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FRANCISCO JOSÉ SEGOVIA RAMOS
Evitaba mirar en todo momento al armario del que provenían los ruidos. Era un armario de roble muy viejo, casi centenario, demasiado antiguo para su gusto. Pero, a pesar de su aversión, había sido incapaz de deshacerse de él. Y desde que comenzó a escuchar esos extraños e inquietantes ruidos, tampoco de abrirlo.
De eso hacía más de dos semanas, exactamente un día después de heredar aquella casita perdida en medio de la montaña y presentarse allí, rebosante de alegría por su buena suerte, y de ansias por disfrutar de sus nuevas posesiones.
¿Quién le iba a decir que una herencia que en principio se le antojó el premio gordo de una lotería, llevaría aparejada una carga tan pesada?
Una carga pesada, rumió para sus adentros. Sin embargo, a nadie le había contado sus temores, sus miedos. Cierto que enseñó la casa con orgullo a varios amigos y familiares, mostrándoles el fantástico jardín con su fuentecilla llena de agua y sus alcorques repletos de flores, la salita de la entrada, el amplio comedor y los lujosos baños, la espléndida biblioteca de dos pisos con su escalera de caracol que recordaba a las viejas películas de época victoriana, y las cinco habitaciones del piso superior, en una de las cuales, la más apartada, se encontraba ese armario del que solo escuchó comentarios sobre la pulcritud de su envejecida materia y el precio que debía costar en el mercado de los anticuarios. Aunque no sabía bien el motivo, nunca lo abrió excusándose por la falta de llaves o cualquier otro motivo. Y siempre, por supuesto, de día, cuando no se escuchaban los recurrentes ruidos.
Maldito armario, masculló una vez que cerró la puerta de la habitación donde estaba.
Bajó las escaleras y fue a la cocina. Llenó un generoso vaso de agua. Su sabor, empero, le resultó insípido, más que de costumbre. Fue hasta el salón y se sirvió un güisqui del mueble bar. Disfrutó del dorado alcohol a sorbitos, delicados como el vaso de bohemia donde se lo había servido, y a continuación se sentó en un amplio y mullido sofá de cuero envejecido. Cualquier persona hubiese envidiado sus posesiones materiales: cada detalle de la casa, cada objeto valioso, hasta el mismísimo sol que entraba a raudales por los amplios ventanales e iluminaba y calentaba la estancia.
Para él la casa se había transformado en una pesadilla, en un lugar detestable. Y solo a causa del armario y del ruido que provenía de allí. Un ruido que comenzaba al atardecer, nada más el sol se perdía tras las montañas próximas, y se alargaba hasta la alborada, cuando las luces del día apenas rozaban los muros del edificio. Un ruido que traspasaba las paredes de ese alejado dormitorio y retumbaba, como un martillo pilón, en el resto de la casa.
Agitó su vaso de güisqui. Lo apuró y se sirvió otro generoso trago. Paseó sin rumbo por el salón, ora aproximándose hasta los ventanales desde los que se contemplaba el jardín, ora hasta las amplias vitrinas repletas de porcelanas finas y objetos de valor. Miró aquellas posesiones sin interés. Su fallecido tío fue un gran aficionado a las antigüedades y reliquias raras, y de hecho, la casa entera estaba amueblada y decorada con multitud de ellas. Estaba decidido a deshacerse de la mayoría: venderlas a anticuarios o en subastas públicas, y con el dinero recaudado –una buena cantidad; muchos miles de euros, calculaba– redecorar por completo el inmueble. A fin de cuentas, le pertenecía; podía hacer con él lo que le viniera en gana.
Así lo hubiese hecho de no ser por el armario de roble. Ese omnipresente mueble que se le aparecía hasta en sus pesadillas recurrentes. Ese maldito mueble le impedía hacer otra cosa que dar vueltas y vueltas por la casa en una soledad autoinfligida.
Días después de comenzar los ruidos no volvió a invitar a nadie más. De hecho, se había apartado del resto de la humanidad y solo salía de la casa hasta el pueblo más cercano para realizar las compras necesarias y volver, nada más terminarlas, a refugiarse en su peculiar castillo, que era también su prisión dorada. No, se decía una y otra vez, tampoco pensaba volver a su cochambroso pisito de alquiler, ubicado en los arrabales mugrientos de una ciudad de provincias.
El reloj de pared, un repujado trabajo de una empresa suiza, resonó con rítmico compás marcando las cinco de la tarde. Aún le quedaban cuatro horas hasta el anochecer. Cuatro horas para que el armario comenzase su particular cantinela, su runrún endiablado.
