Apoya a Cuentística
A mis amigas
La lagartija reptaba por el muro y se quedaba ahí un rato para asolearse. A veces permanecía tan quieta que parecía de piedra. Otras, se ponía a hacer, valga la redundancia, lagartijas. Yo la miraba, a través del ventanal, sorbiendo mi té. Me daba envidia. Qué vida tan sencilla, pensaba. Después de un rato, la lagartija se iba corriendo hacia algún rincón del patio para esconderse. Yo terminaba mi té y me olvidaba de ella. Pero a la mañana siguiente volvía a encontrármela. Y nuevamente me quedaba viéndola, asombrada de que esa criatura escurridiza y parda no tuviera más obligación que preservar su pequeña vida.
Recuerdo que la última vez que la vi casi estaba terminando el dibujo de un agapanto que compré en el mercado. Yo no sabía cómo se llamaban esas plantas de tallo largo y grueso que tienen forma de un diente de león gigante. Es como si fueran una esfera de flores. No sé cómo describirlas o si me doy a entender, pero podría dibujarlas a la perfección incluso con los ojos cerrados. Muy segura de mis conocimientos sobre botánica, le pregunté a la señora que los vendía: ¿cuánto cuestan las hortensias? Y señalé la planta. Ella me respondió que el agapanto costaba diez pesos. Avergonzada, pagué los diez pesos y hui sin dar las gracias. Cuando llegué a casa, la busqué en internet. Resulta que su nombre viene del griego y significa flor del amor. También se le conoce como lirio africano. En fin, lo que quiero decir es que la última vez que vi a la lagartija en el patio yo estaba terminando de dibujar un lirio africano. Después, mandé a imprimir el dibujo en stickers que luego vendí en la Lagunilla. Desde hace un año vendo stickers, playeras y tote bags con mis diseños. Cada fin de semana, Alaide y yo nos tendemos en el mercado de la Lagunilla a vender nuestro arte. Bueno, Alaide es la que vende su arte y yo las cositas que hago. Algunas veces sí he logrado vender una que otra pintura, pero por lo general la gente solo me compra los stickers y las bolsas.
Una tarde me di a la tarea de regar mis plantas. Saqué al patio una cubeta llena de agua y con una jícara vertí un poco en cada maceta. Entonces sonó el teléfono y fui a contestarlo, pero al escuchar mi nombre pronunciado por aquella voz tan detestablemente familiar, colgué. Eso me irritó demasiado, así que salí a la calle a caminar. Regresé a casa cuando oscureció.
A la mañana siguiente, mientras me preparaba un té, advertí la cubeta en el patio. Al asomarme, la encontré. Lánguida, hinchada, muerta: la lagartija flotaba en el agua, y lo crean o no, algo me pinchó en el pecho cuando la vi. Me sentí culpable. Si no hubiera dejado la cubeta ahí la lagartija no se habría ahogado. Ayudándome con un plato desechable, saqué el cuerpo de la lagartijita. «Discúlpame», susurré. Luego la llevé a mi escritorio y de la gaveta extraje los pinceles y la tinta china, que diluí en un pequeño recipiente de agua. Remojé la punta del pincel, y sobre una hoja de papel de arroz, comencé a dibujar una lagartija muerta.
Desde hace unos meses, me he interesado en la técnica japonesa de sumi e. Antes solía pintar con óleo y pintura acrílica. Me regodeaba con los colores. Pero desde que me rompieron el corazón, la paleta de colores me pareció superflua. En Occidente el color del duelo es el negro. En Oriente es el blanco. Pintar negro sobre blanco era una manera de expresar el duelo que atravesaba, o al menos eso pensé al inicio. Luego me di cuenta de que simplificar la paleta de colores era una ventaja. Ver el mundo con ojos de perro, en blanco y negro, te obliga a volver a lo elemental. Y desde ahí puedes reparar en cosas que antes pasabas por alto. Por ejemplo, es curioso que con la técnica de sumi e muchas veces comienzas pintando la sombra y luego la figura que la provoca. De este modo parece que la sombra antecede a la luz y no al revés. ¿Así también será en la realidad? ¿Los efectos preceden a las causas? Si así fuera, entonces la lagartija ahogada provocó que yo olvidara la cubeta con agua en el patio.
