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A Gabriela Urco, que ama a los perros y me hizo escribir de nuevo.
El perro estaba tan débil y flaco que parecía prisionero de sus trece costillas; tenía la piel enferma, manchada de chancros amarillo-rojos. El subcomisario Marco Graña pensó lo que siempre pensaba al verlo: este bicho estaría mejor muerto. Le preguntó a Carraza si se iba a terminar su almuerzo; sin esperar respuesta, cogió un puñado de arroz frío del plato. El perro lo comió de su mano. Luego empezó a ladrar, ronco, resollando con la garganta llena de pus.
—Y ahora te quejas. Bicho cojudo.
Golpeó la mesa con el puño. El animal se asustó y salió corriendo hacia la calle y el polvo de la plaza de San Fermín. Carraza soltó una risa imbécil al ver al animal cojeando.
—¿Te da risa?
Carraza asintió. El joven tenía la pierna amarrada a la mesa de metal oxidado donde había almorzado y las manos sujetas con las únicas esposas que Graña encontró entre el desorden de la oficina de su jefe. Con las justas tenía diecisiete años y con esa risa tan aguda sonaba aún más joven. Graña lo miró con desdeño y escupió al suelo.
—Es que camina gracioso, el pobre —explicó Carraza—. ¿Por qué lo botaste? Llámalo.
—No es mi perro.
—Entonces por qué le das comida.
—No sé —respondió Graña. Y era verdad. No lo sabía—. Porque da pena, supongo.
—Tendrías que decirle al comisario, Marquito. Pueden tenerlo aquí en la carceleta. Ahí afuera está que le cae todo el sol y se nota que nadie lo cuida. ¿Cuándo regresa el comisario Villacorta? ¿Ya sabe que me tienen aquí metido?
Graña no contestó. El comisario había estado tomando caña desde que, luego de incontables horas de santos, sollozos y sustos, la esposa de su hijo por fin había dado a luz a un varoncito que, todos decían, se parecía al abuelo, con quien compartiría el nombre. Eso fue el jueves pasado. La nuera seguía luchando por su vida entre sábanas manchadas de sangre mientras que el padre y el padre del padre celebraban tomando y acostándose con todas las putas del pueblo.
Graña pensó: «el viejo no se va a aparecer; esto lo tengo que resolver solo. Puta mierda de la concha de su madre, ¿por qué, por qué, por qué tenía que caerme esta vaina a mí?»
—¿Tú crees que venga tu papá a buscarte? —preguntó el subcomisario.
—Apostaría a que sí.
—¿Y crees que se comporte? —fue una de esas preguntas que suenan ridículas al instante que se dicen. Graña frunció el ceño—. No has debido matarlo si no querías. Y si lo hiciste, has debido enterrarlo y olvidarte. ¿Para qué embarrarme a mí también?
—Perdón —dijo Carraza—. Es que lo mejor era entregarme. Pensé en irme unos días al puerto y quedarme ahí hasta que me encontraran, pero…
—Pero qué.
—Mi papá me hubiera encontrado antes.
Carraza había llegado a las cinco de la mañana temblando de frío cuando el sol maldito del verano ya se asomaba en el desierto. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. «Maté a mi hermano», le dijo a Graña cuando entró a la comisaría. Fue entonces que el policía notó en su mano el revólver viejo que ahora estaba confiscado en la caja fuerte, debajo de su escritorio. La pistola fue el regalo de su padre cuando cumplió ocho años. Graña no quiso creerle hasta que, un par de horas después, el enano que usaban como auxiliar trajo el cadáver. Lo había subido a unas ramas de palmera y arrastrado con dificultad por la trocha seca donde Carraza le voló la cabeza. Ahora el cuerpo estaba en el establo pudriéndose porque no había hielo en la tienda de don Armando y el calor estaba insoportable.
—No he debido…, es que…
—No empieces a llorar de nuevo. Ya basta de eso.
