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Creo que la vida de todos en este edificio se puede conocer a través de los sonidos de sus apartamentos. A lo lejos, una licuadora; más allá, una lavadora. Alguien ríe. Un hombre estornuda. Todos con una existencia tan suya, tan secreta, y a la vez tan expuesta por las paredes que la contienen.
Anoche, por ejemplo, supe que la muchacha de arriba, la del 508, llegó a eso de las dos de la mañana. Me despertó su andar nervioso. Nunca he visto a mi vecina y no puedo asegurar que sea una mujer, pero sus pasos ligeros y su taconeo me hacen pensar en una criatura diminuta, incluso frágil, que se trepa en un par de agujas para ganar un poco de altura. Cuando el silencio de mi apartamento se vuelve aplastante y quedo a merced de mis pensamientos, me pregunto qué tipo de trabajo la obliga a ver el mundo desde una altura mayor a la que tiene. ¿Trabajará en un banco? ¿Será profesora? No, si lo fuera, no podría resistir un día entero encima de unos tacones. A lo mejor llega tarde porque, como otras mujeres de su edad, decidió que volverse escort es una mejor salida laboral que mendigar por un mínimo.
Esta idea se me enredó en la cabeza un par de días y me hizo recordar a una compañera que tuve en la universidad. De un día para otro decidió dejar la carrera para acompañar a un señor mucho mayor que ella –¡mucho!– a sus reuniones sociales, a sus citas médicas, al brunch en el club. Se convirtió en la querida del hombre y pasó, casi en un parpadeo, de debatirse entre sacar fotocopias o almorzar a llegar en un Audi a la universidad. Después de un rato desapareció. No, no desapareció. La seguí por meses en sus redes sociales para darme cuenta de que pudo darse esa vida con su papirriqui hasta que la esposa del susodicho la pilló, y como bien hacemos en esta sociedad, le cayó con todo el peso de su misoginia. Días después, la oficial volvió con su marido tras un viaje de reconciliación a las Bahamas. O eso fue lo que terminé por enterarme por boca de una amiga de mi amiga.
Me despierta un estruendo en el techo. Otra vez la muchacha de arriba está lavando ropa a las cuatro de la mañana. No sé si cree que no me doy cuenta o es que tal vez así le llega el recibo más barato. El día se le ha de ocupar tanto que solo tiene tiempo a esta hora. La entiendo. Me pasa. Me doy vuelta y me quedo mirando el rostro dormido de Federico. Le doy un golpecito en la frente para que deje de roncar y me deje dormir otro poco antes de que suene la alarma, pero ya se me fue el sueño.
Sigo pensando en ella. A veces me da la ventolera y me dan ganas de timbrarle para presentarme: hola, soy Margarita, la del 408. Pero es imposible. Soy un animal diurno y no puedo mantener el ojo abierto después de las diez porque, para esa hora, ya he acumulado más de quince entre reuniones de trabajo, entregas, regaños y devoluciones. Lo siento, vecina, te conoceré otro día.
—¿Qué haces? —me pregunta Federico al verme pegar la oreja a la pared.
—¿Tú has visto a la muchacha del 508?
—No.
—Yo tampoco.
Pienso en que es un fantasma, uno de esos que solo se manifiestan de forma discreta a medianoche hasta que alguien se atreve a retarlos y ahí se transforman en un demonio incontenible.
—Yo también la escucho a veces —me dice Federico—. Pero me parece que viaja mucho y por eso casi nadie la ha visto. Ni siquiera los vigilantes.
Me quedo con las palabras «parece que viaja mucho» y mis ansias de saber más de ella se calman un poco, como si le hubiera lanzado un pedazo de carne a un león o a un tigre, no sé, a un animal carnívoro. Contemplo la posibilidad de que sea azafata: el taconeo, la lavada de ropa a deshoras… Más tranquila, me entrego al sueño hasta que, nuevamente, un golpeteo proveniente de arriba irrumpe abruptamente mi sueño. Abro los ojos con rabia y me quedo mirando a Federico, indignada. Que tenga el sueño tan pesado me molesta aún más porque siento que él y la vecina se confabulan para no dejarme dormir. Me levanto y voy a la cocina. Me sirvo un vaso de agua. Me quedo mirando al techo en busca de respuestas, anhelándolas, hasta que vuelve el golpeteo. Es rítmico. En lugar de obtener respuestas, me quedo con más dudas. Alzo el citófono y le marco a don Rodrigo, el vigilante.
—Don Rodrigo, hágame un favor. ¿Sumercé sabe quién vive en el 508?
—Sí, señora. Es una muchacha como de su edad, bonitica ella.
Sonrío al escuchar que a don Rodrigo aún le parezco una muchacha.
