Entre empujones se abrió camino al fondo. Como siempre, lo rodearon caras y escafandras de trabajo limpios; su estado natural (con hollín, sudor y mugre impregnados de desesperación y miedo) llegarían poco después. A su derecha vio una presencia familiar:
—Hola, Li.
—Buenas tardes, Jorge.
No intercambiaron más palabras. Tampoco hacía falta: las chanzas y las alegrías quedaban para fuera del tajo, aunque otros no seguían esa norma. Como cada día, las conversaciones triviales preñaban aquel trato inicial: «¿qué tal ayer?», «fui a…», «mi mujer preparó…».
Con una sacudida, la jaula inició el descenso. El trayecto, lento y sucio, duraría casi un sexto de jornada. Luego, cuatro sextos más en el tajo antes de regresar. Mientras más bajaban, el calor se intensificaba hasta asfixiar las charlas. No habían descendido mucho cuando la atmósfera se volvió densa, como melaza hirviente. «El muro invisible», lo llamaban; el límite que indicaba si valías o no para la mina. Lo peor del calor (una corriente seca y lacerante) procedía del fondo del pozo, que no solo abrasaba el cuerpo, sino también el alma: sobre todo cuando eran conscientes de que descendían hasta allí de manera voluntaria.
Más allá del muro nadie hablaba, limitándose a intercambiar miradas. Muchos, ni eso. Jorge reconoció los movimientos de los novatos, que intentaban aplacar su ansiedad y nervios rebuscando en sus zamarras, o sacando sus empanadas para roerlas. Sonrió: él mismo había hecho eso en su juventud. «Al menos las comerán limpias», se dijo, «aunque cuando llegue la hora del descanso tendrán menos que llevarse a la boca».
El descenso prosiguió envuelto en un silencio de tensa anticipación.
La primera expedición al continente reveló un yacimiento de antracita en una cordillera. Se trataba de mineral de calidad superior: rico, energético, y en cantidades ingentes. Demasiado tentador como para no explotarlo.
La jaula se detuvo en el nivel trescientos cuarenta y ocho, otro infierno horizontal como los cientos que había en la mina. Jorge salió el último. «No hay prisa».
—Buenas —dijo al encontrarse con el turno que regresaba.
—Hola —respondió alguien. La palabra sonó sin vida, teñida de un cansancio negro.
—Ya era hora —espetó otro.
Jorge no se molestó en replicar: lo entendía muy bien.
Pasaron del elevador a las galerías. De un lado, los convoyes cargados con el mineral aguardaban su turno para ascender; del otro, una mezcolanza de cajas de explosivos, barrenas y repuestos de toda clase amontonados y bañados con una iluminación pálida y pobre.
Al doblar una esquina se encontraron con un adiestrador rodeado de una camada de lamedores: las bestias no debían tener ni tres meses pero ya se mostraban ávidas de ayudar.
—Tomad: nuevo relevo —dijo.
Con un gesto, el adiestrador ordenó a los animales que siguieran al grupo de Jorge y Li. Los lamedores sisearon felices por acompañar a los humanos y corretearon alrededor de ellos husmeando una posible presa.
Más adelante, en una encrucijada de galerías había una garita destartalada. El decrépito letrero rezaba «Seguridad y Control de Riesgos». Dentro, un hombre sentado a una mesita comía con fruición. Su ropa casi resplandecía de tan pulcra. Solo Jorge se molestó en saludarlo:
—Hola, Aranda.
El cofrade, sin dejar de comer, apenas movió la cabeza. «No es la hora del almuerzo. Podías disimular, cabrón», pensó Jorge. «Pero los cofrades estáis por encima de nosotros, ¿no?». Siguieron adentrándose en la mina, directos hacia las vetas activas.
La extracción se hizo a un ritmo frenético. Excavar para obtener beneficios. Jornada tras jornada, sin parar. Los filones superficiales se agotaron pronto, pero eso no les impidió seguir excavando: en horizontal, primero, y al poco en vertical. Excavaron y socavaron la cordillera en busca de su corazón negro.
El martilleo de la barrena reverberaba en las paredes de roca y en cada músculo de Jorge. El sudor le empapó la escafandra, una piel pesada y opresiva. Soltó el gatillo: la barrena se detuvo.
