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In memoriam
Respiras, hondamente respiras, y percibes que el olor a vinagre, cebolla y aguardiente, que Marcela ha puesto en una cacerola de peltre bajo el ataúd para que el cadáver de tu tío no apeste, te quema la nariz y flota como una bruma que cubre todos los espacios de esta mugrienta habitación, que durante años fue la vivienda de Marcela, de tu tío, pero también de todos esos hombres que ella metía cada cierto tiempo.
Para nadie en la familia eran secretas las puterias de Marcela —palabras de tu madre, por cierto—, y siendo sincero, siempre te desconcertó la sumisión con la que tu tío aceptó todas y cada una de ellas. Tu mamá solía decir que Marcela le hizo algo: un embrujo, o un amarre, pues ¿de qué otra manera se podía explicar tanto pendejismo? Pero jamás hablaron abiertamente de eso entre ellos, y su silencio no reclamó nuestra atención. Así, distanciados, cada quien proseguía con su vida hasta que Lucía, la mayor de los diez hermanos que constituían tu familia materna —cinco de ellos ya fallecidos; seis ahora—, regresaba a casa con un nuevo chisme, y el ciclo volvía a repetirse: una discusión, gritos, y la certeza de que jamás la dejaría.
Tu tío fue una entidad pasiva a la espera de algo que jamás llegó. Solía andar con la cabeza gacha, mirando al suelo como si buscara el rastro de una hormiga en la tierra. Y cuando hablaba, las palabras le salían con voz dubitativa: primero, un carraspeo; luego, se le enredaban en la lengua, y al final se diluían en un silencio que decía mucho más que todos sus esfuerzos.
—No siempre fue así —te dice mamá sentada junto a ti—. De joven era más asertivo.
Te cuenta que estudió para ser agente aduanero, y que consiguió trabajo en Playa del Carmen cuando se recibió, pero a la hora de partir tu abuela lo retuvo. Le pidió que no se fuera; cayó en cama enferma de tristeza.
—Quién sabe cómo habría sido su vida de haberse ido. Muy diferente, creo yo. Era creativo; todos tus tíos lo fueron —agrega—. Cuando trabajó en la fábrica construyó una máquina para clasificar tornillos y tuercas que sus jefes patentaron como suya después de correrlo. Pinches viejos. Entonces conoció a Marcela, que le enseñó el vicio, y todo terminó de esta manera.
Un sollozo revolotea como mariposa y se consume en el aire frío. Nadie habla.
Marcela se retrae en su asiento y clava la mirada en una mancha de humedad ocasionada por una gotera que nadie reparó. Con las manos temblorosas saca un cigarro de la cajetilla que guarda en el bolsillo de su chamarra, y lo enciende con una cerilla que después tira al suelo.
En el centro de la habitación hay una fotografía de tu tío a los veinticinco años que está ligeramente inclinada hacia la izquierda. Junto a ella, en el marco enmohecido, una cucaracha se esconde en la sombra, y tú, sentado en este banco, oliendo el fantasma agrio de la muerte, te dices que todos somos como ese bicho: temerosos del mundo que nos rodea; buscando, siempre buscando un lugar para habitar, para poder resguardarnos, para ser nosotros mismos; un lugar al que podamos llamar hogar. Suspiras al comprender que tu tío nunca lo tuvo. Como una flama expuesta a la intemperie, ¡puf!, se apagó.
No hay retorno: tan solo oscuridad, y tal vez silencio, piensas.
Por la puerta entra una mujer cargando una charola con pan y una jarra de café. Al mirarla, los ojos de Marcela se tuercen en una mueca apenas perceptible, rojos por el humo del cigarro y por el llanto vertido en contra de su voluntad. Su cara es una máscara fina, como las del teatro griego; un gesto superpuesto que se alinea igual que un eclipse: la luna delante, el sol detrás…
—La señora se llama Ana —susurra tu mamá siguiendo con la mirada a la mujer—, ella es la dueña de la casa. Siempre quiso a tu tío, pero él nunca le hizo caso. Si lo hubiera hecho, seguramente nada de esto habría pasado.
Estás a punto de expresar algo pero te quedas callado porque la mujer se acerca y te sonríe con la sonrisa más amarga del mundo. Te pregunta si tú eres su sobrino, y añade que seguro él estaría feliz de tenerlos aquí reunidos a pesar de todo; están los que tienen que estar, las ausencias no importan: solo él, ella y ustedes en esta noche densa.
De entre los muchísimos conocidos de tu tío, en la habitación únicamente hay siete personas.
—Y eso que él fue muy amiguero —dice una de tus tías—, compadre de muchos, padrino de tantos. Y de todos esos, ¿cuántos hay aquí?
A Gatsby le pasó lo mismo, te dices, recordando el final del libro.
Cierras los ojos. La noche es larga; la penumbra, profunda.
Marcela se pone de pie apoyándose en un viejo bastón; va al baño.
Un murmullo se desata en cuanto sale del cuarto; tú aprovechas para ver el cuerpo.
Recuerdas: la última vez que viste un cadáver fue cuando tu abuela murió, hace poco más de once años. En ese momento lloraste como nunca cuando la carroza dobló en la esquina de la calle con el cuerpo inerte en su vientre de metal. Todavía hoy no alcanzas a comprender por qué te sentiste de esa manera si no eras muy apegado a ella; pero lo cierto es que así fue.