Carraza tragó saliva e intentó calmarse. Un líquido transparente le escurría de la nariz que le dejó un rastro alrededor de la boca, haciéndola esplender como si tuviera puesto un brillo. Graña pensó que siempre había parecido una mujer; desde chiquito jugaba a venderle besos a los niños de la escuela. Hasta los ojos verdes que tenía eran tan grandes que te hacían olvidar la piel oscura y barba rala que le dieron una apariencia menos suave cuando llegó la adolescencia. Pensó: «me dan asco sus gestos cojudos, hasta su voz y el tonito cantado que le da a todo lo que dice, como si la vida fuese canción; qué canción, es un destrozo. La vida es un atropello, y la única música que suena en nuestra cabeza es el silencio cuando por fin acaba y se logra estar en paz…»
Graña tosió, se levantó de su asiento y dejó de pensar. No le gustaba darle rienda suelta a su cabeza cuando se sentía así de consternado. El policía se consideraba un hombre simple y hacía siempre un esfuerzo por ahogar al otro que vivía dentro de él: al tipo cobarde que sentía pena por animales feos, que no soportaba mirar a la gente a los ojos, y que siempre tenía que preguntar por qué. Caminó lento hasta la puerta de la comisaría. La plaza de San Fermín estaba vacía. Hacía años que el sol había escorchado la pintura de los edificios a su alrededor y ahora todo era gris y marrón y antiguo. Lo único vivo que Graña pudo ver ahí afuera fue al perro moribundo.
—¿Por qué lo mataste si era tu amigo?
—Era mi hermano, Marquito.
—¿Y por qué lo mataste si era tu hermano? —preguntó Graña incrédulo.
Volteó a mirarlo y vio que estaba llorando de nuevo.
—Le hice una bondad al Tadeo —respondió con voz más ronca.
La luz que entraba por las grietas del techo caía blanca en su sien como una lengua de fuego.
—Dios me salve. Fue un favor.
El hombre que Carraza había matado la noche anterior en realidad no era su hermano ni un pariente lejano. Era uno de los muchos custodios que su padre, Franco Carraza, contrataba al año para cuidar su ganado de los abigeos que bajaban al valle a robar su propiedad. Su nombre era Tadeo Arqui y era un hombre alto de espalda enorme y manos ásperas. Al poco tiempo de llegar a San Fermín se hizo inseparable del único hijo varón del patriarca. Era común verlos juntos cabalgando al amanecer por los llanos del valle. Reían sin tener que estar borrachos y hablaban de temas que trascendían a las vacas y a las mujeres, y a las mismas palabras vacías que día tras día repetían en sus conversaciones los demás. Era curioso ver a un hombre de más de treinta confraternizando con alguien estancado en la niñez.
Fue el propio padre de Carraza el que fomentó esa relación. Le gustaba ver a su hijo pasar tiempo con un hombre recio que, como él, se había formado en el fango de la miseria y la dureza. Tadeo le enseñaría a pescar truchas en el río, a cazar chocas en el bosque, a matar indios en el campo. Y si bien el joven Carraza nunca adoptó esos intereses, lo que sí hubo fue un cambio aparente —aunque incuantificable— que la población de San Fermín no dejó de señalar: se le notaba más hombrecito. «Así lo decían», pensó Graña. «Nunca más hombre; siempre más hombrecito. Ahora, el miserable tiene diecisiete años y sigue llorando como una niña. ¿Fue siempre así de asqueroso o tal vez he cambiado yo? Cuando éramos amigos —aunque no tan amigos, pero lo éramos— no me molestaba verlo como ahora me molesta, y es que me enfada que sus ojos sean así y que sus manos cuelguen lánguidas y que se lama los labios cuando se le secan. Me molesta todo. ¿Qué hacía ese Tadeo Arqui con él? ¿Cómo soportarlo? Cuando era niño —cuando éramos amigos, aunque no tan amigos pero lo éramos y lo quería— no era tan así. ¿O sí? No lo sé. No lo sé».
Graña se acercó a Carraza y le puso una mano en el hombro; Carraza la atrapó entre su mejilla y clavícula y siguió llorando. El subcomisario pensó: «por la concha de la puta madre», y sintió unas ganas terribles de llorar con él.