—Listo.
El minero retiró la broca, más larga que él, y dejó que Li se acercara con el cartucho, la pértiga y el cebador. Tras diez años trabajando hombro con hombro, las palabras les sobraban. Pero Aranda y los suyos insistían en la importancia de «verbalizar», como ellos decían.
En un instante Li aseguró la carga al fondo del orificio.
—Carga preparada —dijo mientras tendía la mecha. Luego regresó y señaló un punto a dos codos de la última perforación—. Cuando quieras, allí.
Jorge asintió y colocó la nueva broca donde su amigo indicaba. Apretó el gatillo y… nada.
—Joder.
Un lamedor, aburrido por la inacción, alzó la cabeza hacia el minero. Jorge apretó de nuevo el gatillo, pero el motor no respondió. Se quitó el casco esférico. El sudor le dibujaba ríos grises en la frente tiznada de hollín; un hollín que, pese a la escafandra, lo impregnaba todo. Asfixiado, Jorge respiró el aire acre y pesado, pero no se quejó.
—Ponte el casco —le reprendió Li.
Los otros mineros continuaban su trabajo: perforar, colocar cargas, tender mecha; sudar, luchar.
—No veo bien con él. Cállate y dame luz.
Li fue hasta las enormes turbinas de ventilación, situadas a cada lado de la esclusa, al fondo, por una linterna. La cogió y volvió con Jorge, que ya manipulaba el cobertor del taladro.
—A ver —dijo Jorge apartando la plancha y soplando al interior.
El chorro de luz de Li alumbró el mecanismo.
—¡Si esto es más viejo que yo, joder! —exclamó Jorge—. Es una suerte que aún funcione. Voy a…
De improviso, el motor se activó. Jorge apartó la mano justo antes de que la bobina se convirtiera en una picadora.
—¡Coño, Jorge! ¿No lo habías desconectado?
Li sostuvo alto el farol para examinar la mano de su compañero. Jorge soltó el taladro y lo miró a los ojos.
—¡Me cago en todo, Li! ¿No recuerdas que este martillo tiene mal la fase de alimentación? —respondió señalando el cable de la parte posterior del aparato, envuelto con una cinta de aislar sucia y desgarrada—. Si lo desenchufo, morirá.
—Mierda. Y Aranda…
—¡Ese soplapollas! Es un inútil. Bastante la lió entonces como para volver a llamarlo.
Los ojos de Jorge buscaron algo. Encontró una varilla, desecho de un cebador. Con mucho cuidado lo introdujo en el motor y manipuló la bobina procurando no acercar la mano al gatillo. Tras varios instantes trasteando salió despedida una esquirla.
—Me da que ya está. A ver —y apretó el gatillo. El motor se activó—. Listo.
—Vale. Ya sabes dónde perforar. Pero con cuidado.
Adentrándose en el corazón negro de la montaña descubrieron la brea entreverada en la antracita: el «nigrú». A más profundidad, más nigrú. Perforaron montañas en las montañas para enriquecerse. Y cada tajo se convirtió en una zona sellada, estanca, con bombas capaces de generar presión negativa para frenar las fugas. Pero con los primeros accidentes, también llegaron los ataques…
De pronto, brotó un chorro de la perforación. Jorge soltó la barrena intentando esquivarlo, pero el sifón de brea lo golpeó en la pantalla del casco arrojándolo a tres brazas de distancia. Tendido en el suelo, Jorge sintió encima de él la presencia ardiente del nigrú.
—¡Fuga! —gritó Li—. ¡Una fuga!
Las sirenas aullaron. Entre el barullo, alguien activó las turbinas de seguridad, que empezaron a bombear aire denso para generar un gradiente de presión contra las paredes.
—¡Rápido, hay que sacarlo!
Li cogió a Jorge por los hombros, y con otro compañero logró alejarlo del sifón. Jorge yacía inconsciente con el nigrú envolviéndole el casco.
—¡Alejaos de él! —exclamó uno de los mineros, empuñando la barrena a modo de arma.
Algo en la brea volvía locos a los hombres. Cuanto más dentro de la corteza llegaban, más puro y energético era el mineral, y más rabia bullía, por lo que se obligó a los trabajadores a usar escafandras. Pese a ello, los ataques se volvieron más violentos, más letales.
