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ABRIL ALCARAZ
Yo crecí en una casa, como mucha gente. Antes. Cuando era lo normal.
Cuando los nómadas empezaron a llegar a nuestras tierras pocos los notaron. No fueron los primeros. Se perdían entre oleadas sucesivas de extranjeros ansiosos de una autenticidad monótona, predecible, de caricatura, bilingüe y fácil con la cual recuperar la ilusión de que sus existencias desposeídas podían ser rellenadas de sentido; de jubilados que ocultaban detrás de su arrogancia un ansia desesperada de ganarle un poco de dignidad al tipo de cambio, una angustia de estirar pensiones raquíticas para los pocos o muchos (dios no quiera, que quién sabe si proveerá) años de vida que les quedan; de inmigrantes con el color de piel adecuado para ser bienvenidos, «mi casa es tu casa». Alienígenas que iban y venían atraídos por encantos imaginarios como si esta de verdad fuera otra galaxia, sorprendidos de encontrar vida inteligente para luego irse con un puñado de ilusiones rotas al primer golpe de realidad, porque la realidad se empeña en ser lo que es y no lo que quisiéramos que fuera.
Cuando crecí abandoné la casa en la que nací, como hacían tantos. Así era en esos días. Tuve un trabajo. Me fui a alquilar un cuarto allá en la colonia Tránsito. Conocí a alguien; hicimos de ese cuarto nuestro hogar hasta que nos quedó chiquito. Aprendimos a hacer malabares con nuestros salarios, a meter tijera a nuestros sueños, a comprar siempre más barato, hasta que logramos dar el enganche de una casa (modesta, humilde), un poquito más lejos, pero nuestra. Pasábamos más tiempo en el transporte, sí, pero regresar a casa era como entrar triunfantes en nuestro pequeño reino, donde éramos los señores, los soberanos; no los vasallos, los pisoteados, los jodidos.
Fue durante la gran peste que los nómadas llegaron. Los trajo una urgencia desesperada, un terror primigenio, una claustrofobia existencial, aunque ni ellos mismos sabían cómo concebir lo que les estaba pasando. Creían hacer leña del árbol caído, sacar lo mejor del peor de los momentos: mentalidad de tiburón, decretar los dones del universo. Nada de eso. Iban de aquí para allá como moscas desorientadas, adonde la nómina los guiara. Cazadores de descuentos, coleccionistas de cupones, pepenadores de oportunidades, se abalanzaban sobre la primera ganga para volar siempre más lejos, más barato. ¿A dónde?, daba igual. «¡Pague ahora y vuele dentro de un año al fin del mundo! (Si sale vivo)».
Encontraban esperanza donde otros desesperaban; creían haber hallado la llave del paraíso que se le había caído a San Pedro en un descuido. Huían de la tristeza y el frío, del desasosiego del encierro, de la pobreza en casa, de las colas del hambre, de la soledad insaciable. Pero no lo sabían. Se asombraban de lo que su raído dinero podía proporcionarles allá donde la vida valía menos, cada vez menos, ya casi nada. ¿Y qué más daba? A los que se quedaban en casa se les desmoronaba el salario entre las manos como hojas secas en un otoño que parecía no acabarse nunca. Era el fight or flight que las aerolíneas disfrazaron de ofertas en ventanas emergentes con promesas de playas vírgenes y pueblecitos pintorescos. La necesidad pintada de oportunidad para la supervivencia de los depredadores del mercado. Cuando llegaban a ese destino menos colorido que en las imágenes hipersaturadas de las pantallas, se unían en tribus fugaces para crear identidades pasajeras. Se reunían con otros a los que por unas semanas sentía como los suyos; volvían a casa para navidades.
Pero entraron las inmobiliarias y tuvimos que irnos. Primero construyeron un edificio atrás de nuestra casa. Luego otro a dos cuadras, luego otro al lado. El agua, que de por sí escaseaba, llegaba cada vez menos. El transporte no se daba abasto. No importó; ahí aguantamos nosotros. Después del tercer edificio vino el cuarto; a nuestra casita ya no le daba más que el sol del mediodía, ese sol que quema pero no calienta. Se nos colaba la humedad en los huesos, nos enfriaba el corazón. Abrieron supermercados donde no nos alcanzaba para comprar y restaurantes con paredes de cristal en los que veíamos comer a nuestros nuevos vecinos desde el otro lado. Cada vez reconocíamos menos caras, conocíamos menos nombres, menos historias. Al principio tratamos de darle una identidad a cada cara nueva que llegaba; se hizo inútil con el tiempo: las sombras que veíamos pasar frente a nuestra ventana, al poco ya tampoco eran las mismas sombras. Primero transcurrían meses, luego semanas: la gente que había llegado apenas asomaba la cara a la calle cuando ya se estaba yendo. De un día para otro subían los alquileres; las mudanzas de los que entraban se confundían con las mudanzas de los que se iban.