Graña había estudiado en la misma escuela que Carraza. Solo le llevaba cuatro años, pero era difícil —por lo delicado que era— no ver a Carraza como un niñito. Cuando lo conoció el padre de Graña todavía estaba vivo, así que le decían Marquito. Carraza y Marquito solían devorar los tomos de la escueta biblioteca de la iglesia del cura Barrios: hagiografías ilustradas de santos extraños, como san Cristóbal cinocéfalo, con cabeza de perro, o san Dionisio decapitado cargando su propia cabeza; un inmenso tomo tras otro de novelas de aventura, libros de filosofía e historia griega con serigrafías de templos blancos como el marfil. Se echaban bocabajo en el suelo sucio a leer mientras el cura tomaba vino y fumaba tabaco negro. Graña siempre lo trató bien. Tal vez por eso Carraza se vio aliviado cuando fue él quien le abrió la puerta de la comisaría la noche del asesinato y no el viejo comisario Villacorta.
La verdad es que Graña se había alejado a propósito de Carraza porque le incomodaban sus conversaciones —las verdades secretas que el joven descifraba en los textos que leía— y la capacidad que tenía de ver a través de la hipocresía que Marquito aceptó como los cimientos de su vida en San Fermín. Ese tipo de ideas estaban bien ahí, entre las tapas duras de los libros, pero le hacían arder las mejillas y las orejas al oírlas en la melodiosa voz de Carraza. Dejó de verlo. Hacía cinco años que no hablaban. Y ahora esto.
—Tranquilo.
—No pensé que papá encontraría las cartas —gimoteó Carraza—. Habría sido mucho peor. Lo habría despellejado.
Graña no entendió a qué se refería.
—Tadeo pensó que podía irse al norte, tal vez a Cuevas o Tortuga Grande, pero lo hubiese encontrado y habría sido mil veces peor.
—¿De qué cartas hablas?
Carraza cerró los ojos y esbozó una sonrisa que dejó perplejo al policía.
—Una idiotez. Una pavada de niñato enamorado… nunca me atreví a entregárselas…
—¿A quién?
Carraza le echó una mirada como si fuera la persona más tonta del mundo. En ese momento Graña volvió a ser Marquito escuchándolo hablar de cosas que no entendía o no quería entender. Las paredes de la comisaría comenzaron a temblar. Las pesadas rejas de la carceleta chirriaron.
Se escucharon jinetes cabalgando a lo lejos. En la plaza, una ráfaga levantó una gruesa nube de polvo que cubrió la iglesia y voló como una plaga antigua hasta la puerta abierta de la comisaría. El rostro del joven palideció:
—No dejes que me lleve —le rogó a Graña.
Afuera, el perro enfermo lanzó un aullido. Media hora después Franco Carraza llegaba para liberar a su hijo. Graña salió a la plaza con la camisa del uniforme empapada de sudor helado y la pistola en la funda del cinturón. Lo acompañaba el auxiliar enano cargando un rifle más alto que él. Frente a ellos estaban trece hombres trepados en sendos caballos que nunca habían sentido hambre o sed en su vida. Eran animales enormes con abultados músculos y venas palpitantes bajo la piel lustrosa. Sus ojos negros y desorbitados se asemejaban a los de los hombres armados que los montaban: todos rufianes y malandros al servicio de la generosa opulencia de don Carraza. Eran un pelotón monstruoso bajo el sol poniente que pintaba todas las nubes de guinda-azul; la noche negra estaba cerca.
Franco Carraza había vivido la misma vida que sus hombres antes de volverse un magnate en el valle de San Fermín con todo el ganado y dinero que robó. Se le notaba en el rostro. Era difícil para el subcomisario Graña —y para cualquiera— comprender cómo un espécimen como ese había engendrado al joven Carraza. El policía pensó: «es que un oso viejo no da a parir a un corderito. Más bien se lo embute». Vio al padre de su amigo (¿eran amigos de nuevo? ¿lo fueron siempre?) bajar de su caballo y caminar hacia él como si el cuerpo le pesara. Tenía una barba negra que le cubría el cuello; el pelo blanco le llegaba hasta los hombros. Sus brazos eran largos y fuertes. Notó que tenía dos revólveres idénticos al de su hijo bajo el poncho empolvado que llevaba puesto. Tuvieron que hablar alto para que el viento de la tarde no enmudeciera sus palabras:
—Don Carraza.