Terminé de pintar la lagartija muerta. Me gustó cómo quedó. Después de regocijarme por mi talento consideré que era una falta de respeto no enterrar a los muertos. Salí al patio y escogí la maceta de un geranio para sepultar a la difunta. Mientras cavaba un hoyito en la tierra pensé que ni siquiera la vida de las lagartijas es fácil. Qué equivocada estaba al considerar lo contrario. Metí a la lagartija en el hoyo y la cubrí. Luego, a manera de ofrenda, coloqué encima de la sepultura los capullos de agapanto que no consiguieron florear. De esa manera representaba que la diminuta vida de la lagartija tampoco logró florecer. En cuclillas y ante la maceta, me obligué a llorar, pero después de un rato comencé a llorar de verdad. No sé si lo hice por la lagartija o por mi corazón roto. O quizá solo lloré porque se me habían entumido las piernas por estar tanto tiempo en cuclillas.
Esa noche desenrollé el empolvado tapete de yoga. Estaba decidida a hacer lagartijas en honor a la difunta. Hacía tiempo que no lo utilizaba; fue un regalo de Alaide cuando tuvo su etapa de yogui. Mis brazos débiles no aguantaron más que diez repeticiones. Rendida, me dejé caer bocabajo con los brazos en cruz. En definitiva no es fácil ser lagartija.
Al día siguiente mandé a imprimir los stickers y las camisetas. Todo quedó listo para ir a vender el domingo. Cuando llegué a la Lagunilla, Alaide ya estaba acomodando sus grabados y lienzos en el tenderete. Esta vez, sin embargo, no colocó en el medio del puesto el retrato de Aarón, su novio, sino que lo puso en una esquina. En un lienzo de ochenta por sesenta centímetros, el cuerpo desnudo de Aarón reposaba en una cama con las sábanas revueltas. El uso de la perspectiva provocaba que la mirada resbalara, inevitablemente, al pene erecto de Aarón. Aquella pintura al óleo llevaba más de tres meses en exhibición. Aunque saltaba a la vista como ninguna otra, nadie la había comprado. Acaso una o dos veces preguntaron tímidamente por su precio (cuatro mil ochocientos pesos) pero ahí terminaba todo.
Cuando le mostré la pintura de la lagartija, Alaide se entusiasmó. Me dijo que cada vez mejoraba en la técnica. Le respondí que en realidad yo pintaba sin mucha técnica. Ni siquiera uso tinta japonesa, que es una barra de hollín mezclado con pegamento de origen animal. Para obtener la tinta hay que mojar con un poco de agua una piedra lisa y frotar la barra contra ella de forma circular. Yo no llego a eso. Le compro la tinta líquida a unos chinos que tienen su local en la calle de Mesones. Además, si un artista japonés me viera pintar seguro que se escandalizaría. Por ejemplo, si hay un sobrante de tinta en el papel, dejo que se escurra a los costados; de esa manera se abre un caminito negro que no lleva ninguna parte. O quizá sí; quizá lleva a un más allá que no está en la pintura sino fuera de ella y los observadores tienen que preguntarse por qué esta artista deja esos caminitos negros, los cuales podrían considerarse error de principiante pero que claramente no lo son porque se ven intencionales, y si es algo intencional habría que investigar a dónde lleva, seguir las huellas, encogerse hasta tener el tamaño de una hormiga para recorrer ese oscuro camino demencial. Eso le conté a Alaide y ella pareció entenderme. Sacó de su bolsa una cajetilla y encendió un cigarro.
―Cuando estuve en Seúl quise tomar clases para aprender la técnica coreana de pintura con tinta. Sumukhua, se llama, no sé si la conoces. Pero esos cursos no están abiertos a los estudiantes extranjeros. Entonces allá no pude aprender nada de eso.
Alaide se llevó el cigarro a la boca e inhaló. Luego, mientras expulsaba el humo, sentenció: «ni pedo».