Luego llegaron los migrantes. Y los migrantes cojeaban de un prefijo: eran indeseables, inmorales, inmundos; pero no inmigrantes. Solo migrantes, así, porque no les alcanzaba para el sellito en el pasaporte que les permitiera estar in. Venían de paso, pero se quedaban; dejaban aquí su dinero, pero arruinaban la economía; eran sucios, pero les negaban las condiciones mínimas de higiene, e ingratos por no comerse el pan que se les tiraba al piso; afeaban las calles con sus rostros moldeados por la angustia; eran buenos para mojar la sábana a cambio de unos pesos, pero nunca para mejorar la raza.
Y eran, además, unos aprovechados, los muy taimados: obligados a quedarse durante periodos cada vez más largos, comenzaron a alquilar las propiedades en grupos apenas por encima del límite permitido porque, a fin de cuentas, quién distingue a un negro de otro negro, a un pobre de otro pobre. No faltó entonces —y con mucha justicia— quienes los acusaron de ser los culpables de la pérdida de identidad de los barrios donde, en los cafés, cada vez se solicitaban más meseros que speak english.
Al principio no notamos nada: sí vimos que había cada vez más gente que se parecía cada vez menos a nosotros y cada vez más entre ellos mismos. Pero ese no era un problema. ¿Cómo iba a ser un problema que hubiera gente diferente? ¡Y las cosas tan lindas que vendían en sus tiendas! El problema eran los edificios que de un día para el otro se alzaban donde antes estaban las casas de nuestros vecinos. Se levantaban frente a nosotros como gigantes que pisotean enanos. Luego llegaron las amenazas disfrazadas de promesas, y al final vendimos, pero no porque quisiéramos. Nos poquitearon lo de por sí poquito que nos iban a dar, y cansados de batallar nos resignamos porque no teníamos dinero para pelear por el dinero que nos debían. Nos fuimos más y más lejos, y cada vez más lejos. Lo que nos pagaron no nos alcanzó para comprar; los terrenos estabas cada vez más peleados, así que rentamos. Primero por años, después por meses, luego por semanas. Finalmente, por días.
Pasó la peste, como era de esperarse, pero los nómadas seguían llegando. Se había creado un estilo de vida, se había corrido la voz: «Que no te aprisione un patrimonio: ¡viaja y vive en un alquiler de corta estancia!». Era un sueño prefabricado, claro, pero un sueño al fin: el desapego budista de no haber podido tener nunca nada. Y quién puede culparlos: en el fondo ¿no ha sido siempre más o menos así? La trampa estaba a la vuelta de la esquina: se habían convertido en presa de los especuladores que los atrajeron con promesas de una libertad comprada a costa de la de otros, ocultos a la vista de todos, que solo llamaban la atención cuando los restos de sus vidas, desperdigadas por la acera, estorbaban el paso.
Tú también creciste en una casa. Eras muy chiquito, ya no te acuerdas. Yo sí me acuerdo. ¡Me acuerdo tanto! Te encantaba correr hasta la cocina cuando te levantabas, ¡y a mí me daba un miedo que un día la puerta se quedara abierta y te nos escaparas a la calle! ¿Quién nos iba a dar noticia de ti si ya nadie nos conocía, ni conocíamos a nadie?
Los nómadas trajeron cambios: donde antes los expatriados avecindaban sus esperanzas por un rato y brotaba a su alrededor una especie de primer mundo prêt-à-porter, se crearon nuevos esquemas habitacionales, tentados los propietarios con beneficios mayores en plazos más cortos. «Convierta su viejo departamento de interés social en quince habitaciones de alquiler temporal». Y así, de un día para otro, el que alquilaba por meses ya solo lo hacía por semana a doble precio. De este modo los nómadas fueron desplazando a los expatriados, que habían desplazado a los naturales, que a su vez un día habían llegado para asentarse en lo que fue la tierra de otros –y de otros antes que de ellos, a los que habían masacrado y expoliado, porque ninguna historia comienza en el momento en que empezamos a contarla–. Finalmente, los propios propietarios dejaron de serlo agobiados por las exigencias que se imponían para mantenerse en el negocio, y las viviendas (que ya no eran viviendas, sino cajones para guardarse un rato) acabaron por convertirse en propiedad de inmobiliarias, que a su vez eran propiedad de corporaciones, que por su parte no eran sino fachadas de consorcios que a la hora de asumir responsabilidades no eran cosa de nadie.