Li se quedó solo tendido junto a Jorge contemplando la mancha de nigrú, que se retorcía en busca de un resquicio por el que acceder al cuerpo. Como no lo encontraba, empezó a extenderse hacia abajo.
—¡Aplicad el tapón! —exigió alguien—. ¡Lamedores! ¡Lamedores!
Un taponador corrió hacia la brecha con el inyector entre las manos y el depósito de fibrorresina a su espalda. Disparó contra la grieta: juntos, el coagulante y la presión negativa del sistema de ventilación, debían contener la fuga. Mientras, los lamedores recorrieron la galería esquivando a los mineros para absorber cualquier resto de nigrú.
Li voló hacia una lateral y cogió una manta aislante —no quiso llamarla por su nombre coloquial— para envolver a Jorge, procurando no tocar el nigrú.
—¡Evacuación! —gritó—. ¡Evacuación, joder!
Li cruzó las compuertas de la cámara estanca con su compañero en brazos.
Al ver a la pareja, Aranda se detuvo en seco. Li se fijó en el mono impecable, casi inmaculado del cofrade.
—Lleva un sudario —balbuceó Aranda, asustado, señalando la manta que cubría a Jorge.
—Ayúdame —imploró Li. Solo el sudario impedía que él también se contagiara.
El cofrade dio un paso atrás. Por el sudario entreabierto vislumbró la mancha negra que se desplazaba hacia el tórax de Jorge, pulsando y levantando filamentos que tanteaban el aire; hebras que luego reabsorbía.
—¡Está contaminado!
—No. No lo está. —Li se agachó, agotado. No podía más. Tendió a Jorge en el suelo y encaró al cofrade—. Le ha saltado un chorro, pero no ha encontrado ningún acceso. Lleva guantes, mono y casco. ¡Tu cacareada seguridad, cojones!
Aranda se alejó y dijo con ojos desorbitados:
—¡No te creo!
—¡Pero qué narices! ¡Ayúdame, desgraciado! Es tu tarea: ¡la seguridad!
—Voy a avisar a…
El regordete no acabó la frase. Li lo vio correr galería adentro, con dirección a cualquier lugar seguro. Li y Jorge se quedaron abandonados a su suerte.
Se hicieron estudios. Para sorpresa de todos, se descubrió que la antracita y el nigrú contenían los restos de algo poderoso, algo que se negaba a desaparecer. Eran fósiles hambrientos que contagiaban. Que mataban.
Solo algunos se enriquecieron con la extracción del mineral; otros, los más, murieron.
A duras penas, Li logró arrastrar a Jorge hasta un vehículo con bañera. Antes de meterlo, se detuvo para estudiar a su compañero. Parte del sudario se había deslizado revelando los hilos de nigrú, que fluían ávidos sobre su pecho. Enfocó la linterna en el único punto débil de la escafandra, ese que todo minero conocía: la anilla de unión del cuello con el casco. Allí había una juntura de silicona con tendencia a romperse. «Malditos avaros», pensó, «necesitamos mejores equipos». Li vio cómo el nigrú se acumulaba ahí. Casi podía notar cómo destruía el sello. Una vez al volante, activó el motor y se puso en marcha hacia el elevador.
—Que tengamos la vía libre. Que la tengamos libre.
—No lo vi venir —gimió Jorge con la voz apagada.
—Calla.
Aún faltaban por recorrer varias galerías antes de llegar al elevador. Y de ahí al hospital.
—Tengo calor.
—Ya pasará, amigo. En cuanto salgamos.
Jorge tosió un esputo negro-verdoso, que quedó adherido al casco por la parte interior.
—Intenta relajarte. Queda poco.
—Calor. Mucho calor. ¡Me quema!
Li llevó al volquete a su límite. Sus luces de emergencia, roja y amarilla, oscilaban incendiando las paredes con un fuego fantasmal y agorero. El minero sorteó cuadrillas, vagonetas y convoyes con material. Todos intentaron apartarse imaginando el contenido de la bañera.
Para evitar el tráfico, Li tomó un atajo: una galería exhausta y desierta, libre de barrenadores y convoyes. En ella solo había materiales de emergencia, así como escombreras dispersas. Al fondo vio la señal que indicaba la proximidad del pozo del elevador.