En la universidad, Alaide se fue de intercambio académico a la Universidad de Seúl. Ella fue de las mejores estudiantes de nuestra generación, siempre brillante y talentosa. Poco después de graduarse con mención honorífica participó en La Zurda, un tianguis de gráfica independiente donde los artistas venden sus obras. Ahí conoció a Aarón, porque sus stands estaban uno al lado del otro. Ella se enamoró perdidamente de los grabados de Aarón y también de su aura de artista más o menos afamado.
Un hombre con la nariz roja y venosa se acercó a nuestro puesto. Vestía de traje a pesar de ser domingo y de que el sol nos asaba cruelmente. Examinó todo con interés y reparó, como era de esperarse, en el retrato de Aarón. Luego fingió desinterés y preguntó cuánto costaba la pintura de la lagartija. Yo iba a decirle que mil pesos pero Alaide se me adelantó. Mil quinientos, le dijo. El hombre asintió en silencio. Luego preguntó por el precio del retrato de Aarón. Cuando Alaide le dijo el precio, el hombre le dijo: «Voy al cajero y regreso». Nosotras no le prestamos mucha atención. Estamos acostumbradas a que la gente pregunte por las pinturas y nunca compre nada.
Alaide terminó de fumar. Tiró la colilla al piso y la aplastó con la bota. La noté rara: ensimismada y sin mucha energía. No quise preguntarle nada porque siempre espero a que ella me cuente cómo van las cosas. Nunca la interrogo. Si lo hiciera, ella se escondería igual que una anémona se contrae ante el mínimo roce. Quise animarla. No me gustaba verla así, tan sombría. Así que le conté que una vez vi un video en youtube que se llamaba «por qué los pinceles marta Kolinsky son tan caros». Yo pensé que Marta Kolinsky era una señora que diseñaba pinceles, pero al ver el video me enteré de que la marta Kolinsky es una comadreja que habita en China y en la parte oriental de Rusia. El pelo de la marta es muy preciado por su calidad, y por eso mismo es carísimo. Llega a costar tres veces el precio del oro por peso. Los pinceles con cerda de marta, además de caros, son más resistentes que los elaborados con pelo de otros animales.
―¿Así que quieres un pincel de pelo de comadreja? ―me preguntó sin mirarme, con la vista puesta al frente, hacia el vacío. La mirada perdida de quien sufre en silencio.
Le dije que no, que yo no puedo aspirar a tales lujos ni elegancias. El pincel de pelo de marta fue creado ex profeso para la reina Victoria, para que la monarca pudiera distraerse de la política pintando con acuarelas. Como niña que al terminar los deberes obtiene el permiso paterno para irse a dibujar con crayolas.
―A dibujar, por ejemplo, la muerte del padre.
Dije esto último para provocar a Alaide, para que me prestara atención y saliera de su ensimismamiento, pero no funcionó. Y ahí terminó la charla sobre la lejana marta Kolinsky.
Los rayos del sol se filtraban por la lona que cubría nuestro puesto. Me sentía agobiada, insolada. El día estaba flojo y la mayoría de la gente que se acercaba al puesto venía solo a mirar. Yo solo vendí algunos stickers. Alaide no parecía preocupada por no vender nada.
Me levanté del banco para estirarme. Alcé los brazos por encima de la cabeza y me crujieron las vértebras. A lo lejos divisé al hombre del traje y la nariz roja, que caminaba decidido hacia nosotras. Cuando llegó al puesto, sacó un pañuelo de su bolsillo para secarse las perlas de sudor de la frente. «Regresé», dijo como si fuera un viajero que retorna, después de muchos años y muchas aventuras de por medio, a su tierra natal. Alaide lo miró sin entenderle. «Vengo por el cuadro», y señaló al Aarón desnudo. «Perfecto, deje se lo envuelvo», le dije, y comencé a buscar el papel craft que utilizamos para envolver los lienzos.
Al pasar cerca de Alaide la piqué en las costillas porque estaba emocionada y porque quería que ella despertara de su embotamiento. Alaide por fin reaccionó y me ayudó a envolver el lienzo. Mientras esperaba a que termináramos, el hombre se puso a observar nuevamente la pintura de la lagartija. «Anímese», le dije, «se la dejo en mil trescientos». El hombre seguía dudando. Para alentarlo le conté la historia de la lagartija, de cómo visitaba mi patio, cómo murió y cómo fue sepultada con los mayores honores que puede recibir una lagartija en esta ciudad indiferente a los seres diminutos. El hombre pareció conmovido.