Yo por lo menos tengo mis recuerdos. A ti no te quedó ni eso, pero yo a veces me siento enfrente de uno de esos edificios y me imagino que estamos adentro, sentados alrededor de la mesa, o viendo la tele en el sillón de la sala. Que somos otra vez una familia normal. Y de pronto suena el timbre: uno de los niños de los vecinos ha venido a pedirnos limones porque están a punto de comer y acaban de darse cuenta de que se les olvidó comprar. Me acuerdo de cómo tendía la ropa en la mañana, con el sol en la cara, y tú me ayudabas; me alcanzabas las pinzas, que se veían enormes entre tus manitas chiquitas. También eran chiquitas las manos de este niño que solo existe en mi imaginación; tan chiquitas que apenas le caben los tres limones que acabo de sacar de la frutera, y se va apretando los frutos contra el pecho. Pero tras los cristales todo está oscuro: ahí no hay una familia riéndose frente a la tele. Ahí no hay niños, ni vecinos, solo polvo en los muebles que esperan a oscuras.
No pasó mucho tiempo antes de que los nómadas de los días de la peste, y los que les siguieron, se dieran cuenta de que esa libertad que compraban con nóminas en monedas extranjeras era paja en la trilladora. Creían haber volado (flight!) cuando en realidad eran aves de jaula expulsadas del cautiverio, abandonadas a su suerte (fight!). Sin nada habían venido y sin nada se habían quedado, varados en este infierno que les habían cobrado a precio de paraíso, cuando un agente de recursos humanos que jamás habían visto decidió que eran prescindibles a partir del día siguiente en esa hermosa familia que es la empresa. Un día se levantaron sin pan de masa madre en la mesa y se acordaron de que ellos también eran pobres. Y cuando las rentas de depósito se vencieron, se fueron a esconder a las esquinas, medio ocultos por sus mochilas Quechua.
A veces sueño con mi casa. O con una casa nueva en la que voy a vivir. Casi siempre esos sueños se vuelven pesadillas. Vuelvo a sentir la angustia inminente de perderlo todo, de que una amenaza acecha hasta en el interior de esas paredes que deberían hacerme sentir segura. Alguien va a venir a expulsarme, casi lo veo llegar, está a punto de tocar la puerta, se va asomando por allá detrás de esa curva, sé que está ahí pero no llega nunca. Todo el sueño me la paso esperando, a ver a qué hora llegan a echarnos, a aventar nuestras cosas envueltas en sábanas y a arrumbarlo todo en la calle.
Las hordas de los sin-techo empezaron a recorrer la ciudad. Al principio eran grupos aislados, individuos solitarios que a fuerza de encontrarse se fueron reconociendo. Recordaban a los flagelantes del imaginario medieval, aunque más bien eran exiliados en su propia tierra unos, y en tierra ajena otros. Los expulsados del sistema: expulsados de sus casas, expelidos de sus vidas, los innecesarios. Corridos de todos lados: de las banquetas, de las plazas, de los bajopuentes; con sus fardos a cuesta, sus casas de campaña los más afortunados, con sus lonas amarradas con lazo la mayor parte de ellos, catando cartones para protegerse del frío y de la humedad del suelo.
En constantes enfrentamientos con los migrantes por un pedazo de suelo, por una llave de agua, por un tomacorriente, por un poste donde atar un lazo, estos desterrados en tierra propia se sentían rencorosos de esos desdichados que habían tomado las calles primero que ellos. Son lo mismo, claro, aunque se crean diferentes, y a veces los grupos se amalgaman, se confunden; se mezclan los acentos y los de aquí empiezan a hablar como los de allá; los de allá ya se la saben y crean nuevos lenguajes (con las palabras, con sonoridades, con los cuerpos), y de pronto los niños se ven medio tintos, como ni de aquí ni de allá, ni de ustedes ni de nosotros, pero de ambos lados. ¿A quién le pertenece este chamaco, a los de allá o a los de este lado?