—¿Y está ahorita?
—Sí, señora. Me pareció verla entrar en un carro que no le había visto antes.
¡Ah, los vigilantes! Siempre dispuestos a ofrecer más información de la que uno necesita. De la conversación con don Rodrigo me quedaron claras dos cosas: la primera es que, efectivamente, arriba vive una mujer, y la segunda, que anda en un carro diferente al que tenía antes.
—¿Y eso qué? —me pregunta Federico en el desayuno.
—Pues, que hace algo que le permite cambiar de carro.
—¿Y eso a ti qué te importa?
No me importa, claro, pero necesito saberlo. Necesito aclarar los ruidos que vienen de su apartamento. Necesito construir una historia, un relato, un chisme que le pueda contar a alguien que no le interesa.
—Tímbrale y sales de dudas —resuelve Federico.
¡Ja! Como si fuera tan fácil timbrar así nomás. Timbrar y exponerme con un falso interés y una falsa empatía. ¿Y qué le digo? ¿Que me molesta que haga ruido en la noche? Pero, sobre todo: ¿que me molesta no saber de qué son esos ruidos?
La mente se me va con el deseo de descubrir qué hace la mujer del 508, y también con la posibilidad de saber si ella tiene algún interés en lo que ocurre en mi apartamento. Pienso que, contrario a mí, a mi vecina le tiene sin cuidado lo que pueda pasar aquí. Pero no. Ella tiene sus propios problemas, sus propios andares, sus propios ruidos.
De repente, una vocecilla aguda se mete en mi videoconferencia. Son los inconvenientes del trabajo híbrido: compartir sonidos con el vecino. Me excuso con los presentes porque la vocecilla va agarrando potencia; es un símbolo de felicidad, de libertad. Al descubrirse sin compañía, la vocecilla se extiende plácida por el 508: es mi vecina cantando a todo pulmón.
—Qué pena. Le dio por cantar a la vecina de arriba.
Todos en mi videoconferencia etiquetan con cierta naturalidad las expresiones humanas de los que cohabitan con uno. Claudia, mi compañera, está hablando, pero yo me quedo pendiente de la voz de mi vecina. Es una salsa lo que canta. Una salsa de Rubén Blades, creo. Me parece que es Pedro Navaja. Es de día y canta salsa. Está de descanso. Claudia termina de hablar y al resto le parece gracioso lo que acaba de decir; yo me río para no desentonar ni demostrar que ando en otra cosa, que mi mente se escapó hace rato de esa reunión y se quedó con mi vecina y su Pedro Navaja y el pedazo que dice: «Yo que pensaba: hoy no es mi día, estoy salá».
Federico llega con comida china. Pongo la mesa con la oreja alzada como un sabueso. Federico menea la cabeza con un gesto de «Dios mío». Debería tenerme consideración. Lo que me pasa es casi una enfermedad y a los enfermos no se les juzga por ser como son.
—Claro que sí. Si se trata de una enfermedad que tú te causaste; obvio que te van a juzgar —argumenta Federico.
No le digo nada. Hago un gesto con la mano para que se calle y sirvo el arroz. Él vuelve a menear la cabeza. Le sonrío y finjo interés en lo que me cuenta. Su voz se pierde entre los murmullos que vienen de arriba; mi mente se embarca en ellos y recorre todos los rincones de su apartamento: las ollas con las que cocina, el champú con el que se lava el pelo, las sábanas que la cubren al dormir. Federico levanta la loza y le sonrío autómata disimulando mi interés sobrehumano por una extraña.
Federico me lo reclama con un puchero porque últimamente ando más pendiente de la vecina que de él. Yo lo abrazo y le doy un besito en la boca para tranquilizarlo mientras mis ojos vuelven al techo que nos divide a la del 508 y a mí. Federico lo nota y hace una minirrabieta.
—¿Te gusta o qué? —pregunta celoso.
No sé cómo explicarle que lo que me pasa va más allá del gusto. Más bien tiene que ver con ese vicio que heredé de las clases de periodismo, de estar detrás de la chiva, y que después se convirtió en una habilidad para hacer relaciones públicas. Le doy otro pico que voy transformando, poco a poco, en un rapidito que deja a Federico tranquilo y seguro. Antes de casarme, mi mamá me dijo que a los hombres había que tenerlos contentos para que no fueran a buscar cosas fuera de la casa. Federico queda tranquilo y seguro, y yo me pongo a mirar de nuevo el techo mientras estamos abrazados y a medio vestir en el sofá de la sala.