―Antes ―dijo―, las lagartijas eran apreciadas por los antiguos cristianos. Por su capacidad regenerativa les atribuyeron un significado de renacimiento. Además, como es un animalito que busca el sol, los cristianos creyeron que ese anhelo de luz solar simbolizaba el anhelo de luz espiritual. Por eso muchas linternas e incensarios antiguos fueron decorados con figuras de lagartijas.
―Nunca creí que hubiera tanto simbolismo alrededor de una lagartijita.
―Casi todo en este mundo es simbólico. Mira, no tengo los mil trescientos pero te pago mil ahora y en la semana te deposito lo demás.
Miré a Alaide buscando su aprobación. Ella asintió con la cabeza. Le di mi número de cuenta al hombre y cerramos el trato.
Vimos al hombre alejarse con el lienzo envuelto debajo del brazo. Nunca imaginé que el Aarón desnudo terminaría en casa de un hombre narigón y adepto al simbolismo. Tampoco consideré que la muerte de una lagartija me dejaría mil pesos en el bolsillo. Pero la vida siempre termina por sorprendernos. Alaide, que hace unos momentos se derretía de tristeza, pareció animarse.
―Ya son las tres ―dijo―, va siendo hora de comer. ¿Qué te parece si terminamos por hoy y nos vamos por unas cervezas? Yo invito.
Recogimos las pinturas y las guardamos en el coche de Alaide. Luego, buscamos un lugarcito para comer. Encontramos un puesto de ramyeon atendido por mexicanos y coreanos. Se veía bien. Nos instalamos en una mesa diminuta, sentadas una frente a la otra. Mientras esperábamos nuestro ramyeon, Alaide por fin se decidió a hablar.
―Ayer por la noche, mientras Aarón se bañaba, le llegaron muchos mensajes al celular. Algo me dio mala espina, no sé… Desbloqueé su celular, porque su contraseña es un chiste, y leí los mensajes.
Las lágrimas se le escaparon de los ojos pero se las limpió rápidamente para no llamar la atención de nadie.
―Resulta que el cabrón ha estado saliendo con una de sus alumnas de preparatoria. ¿Te imaginas a un tipo de treinta y cinco años con una morra de diecisiete? Ni siquiera es legal.
Alaide guardó silencio porque un coreano interpuso dos boles de ramyeon entre ella y yo. La tristeza parecía haberse esfumado de su rostro, ahora se veía enojada.
―Los mensajes eran muy explícitos. Incluso había fotos de los dos. Pero, ¿sabes lo que más me encabrona? Que el güey le dice las mismas palabras de cariño que a mí. ¡Las mismas, amiga! Literalmente copiadas.
Alaide rompió el envoltorio de los palillos desechables, los separó y comenzó a revolver enérgicamente los fideos para que se enfriaran.
―Cuatro años juntos, amiga. ¡Cuatro pinches años con ese…!
Pero la voz se le quebró y ya no se opuso al fluir de sus lágrimas. Yo me levanté de mi asiento para abrazarla. Noté que los meseros nos miraron con curiosidad. Mientras abrazaba a mi amiga, le dije:
―Aarón es el más bruto entre los brutos por no valorar a la artista de fama interlagunillesca, la gran Alaide Kolinsky. Aarón, que sirve más de modelo que de pintor; Aarón, cuyo cerebro fue afectado por los vapores del aguarrás. Aarón, el pendejo de Aarón, no merece ni una sola de tus lágrimas.
―¿Ahora soy Alaide Kolinsky?
―Vales tres veces tu peso en oro. Y eres mi corazón, así que no voy a dejar que nadie te lastime.
Alaide me abrazó aún más fuerte. Después de unos minutos, se separó de mí:
―¿Por qué engañan, amiga? ¿A poco creen que en verdad somos pendejas?
―Yo también me lo he preguntado. Antes pensaba que engañaban por miedo. Miedo a ser abandonados, o a no poder cumplir las promesas que hicieron. Pero ahora creo que engañan para tener el poder.