—Graña. Buenas tardes.
Se dieron la mano.
—¿Dónde está el inútil de Villacorta? ¿No sabe lo que ha pasado? ¿Sigue borracho?
—Lo mandé a traer, pero…
—Pero… —repitió don Carraza y lanzó un silbido. Sin más, uno de sus hombres salió disparado para buscar al comisario—. Tendrá que haber sido una buena fiesta para que valga la paliza que le va a caer. ¿Fue nieto hombre o mujercita?
—Hombre.
—Un hijo no siempre es una alegría. No tendrían que haberlo celebrado antes de tiempo —miró al edificio cuadrado y humilde que representaba todo el peso de la ley en el pueblo de San Fermín—. ¿Lo tienes ahí encerrado?
—Vino por voluntad propia. Estuvo esposado unas horas, pero…
—Pero… —lo volvió a interrumpir Carraza. Luego observó al auxiliar en silencio unos segundos antes de empezar a reír.
Sus acompañantes lo imitaron y pronto las risas se transformaron en una cacofonía burlona que dejó al enano apretando el rifle contra su pecho con el rostro rojo de impotencia.
—¿Y este es tu auxiliar? ¿Ustedes dos contra el mundo? No has debido esposar a mi hijo, Graña. No has debido arrestarlo tampoco.
—Don Carraza, escuché —dijo titubeando—. Usted me conoce desde hace, uf, cuántos años: sabe que soy un hombre que no busca problemas. Tampoco le busco tres pies al gato como otros. Lo último que quiero es complicar las cosas. Pero es que, ¡puta madre!, su hijo ha matado al tal Tadeo Arqui.
—Y qué.
—Y está bien, don Carraza. La verdad es que por eso no me araño. Si solo fuera eso, usted se lo lleva de aquí y ve cómo lo corrige. Pero no: su hijo ha confesado y todo San Fermín sabe que lo tenemos encerrado por asesinato. Al muerto lo tenemos en el establo con la cabeza ahuecada por las balas que salieron del revólver de su hijo. No puedo soltarlo así nomás, don Carraza. Yo quisiera…, le juro que quisiera, pero no puedo. Aquí todos saben que usted manda pero, vamos, tampoco puede forzar milagros…
—¿A que no? ¿Y ahora, qué? —preguntó Carraza. La pregunta era una amenaza.
—Pues…, como no tenemos juez en el pueblo, vamos a llevarlo al cuartel militar en Piedras Calientes. Y lo más probable es que ahí lo fusilen por asesinato. A menos que…
Dejó de hablar. A su costado el auxiliar sofocó un grito y dejó caer su rifle al suelo al ver cómo, de un momento a otro, en las manos de los jinetes brillaba el frío metal de sus pistolas. Graña aguantó la respiración: todas le apuntaban a él. Don Carraza lanzó otro silbido indicándoles que esperaran. Con las piernas temblando, el subcomisario forzó las palabras a salir de su boca seca.
—A menos que tenga una razón para haberle disparado.
—Defensa propia.
Graña asintió en silencio. Después se armó de valor.
—Y algo que lo justifique.
—Como qué.
—Pues, mire, su hijo mencionó unas cartas…
Don Carraza fulminó a Graña con la mirada.
—¿Te habló de esa cochinada? ¿Te dijo qué decían?
—No —respondió Graña—. Pero si las presentamos en el cuartel para que entiendan por qué lo hizo podrían perdonarle la vida.
Franco Carraza miró de nuevo a la comisaría. Se le veía cansado; los ojos descoloridos imitaban el alma del pueblo muerto. Graña pensó que, de cierta manera, él era el pueblo: dueño de las vastas tierras del valle que traían agua y alimento al desierto donde había sido construido. Pero nunca era suficiente. San Fermín se chupaba esos recursos como un recién nacido que no engorda y más bien va desvaneciéndose sin comprender que la leche de esa teta es en realidad un veneno cruel. Tan graves eran los pecados de Franco Carraza que cualquiera de ellos hubiera podido ser la hamartía que lo condenó a él y a su familia y al pueblo entero a vivir en este sitio derelicto. Viéndolo parado y cabizbajo, Graña por fin comprendió que no había venido para salvar a su hijo. Había venido a buscar un castigo para saciar su culpa voraz porque entendía que cualquier crimen cometido por su heredero era un crimen que comenzó con él.