La muchacha del 508 es ágil al andar, al llegar a su casa y al irse de ella. No logro identificar si vive con alguien, o si alguien la visita. De vez en cuando el barullo de sus conversaciones telefónicas se cuela por los ductos de ventilación. La escucho reclamarle a un tal Carlos o Marcos, y en algunos momentos le pide que se calme y la deje hablar. Casi siempre se llaman por las noches. No debe vivir acompañada porque, de lo contrario, no tendría la libertad para gritar a los cuatro vientos el nombre del tal Carlos o de Marcos. Bueno, ahora que lo pienso, no es que lo grite a los cuatro vientos. Si así fuera, no tendría que hablar en el baño.
Me siento más suspicaz que de costumbre. Un taconeo sutil. Llegó. Me ubico en el baño y aguzo el oído en busca de respuestas. Me quedo sentada un rato en el inodoro pero no escucho nada. Salgo del baño y me sorprendo al descubrir unos pasos pesados que se desplazan por mi techo. Tuc, tuc, tuc a un lado; tuc, tuc, tuc al otro. Se detienen. Suena una risa femenina. Es ella. Luego, una masculina. Tiene compañía. ¿Quién será: Carlos o Marcos? ¿O ninguno de los dos?
Recorro mi sala en busca de alguna superficie que me ayude a alcanzar el techo y veo la mesa del comedor. No, es de vidrio; no creo que soporte mi peso. Elijo el sofá. Me encaramo e inclino la cabeza para facilitarle a mi oído izquierdo captar cuanta palabra, paso o suspiro habite el apartamento de arriba. Federico me reprende y me pide que me baje del sofá, pero yo trato de ahuyentarlo con la mano. Escucho de nuevo la risa femenina, pero otra risa se mete en la conversación; es distinta. Las risas se mezclan, se entrelazan, suben de volumen, y de repente se convierten en pequeños gemidos. Federico suelta una risa infantil.
—Es de ambiente la vecina —ríe pícaro—. ¡Una vampiresa!
Una vampiresa, repito. Extraño calificativo, pero acertado, supongo. Él, luego de mucho resistirse, por fin se suma a mi obsesión, y ambos nos refugiamos en nuestra habitación con la cara sembrada en el techo. Nos reímos mientras la vecina juguetea con su acompañante, o sus. De pronto, escuchamos un golpe macizo contra su piso.
—¿Y eso qué fue?
—Alguien que no aguantó el voltaje se le desmayó en plena rumba —supone Federico.
—¿Será?
Él se encoge de hombros. Poco después unos pasos rápidos se desplazan de un lado al otro en el apartamento de arriba. Nos vemos obligados a seguir su recorrido hasta que se detienen en el baño. Alguien lanza un grito agudo. Nos miramos sorprendidos.
—Parecen más creativos que nosotros en la cama —se atreve a proponer Federico.
Le hago un gesto y nos quedamos callados una media hora, o tal vez la hora completa, esperando escuchar algún ruido que nos indique lo que ocurre arriba. El silencio se vuelve más perturbador. Lo único que escucho es la respiración de Federico. Me detengo a observar el compás de su pecho, que se hincha y se contrae. Yo ni me doy cuenta de que estoy agitada y nerviosa. Él, no tanto. Me subo al inodoro y me pongo lo más cerca que puedo del ducto de aire. Cierro los ojos y entro en un trance auditivo. Me concentro para tratar de escuchar lo que ocurre arriba.
—¿Oyes algo? —me pregunta.
Le hago otro gesto. Siento que mi cuerpo atraviesa el ducto y se interna en el apartamento de la muchacha del 508, pero hay una barrera que no me deja pasar más allá de la puerta. Oímos otro gemido que se apaga rápidamente.
—¿Y si llamo al vigilante? —digo.
Ahora es Federico quien me manda a callar. Una carcajada se mezcla con un quejido. Nos miramos intrigados. Los sonidos del 508 se vuelven ininteligibles.
El agua de la llave suena copiosa, exuberante. Trato de calmar mi mente con una idea: la vecina debe tener una tina, a la que se va a meter con sus acompañantes. Sí, eso debe ser. Es una mujer de gustos excéntricos y que está en toda la libertad de gastar la cantidad de agua que le plazca para alimentar sus propios placeres. Por el ducto de la ventilación se vuelve a filtrar otro quejido.
—Eso es de dolor —aseguro sin estar del todo convencida.
—¿Y por qué será?
—No sé.
Nos comenzamos a preguntar por la suerte de la vecina. ¿Y si metió a gente peligrosa que le está haciendo algo y nosotros, que podemos ayudarla, no hacemos nada?
—¿Será que le tocamos de una vez, a ver si está bien? —propongo.
—No. ¿Qué tal que son ladrones y nosotros tocamos? Les vamos a dar tiempo para que se vuelen.