―¿A qué te refieres?
―A que mantener un secreto y omitir información es a menudo una cuestión de poder. Y Jung decía, creo que sí fue Jung, que donde hay verdadero amor no existe la voluntad de poder.
Miré los boles de ramyeon, que ya parecían haberse enfriado. Los rizados fideos relucían por el aceite. Tenía hambre pero no quería que Alaide lo notara.
―Ve el lado positivo de todo esto. Al menos el encueramiento de Aarón nos está pagando la comida. Y no podemos desperdiciarla.
Alaide se rio por primera vez en el día. Separé los palillos y comencé a comer.
Recuerdo que fue Alaide quien me enseñó a usar los palillos. La primera vez que me vio usarlos se rio de mí. Luego me mostró cómo apoyar el palillo en el dedo anular. «Ese no se mueve», dijo. Y luego me enseñó a que el dedo pulgar, el índice y corazón mueven el otro. También me instruyó sobre las normas de etiqueta que aprendió en Corea: no clavarlos en la comida, no señalar a las personas con ellos, no chuparlos, etcétera. Yo siempre aprendía algo de Alaide. Desde que la conocí el primer día de clases en la carrera quedé maravillada con esa chica tan entusiasta y decidida. Ahora, esa chica estaba frente de mí, y aunque se veía triste, no había perdido el encanto que la caracterizaba.
―No piensas volver con él, ¿verdad?
―Por supuesto que no. De pendeja solo tengo la cara.
Terminamos de comer y Alaide pidió dos cervezas. Después del primer sorbo, me preguntó con cautela y como quien sabe que palpa heridas recién cicatrizadas:
―¿Y tú, cómo le hiciste para superarlo?
Me encogí de hombros. Busqué en mi memoria algún truco o secreto, algún hack inaudito, pero no encontré nada.
―Supongo que simplemente me dejé vivir. Además, tuve una Alaide que me apapachó todo el tiempo. Soy una suertuda.
De mi bolsa extraje el sticker de lagartija que había reservado para mí. Le pedí a Alaide su celular. Ella me lo dio. Le pegué el sticker en la parte posterior de su teléfono.
―Mira, este día nos ha regalado dos certezas. La primera es que un señor se va a hacer una chaqueta mirando el retrato de tu exnovio. La segunda: que debemos aprender de la capacidad de regeneración de las lagartijas. Si pierden la colita, pum, les crece otra de nuevo. Así que si te rompen el corazón, ¿qué haces, Alaide Kolinsky? Te inventas un nuevo corazón, uno más resistente. Uno a prueba de balas.
Alaide sonrió y me miró con sus grandes ojos:
―Tú siempre tienes las palabras precisas. Creo que debiste ser terapeuta, amiga. Así ganarías mil pesos la hora y no a la semana ―bromeó.
―No estoy acostumbrada a la opulencia.
―Pero tendrías pinceles de marta.
―Eso sí.
Nos reímos y terminamos nuestras cervezas. La cálida tarde invitaba a los transeúntes a pasear por la calle con despreocupación dominguera.
―¿Qué vas a hacer ahora?
―Mudarme lo más pronto posible. Ayer pasé una noche horrible en el sillón. No soporto verlo. ¿Puedo dormir hoy en tu casa?
―Sabes que sí. ¿De cuándo acá me pides permiso?
Pagamos nuestra cuenta y nos encaminamos al coche de Alaide.
―Cuando lleguemos te voy a enseñar el geranio donde enterré a la lagartija.
―¿Es el que te regalé hace como dos años?
―El mismo. Se llama don Martín, como mi abuelo. ¿No te había dicho?
Antes de abrir la puerta del coche, Alaide se quedó pensativa por unos segundos. Finalmente dijo:
―Quizá esta haya sido la mejor venganza: haber vendido el Aarón desnudo a un señor chaquetón, y con ese dinero invitarle un ramyeon a mi mejor amiga.
Subimos al coche; yo miré por la ventana. El cielo estaba surcado de nubes enrojecidas. Y por primera vez en muchos meses no me sentí desdichada.
Más cuentos de Nitz Lerasmo
Plaquette de la autora