—Queda poco, machote. Aguanta.
El odio impreso en la brea logró resistir al tiempo, pero deseaba salir.
Cuando llegaron, Li volvió a enfocar con la linterna a su amigo. De su escafandra brotaba vapor. «Maldita sea». No le sorprendió ver que la jaula del elevador no estuviera allí. Miró el indicador de nivel, pero estaba muerto, igual que desde meses atrás.
—Es que no gastan dinero ni en esto.
Vio a un compañero que revisaba el contenido de una vagoneta cerca de ahí, y le preguntó:
—¿Dónde está la jaula?
—Debe andar por el trescientos —dijo.
«Apenas cincuenta niveles arriba», pensó Li.
—Perfecto.
—Pero en ascendente, amigo.
Las esperanzas de Li se evaporaron: el elevador no volvería a descender hasta antes de salir a la superficie, tras casi dos sextas de jornada. Li alumbró la bañera con su linterna y miró horrorizado a Jorge; el otro minero le imitó. La mancha de nigrú había desaparecido del pecho. Tras un instante de duda, Li incidió su haz justo sobre el casco.
—Está asimilado. Lo siento —dijo el otro minero—. No le dejarán subir así: es carne de mina.
Tragando saliva, Li tuvo que admitir la verdad: el nigrú había quebrantado el sello. Ahí estaba el protoplasma, inoculado en los ojos de Jorge, penetrando por su nariz, filtrándose hambriento por su boca. En poco tiempo su amigo se convertiría en una bestia rabiosa.
—Calor… —murmuró Jorge.
«Si en cada nivel hubiera uno de los preciosos inyectores de tampón intravenoso», se lamentó Li, «eso le habría dado tiempo para resistir, para llegar al hospital. Pero no: de nuevo, eso supone demasiado gasto». Se acercó a Jorge para decirle:
—Tranquilo, amigo, ya pasará.
La mano de Li apretó la de su amigo, guante contra guante.
—Necesito que me ayudes —le suplicó al otro minero.
—¿A qué? No hay nada que podamos hacer. Debemos atarlo para impedir que el nigrú nos haga daño. Eso, y huir.
Li le clavó la mirada desconsolada. Luego giró la cabeza hacia el cubo del elevador.
—Vale —dijo el otro al comprenderlo.
Caminaron hasta la verja de la jaula, cerrada por seguridad, y la descorrieron. El minero se quedó en el umbral, pero Li se asomó. El aire abrasador lo sacudió. Sintió el calor incluso a través de las capas de tejido de la escafandra. Con los años, la térmica había resecado la estructura, calcinando buena parte de las paredes del cubo del elevador. Li meneó la cabeza al descubrir otra muestra de lo falsario del discurso sobre la seguridad que pregonaban Aranda, sus compañeros de La Cofradía y los mismísimos dueños de la mina. «Habrá otro accidente, esta vez en las jaulas. Más pronto que tarde, pero lo habrá».
Tratando de apartar esa certeza, Li alzó la mirada y apenas pudo distinguir las luces de las balizas inferiores de la jaula, que subía. «Está lejos. Muy lejos», pensó, y se volvió hacia el otro minero, que asintió. Fueron hacia la vagoneta, hacia Jorge, Li por detrás sintiendo sobre su espalda el peso de toda la montaña. Jorge había empezado a convulsionar. La piel de su rostro había tomado un tono gris mate. El vapor salía por su nariz, boca y oídos.
—Hay que darse prisa antes de que tome el control —dijo el minero.
En silencio, y manteniendo a Jorge envuelto en el sudario, lo sacaron de la bañera para llevarlo al cubo del elevador. Allí, lo apoyaron contra la verja abierta, al borde del abismo.
—Por favor, perdóname —imploró Li—. Perdóname… y en tu venganza, no me busques.
Jorge lanzó un gruñido preñado de odio. Li cerró los ojos y empujó el cuerpo directo a la oscuridad ardiente del abismo.
—Debo regresar —dijo Li sintiéndose vacío—. Hay una cuota que cubrir.
Y no cejaron de profundizar, de extraer, de enriquecerse. De enfermarse, de morir.