—Es mejor que no sepas qué había en esas cartas. Tendría que ponerte en el establo junto al otro enfermo —dijo don Carraza. No estaba mintiendo—. Nadie más va a leerlas. Las he quemado. Ahora tengo que hablar con mi hijo.
Entró a la comisaría como un oso que entra a su cueva a morir. El subcomisario y el auxiliar enano se quedaron esperando afuera junto a los hombres en caballo que aún les apuntaban.
Lo poco que había leído Franco Carraza en el cuarto de su hijo —al que había entrado de madrugada, borracho, como tantas veces— era lo siguiente: «Nos desnudamos y montamos los caballos sin montura… cuando me aprietas contra tu pecho siento que mi aliento sale de mi boca como si fuera una fiebre hermosa… Para mí fue algo más santo que cualquier misa. Fue más que un matrimonio… hicimos un pacto de sangre y me dijiste que ahora éramos hermanos... Estuviste increíble ese día en el río… Dime si me lo invento o si tiene sentido soñar con esto… ¡es que haces estas cosas y luego no dices nada! ¿...acaso tú no lo sentiste? ¿Significo algo para ti? Tadeo, mi hermano…»
Cuando salió de la comisaría había anochecido. La plaza se había llenado de gente curiosa que quería saber cómo terminaría el drama. Don Carraza trepó de vuelta a su caballo; Graña se le acercó aprensivo a preguntarle cómo debía proceder. Lo único que le dijo fue:
—Ya está hecho. Aunque sea mi hijo, morirá como hombre.
Después se fueron.
Al día siguiente el subcomisario Graña llevó al joven Carraza al cuartel militar donde fue ejecutado por la tarde. El comandante de la compañía comentó bromeando que el policía tenía peor apariencia que el condenado a muerte.
Una mañana, no mucho tiempo después, el comisario Villacorta por fin apareció de vuelta en la comisaría de San Fermín. Su rostro estaba amoratado después de la golpiza del secuaz de don Carraza. En su aliento persistía el olor a malanoche. Le costaba mover el cuello, por lo que no pudo ver al perro flaco que estaba echado en la esquina de la comisaría hasta que casi se tropezó con él. Graña le había puesto una almohada vieja para que durmiera y dos platos: uno hondo lleno de agua, y otro con sobras de un guiso verde oscuro de la tienda de don Armando. Le tomó al comisario unos segundos reconocer al animal.
—Y este bicho horrible, ¿qué hace acá adentro?
—El subcomisario lo ha adoptado —contestó el auxiliar enano—. Se ha encariñado con él.
Villacorta estaba demasiado adolorido para discutir el asunto. Entró a la carceleta y se tiró encima del viejo catre a echar una siesta. Cuando Graña llegó de hacer sus rondas se sentó a tomar un café con el viejo. Afuera se escuchaban los grillos y el viento de la tarde.
—Una lástima lo del hijito de Carraza.
—Sí —contestó Graña sin ganas de hablar de eso—. ¿Cómo sigue su nuera?
—Mucho mejor. Y el niño, sano.
El comisario Villacorta se quedó mirando a la nada. Cuando se dio cuenta de que Graña lo observaba le mostró una gran sonrisa.
—La vida es un misterio, ¿no es cierto? Mal que bien, existe un orden. Una vida entra y otra sale. Dios es grande.
—Supongo que sí.
Graña se levantó sintiéndose asqueado. Sin saber qué hacer fue adonde el perro, que estaba vuelto un bulto rosco sobre la almohada, y se arrodilló para acariciarlo. La piel del animal era áspera pero cálida; se sentía bien tocarlo ahora que el día enfriaba. El plato de comida ya estaba vacío. Graña pensó: «este bicho estaría mejor muerto. Pero por ahora, ¿qué voy a darle de comer?»