Muy pronto todos se hicieron nómadas y ya no hubo distinción entre los que ya estaban aquí y los que llegaron después. Iban de acá para allá en grupos cada vez más numerosos, mejor organizados. Surgieron alianzas y enemistades. Los ocasionales brotes de solidaridad que seguían a los cada vez más frecuentes brotes de enfermedades configuraron sociedades tanto más extrañas cuanto más desesperadas eran las necesidades.
No marchan al azar, tienen sus rutas: cuando la cosa se pone caliente aquí, se van para allá; se acercan a los barrios ricos en las navidades, a las zonas turísticas en las vacaciones, a los panteones para las calaveritas, a las afueras de los centros comerciales cuando toca renovar los productos de temporada.
Te dimos lo mejor que pudimos. Si no fue suficiente es porque no nos alcanzaba para más.
Los últimos días han sido difíciles. Primero llegó la policía a sacarnos de la plaza, y ya sabes cómo se ponen. De refilón me tocó un toletazo en la cadera y desde entonces me ha costado bastante caminar. Al principio aguantaba el paso, me ayudaban, pero poco a poco me fui quedando atrás, y para cuando me di cuenta de pronto ya me habían dejado. No es su culpa: de pronto cada uno está tan metido en sus propias preocupaciones que se va olvidando de lo demás.
Y ahora me ataca esta debilidad, este cansancio que cuanto más duermo parece que más me consumo. Por la tarde llegaron los de la maña a decirme que no podía quedarme aquí, que me largara para otro lado. Me despertaron de una patada, pero te juro que ni me dolió de tan entumida que estaba. Les ofrecí los últimos veinte pesos que tenía y se fueron rezongando que por veinte pesos no valía la pena ni meterme una bala.
Estoy aprovechando que ahora me siento un poco mejor, más despejada.
Afortunadamente no se necesita un domicilio para ser un trabajador libre, para hacer entregas, para ofrecer transporte. Si tienes uno, puedes vivir en tu propio auto. Casi cualquier servicio que se requiera se puede ofrecer por aplicación. Eso, al menos, nos da la ilusión de que las cosas siguen funcionando. Si el trabajo es especializado —sacamuelas, por ejemplo—, cualquiera puede instalar un puesto, con el debido pago a la mafia local: cuatro trapos colgados hacen un consultorio y brindan la privacidad necesaria.
Algunos tienen inclusos empleos, salarios, seguro social. Salen de su barraca cada mañana con saco y corbata, con portafolios, con uniforme, con herramientas, con la laptop en bandolera para regresar por la noche a calentarse el café en un pocillo de peltre en una parrilla conectada a un diablito colgado de un poste de luz.
Perdóname que te mande este mensaje de voz tan largo, pero es que de esta ya no voy a salir. Me ayudaste como pudiste; como cuando esa vez me mandaste al doctor por aplicación. No quiero que sientas que no me ayudaste. Hijo: yo sé que con tu bicicleta no vas a llegar. Ahorita estarás entregando pedidos y quién sabe hasta qué hora te irás a desocupar. Porque si lo dejas ahora no juntas lo del día, y tiene que salir. Yo entiendo. Tiene que salir, ni modo. Te mando mi ubicación porque quiero que te quedes con mi lona, todavía está buena, y con mi cobija. Yo sé que ustedes tienen la suya, pero ahora que venga el bebé la van a ocupar. O la venden. No quiero que te preocupes de que me muera sola. Haz de cuenta que yo ya me voy a mi casita, con tu papá. Le voy a pedir a Alexa que rece por mí.
Ahora estamos todos en las calles, las casas vacías nos miran sombrías, como sin entender por qué todos pasan de largo en vez de girar el pomo de la puerta para entrar.
De vez en cuando alguno tiene un golpe de suerte; con un poco de plata alcanza para comprar el privilegio de tener un techo sobre la cabeza, una cama con colchón y todo para asentar el cuerpo, de un baño largo para lavarse las costras de mugre que es cada vez más difícil disfrazar. Y entonces la casa guiña sus ventanas iluminadas de satisfacción. Después de unos días vuelves a la calle y la casa otra vez se sume en la tristeza de su oscura soledad.
Cada mañana, en los albores de la vigilia, en ese instante último en que abandonamos el sueño para volver a nuestra realidad despojada, en nuestros oídos resuenan las palabras del banquero aquel del meme: «Es el mercado, amigo».