Ahora, sin embargo, el llanto no llega, ni una pizca de sentimientos, solo una total indiferencia por el cuerpo frío de ese hombre que, hasta la semana pasada, llevaba el mismo nombre que tú. Y no puedes evitar recriminarte. Deberías de sentir algo, ¿no?; empero, casi ni lo trataste. ¿Cómo tener sentimientos por alguien a quien no conociste?
Alguien debería escribir un tratado igual al que Cortázar hizo en su momento: «Instrucciones para llorar por el cadáver de un desconocido». Ves su cara pálida y piensas que la belleza del humano muerto, al ser desprendido de su maquillaje, es extraordinaria; fuera toda máscara, sin simulaciones, solamente ese sincero visaje aletargado por la eternidad.
Su color es amarillo y de cerca ya comienza a oler feo; más allá de la cebolla, el vinagre y el tequila, está la podredumbre natural subyace como una estructura en ruinas.
El cadáver tiene un ojo entreabierto y algo parece espiarte desde el interior; una oscuridad profana que flota como nube más allá de tu entendimiento. Tiene los labios rígidos en un mutis que te da escalofríos, lagañas como dunas de arena y una selva de pelillos asomados por la nariz. El cabello chino de su cabeza está enredado sobre la seda del cojín. Al verlo, piensas que murió de una manera terrible: ahogado en su propio vómito a causa de una úlcera que no se atendió. Pasaron trece horas antes de que Marcela lo encontrara tirado en un rincón de este mismo cuarto, en la misma posición, en el mismo charco de sangre cuya forma aún se percibe en las losetas; diecinueve horas para que lo reportara a las autoridades; treinta y nueve hasta que la familia se enteró. Casi sesenta y siete hasta este momento. No se le hizo autopsia. «¿Para qué?», preguntó Marcela ofendida cuando se le propuso, «ni que lo hubiera envenenado», pero es casi seguro que más de uno guardó la sospecha en su pecho como una certeza.
Pero ya no importa, te dices, él está muerto, y esto no se trata de atacar a Marcela. Después de todo, ella no tiene la culpa; siempre ha sido así, sin más remedio que el de conformarse con su difuminada personalidad de matrona que, así como sonreía, lloraba. Durante su vida de matrimonio con tu tío fingió cuatro embarazos, misma cantidad de abortos; soportó el acoso por parte de su suegra y de sus cuñadas.
En fin, no tiene caso guardar rencor, pero mamá no lo cree así. A tu espalda le reclama algo a Lucía porque ella sabía que estaba enfermo y no lo ayudó, tampoco avisó. «¡Hipócrita!», Lucía se defiende; ha sido así desde que enviudó: altanera. Las dos se levantan y discuten subiendo el tono de voz. Marcela regresa del baño, las ve pelear y llora. Tu prima intenta detener a su mamá, que recurre a rencores pasados para fundamentar su enojo, pero no lo logra.
Las ignoras y te vuelves hacia el féretro, tocas el cristal protector y te preguntas si es normal que la piel junto a la oreja de tu tío se levante como lo está haciendo, como si un volcán se estuviera abriendo paso en terreno raso.
De pronto, un bulto del tamaño de una pelotita se desplaza desde la sien hasta la mejilla como un topo bajo tierra, y se detiene al llegar a la boca.
Entonces algo emerge de entre los labios. Es agreste, como el relieve de una corteza. Y está cubierto por una rebaba cristalina.
Es un pájaro, te dices. Un gorrión, como los que tu tío solía tener en una jaula del patio, junto a la enorme jacaranda. Lo contemplas, incrédulo; tiene la cabeza coloreada de rosado, un plumaje lustroso.
Un líquido blanquecino sale del interior de la boca de tu tío como si se estuviera ahogando, seguido de una ramita y algunas florecillas moradas.
Los brazos del cadáver comienzan a golpear el acojinado y las piernas rebotan contra la madera.
El ave te mira como si te reconociera. Con dos saltitos se posa en la punta de la nariz y despliega las alas; luego gorjea, lo que provoca que la carne se fracture. Entonces, una parvada de pájaros eclosiona del cuerpo, como si se tratara de un cascarón, y se pone a revolotear. La base del ataúd se rompe y cae al suelo. El vidrio de protección se quiebra y los gorriones invaden la habitación.
Tus tías dejan de discutir y comienzan a gritar. Los diosmío aterrados se mezclan con los trinos y el ruido de los aleteos, hasta que tu prima, protegiéndose la cara, corre a la puerta y jala la manija para abrirla.
Los gorriones salen a la noche como un aguacero mientras ustedes se cubren los ojos y oídos. Luego, un silencio sepulcral invade el cuarto. Por un momento parece que el tiempo se hubiera detenido. Levantas la cara y ves a un gorrión, que se posa en el respaldo de una silla volcada. Es pequeño y mueve la cabeza brillosa, rosada, de un lado al otro. Entonces canta con un canto hermoso, y como los otros, se sacude las alas, vuela por el cuarto y sale por la puerta dejando una ligera estela detrás de sí.
Suspiras, desconcertado.
Hay mierda de pájaro embarrada en el suelo, plumas flotando en el aire frío, y al ver el ataúd te sientes aliviado al descubrir que el cadáver de tu tío ha desaparecido.
Mañana no tendrán que ir al panteón.