Quedo momentáneamente convencida con su respuesta. Acordamos subir con doña Gloria, la vecina del 507, para que nos deje ver lo que pasa en el 508 desde su ventana. Son las ocho de la noche: una hora decente para timbrarle sin dejarla pegada del techo. Nos ponemos una bata, los tenis, y subimos. Le timbramos un par de veces hasta que abre la puerta con su Pomerania en brazos.
—Margarita, hola. ¿Y ese milagro? —dice.
Tengo el impulso de preguntarle si ha escuchado algo en el apartamento contiguo, pero el ruido de un televisor a todo volumen proveniente de su habitación me responde. El pomerania ladra.
—Doña Gloria, ¿usted nos puede dejar ver si está la vecina del 508?
—¿Quién, Elizabeth?
Nos miramos: por fin sabemos su nombre.
—Sí, ella.
—¿Y por qué no le timbran?
Nos miramos de nuevo esperando a ver quién se atreve a responderle.
—Nos pareció que puede haber un ladrón en su casa —dice Federico.
Yo espero la reacción de doña Gloria.
—¿En serio? No, no, entonces hay que llamar a la policía.
Doña Gloria se palpa los bolsillos de la sudadera como para buscar su celular. Federico le detiene la mano.
—¿Y qué tal que nos hacen algo por llamarlos? A veces son los mismos tombos los que les avisan a los ladrones, ¿no ha visto? —explica.
Doña Gloria se queda un rato sopesando las palabras de Federico antes de darle la razón.
Miro hacia abajo. Son cinco pisos, y si me caigo es probable que me quede con los sesos desparramados. La distancia entre los dos balcones es de un metro, tal vez menos. El vacío me llama y vuelve a mí el recuerdo de mis épocas de adolescente cuando contemplé la idea de tirarme por la ventana de la casa de mis abuelos a causa de un desamor. Ahora no tengo deseos de caer, y menos estando tan cerca de Elizabeth. Doña Gloria me hace una seña. Me sostengo de la baranda, cierro los ojos y suspiro. Oigo el ruido de los carros en la avenida y el silencio proveniente del apartamento 508. Me agarro lo mejor que puedo. Luego, me estiro.
Hasta ahora caigo en la cuenta de que doña Gloria es la única que ha tratado a Elizabeth y que pude haberle preguntado algo más, pero, bueno, heme aquí atravesando por las barandas al balcón vecino. Apoyo primero una pierna, luego la otra, y después me pongo a salvo. La puerta del balcón de está abierta. Echo un vistazo al interior pero el apartamento está en penumbra. Oigo el timbre. Me escondo detrás de la maceta de una albahaca muy bien cuidada que Elizabeth tiene en su balcón. Ella cruza la sala y es justo como la imaginé: diminuta, frágil, con un cabello largo que le llega a la cintura y la piel más blanca que he visto en mi vida. Lleva puesta una pijamita minúscula. ¡No hay ladrones! ¿Entonces?
Elizabeth abre la puerta y se encuentra con la sonrisa forzada de Federico. Aprovecho la distracción para entrar al apartamento y moverme por las sombras. Siento el corazón en la garganta. Camino con sigilo hasta las habitaciones. En la primera tiene una modesta oficina con un computador y una biblioteca desplumada. En la habitación principal hay una cama grande con las sábanas destendidas, botellas de vino en el piso, tres copas, dos blusas, un pantalón…, no, dos pantalones. A lo lejos oigo su risa. ¡Qué bueno es Federico entreteniendo vecinas! Algo me dice que mire en el baño. No, algo no: es el deseo de saber.
Me quedo paralizada en el umbral de la puerta al ver la tina repleta de sangre, y los cuerpos límpidos de un hombre y una mujer tendidos en el piso con sendos tajos en las muñecas. Horrorizada, me llevo la mano a la boca para ahogar un grito. Alguien me toca el hombro. Volteo. Es Elizabeth, que me mira y sonríe de forma siniestra. Federico está junto a ella.
—¡Fede, vámonos!
Lo jalo del brazo pero Federico no responde; tiene la mirada perdida. Elizabeth se me acerca y me hace retroceder hasta el baño. Quiero salir corriendo, pero no puedo. Algo me lo impide. Elizabeth se ufana con su poder. Se acerca a la tina y mete un pie; después el otro. Llama con la mano a Federico, que la imita. Oigo que alguien tose en otro apartamento, y a doña Gloria que se ríe a carcajadas. El pomerania ladra. Una sirena en la avenida principal se aleja; yo deseo que se acerque. Elizabeth le pinta unos bigotes bermellones a Federico, que sigue sin reaccionar. Toma otro poco de sangre, la bebe y me sonríe mostrándome unos larguísimos colmillos. Luego me tiende la mano para invitarme a unirme a ella.