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Ya habían llegado todos los invitados al evento; por eso, cuando sonó el timbre, el mayordomo fue a abrir la puerta refunfuñando en contra del impuntual. Ahí estaba la mano derecha, flotando en el aire, enfundada en un larguísimo guante que le cubría el antebrazo a la altura del codo. La mano sostenía entre los dedos una invitación en la que se leía, escrito con fina caligrafía, su nombre: La Mano. Se la extendió al mayordomo que, después de inspeccionarla con ojos suspicaces, se inclinó en una reverencia de cuarenta y cinco grados para darle la bienvenida al salón. La Mano entró agradeciendo el gesto.
Flotó hasta el vestíbulo principal levantando murmullos de admiración. Era la primera vez que asistía en solitario a un evento social, y se sentía nerviosa, fuera de lugar. El día anterior se había peleado con la mano izquierda, su amada compañera. Para sacudirse el enojo, y tras decidir que asistiría sola a la fiesta, agendó una sesión de manicure y un masaje profundo para destensar los músculos abductores de las falanges. Luego se dio un baño de agua de rosas, removió con esmero la cutícula de sus uñas y se untó una crema humectante de aceite de coco y leche de almendras que le dio a su piel la textura del terciopelo. Lucía hermosísima. Su apariencia levantó suspiros que se quedaron flotando en el aire.
La Mano odiaba el saludo de choque de puño que se hizo tan común durante la pandemia; ella anhelaba el regreso del estrechamiento de palmas, más cálido y hospitalario. Odiaba también las protocolarias palmaditas en la espalda, que en su opinión solo eran útiles para salvar vidas cuando alguien se atragantaba con la comida, o para saludar a los políticos en actos públicos. Ella prefería la firme unión de los músculos tensores y de los dedos que se acoplaban con la otra mano para lograr una comunión perfecta: dos manos fundiéndose en una. También le gustaban los movimientos vigorosos del saludo tradicional, que enfatizaban los vaivenes de la vida, y la sabiduría del apretón preciso, sin debilidades ni arrogancias. La Mano era experta en el arte de romper el saludo en el momento preciso con la satisfacción de la misión cumplida. Eso sí: no soportaba la humedad de una mano sudada.
Saludó a los asistentes simulando un elegante beso de mano que dejaba a las otras manos flotando en el aire, como cuellos de cisnes asomándose entre la niebla matutina de un estanque. Parecía feliz; sin embargo, y al tener tantas manos a su alrededor, recordó a la mano izquierda, y en un momento de flaqueza sintió la necesidad de acariciarla, de entrelazar sus dedos y anudarlos como si fueran hilos de oro tejidos en un vínculo de amor.
Así, saludando a diestra y siniestra, se movió de un lado al otro del vestíbulo tratando de integrarse al bullicio de la fiesta, que subía de intensidad al ritmo de las fanfarrias y el alcohol. Iba deteniéndose en las mesas de servicio para tomar un bocadillo aquí y otro allá: galletas adornadas con caviar, pimientos dulces sobre pan de ajo, triangulitos de queso azul coronados con aceitunas; puras delicadezas que era incapaz de degustar porque no tenía boca; solo las paseaba por el salón para camuflar su soledad.
En una de esas idas y venidas percibió las notas del Claro de luna de Beethoven en el aire, que provenían de una pequeña habitación a la que entró. Ahí, dos manos bailaban en perfecta armonía sobre las teclas de un piano; dos manos unidas a sus brazos que nacían de los hombros de una mujer bellísima, una mujer que palpitaba con cada nota musical como si fuera un ave en agonía. Impulsada por una emoción invasora, La Mano extendió los dedos como si fuera un abanico de seda, y agitándose en el aire se acercó al piano. Sintió el romance vibratorio de aquellas manos sobre la superficie amarfilada, y tuvo que cerrarse para contener la nostalgia que la invadió.
Pensó otra vez en su amada mano izquierda, con quien había peleado por un asunto de ideologías necias que se remontaba a los albores de la Revolución francesa. Fue una discusión estúpida que había llegado a la peligrosa frontera de los insultos. Emocionada por la música, y conmovida por aquellas manos blancas que bailaban sobre las teclas, se dio cuenta de que el amor era más poderoso que cualquier ideología, y que la ruptura con su compañera había sido un impulso absurdo y visceral. Sobre todo: se dio cuenta de que odiaba la soledad; extrañaba acariciar y ser acariciada.
La Mano salió de la fiesta sin despedirse de nadie para volver con la mano izquierda. Al llegar a casa la encontró en la tina, pálida y desmayada, sumergida en un agua rojiza. La levantó y vio la herida: una breve cortada a la altura de la muñeca por la que todavía brotaban algunas gotas de sangre. Anudó sus dedos a los de ella y le juró que nunca más volvería a abandonarla. Y así, con los dedos entrelazados, formando algo parecido a las alas de una mariposa, las dos manos se posaron sobre un hipotético pecho, justo encima del corazón, y se quedaron así, inmóviles, como si ambas estuvieran muertas.
Autor del libro El juicio de los libros y otros cuentos irreverentes (2024). Cancunense, admirador de Borges y de Cortázar, cazador de palabras y de historias.