Dejó el vaso de güisqui sobre una mesita damasquinada de cuidada composición: hasta el más mínimo detalle de la herencia de su tío era una joya, sopesó entre entusiasmado y defraudado por no ser capaz de darle un uso mejor que el de mero adorno. Tenía la casa, sí, pero no los recursos monetarios suficientes para mantener un tren de vida de lujo y ostentación, de fiestas espléndidas y viajes por todo el mundo.
Vendería la casa con todo el contenido, se dijo desechando hacer uso de ella tras echar una enésima mirada al salón de estar. Sin embargo… pensó que ese armario era como un muro, una frontera que le instaba a traspasarla si quería un futuro mejor. Una frontera sin alambradas espinosas ni electrificadas, ni guardas siniestros y violentos. Una frontera que no era física sino mental. El problema, se dijo por fin, estaba en su mente. ¡No podía dejarse condicionar por esos ruidos que, a fin de cuentas, podían ser debidos a polillas, termitas o roedores!
Envalentonado por el güisqui, y empujado por la ambición y el deseo de disfrutar del resto de sus días, impulsado por la acuciante necesidad de enfrentarse a su cobardía, subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al piso de arriba.
Tendría tiempo de abrir el armario y revisar su interior palmo a palmo, milímetro a milímetro antes de que llegase la noche. Después, inspeccionado, limpio y desinfectado hasta el último rincón, se sentaría a esperar la noche y aguardar acontecimientos. Entonces, cuando el sol se hubiese puesto en el horizonte y la noche llegara con sus pasos callados, el silencio del armario, por fin, le traería la paz.
Sin embargo, una vez en la habitación, volvieron los temores. Se acercó lentamente al armario sin atreverse a fijar la vista en él. Su mano temblaba al coger el pomo. Sintió el frío contacto y, asustado, dio un paso atrás. Siguió retrocediendo hasta tropezar con el barandal de la cama y caer sentado en ella.
Se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar de impotencia. ¿Acaso nunca sería capaz de hacerlo? ¿Qué le impedía actuar de una forma racional? ¿No podría acercarse siquiera a ese endiablado armario y deshacerse de él? Claro que lo podía haber hecho mucho antes, apenas lo vio por vez primera: tan fácil como contratar a unos operarios para que lo desmontaran y se lo llevaran…, o quemarlo allí mismo, en la parte trasera de la casa. La pira ardiente le hubiese traído la tan ansiada paz.
O tal vez no.
Por alguna razón que desconocía, era incapaz de hacer nada contra ese armario. Temía que deshacerse de él fuese peor que soportar sus ruidos cada noche durante el resto de su vida en aquella casa. Le horrorizaba la idea de que algo, una fuerza siniestra, incomprensible, maligna, estuviera detrás de ese miedo que le paralizaba.
Quedaba la opción de vender la casa entera, con todo su contenido. No faltarían compradores ávidos de hacerse con una finca a buen precio. Deshacerse de la herencia de su tío no le supondría ningún problema sentimental y si una magnífica fuente de ingresos. Pero el armario, como si fuese una sirena que le atrajese a la perdición con sus cantos penetrantes, le coartaba, anulaba sus intenciones como una droga temida y ansiada a la vez.
Se quedó sentado en la cama incapaz de moverse, de salir de la habitación y refugiarse de nuevo en la biblioteca, entre los libros viejos y los objetos antiguos, o en el salón, bebiendo güisqui hasta caer ebrio en uno de los sofás para dormir hasta el amanecer. La huida no tenía sentido. Soportaría otra vez el ruido de ese armario que destruía su vida.
Y sí, esa noche estaba decidido a enfrentarse a él una primera y definitiva vez. Lo abriría, descubriría que sus ruidos no eran más que unas miserables polillas que roían sucios trapos, o una rata que huiría por un agujero entre el mueble y la pared.
Llegó la noche.
De nuevo, fiel a su cita, llegó el ruido. Suave al principio, tímido como los pasos de una doncella. Después, se fue acrecentando. El mismo ruido de resonancias escalofriantes, difícil de describir con palabras pero que se entremetía en los nervios, en el corazón, en el alma misma.
En todo momento evitó mirar al armario del que provenían los ruidos…, como siempre. Volvió a llegarle el miedo, el temor a lo desconocido. Con los ojos cerrados con tanta fuerza que hasta le dolían, intentó armarse de valor para alejar sus miedos. Tenía que hacerlo por él mismo, desechando estúpidas aprehensiones, lecturas de infancia o películas de terror a las que achacaba sus obsesiones enfermizas con el armario y los sonidos de su interior.
El ruido insistente, roer de ratas, crujir de maderas, revolotear de insectos, mezcla incalificable de sonidos, parecía reverberar en la habitación y acrecentarse con ecos infinitos que empezaban a superarlo. Si esperaba unos minutos más huiría del dormitorio y su pesadilla continuaría. Respiró profundo varias veces. Abrió los ojos. Cuando consiguió calmarse un poco, se incorporó para enfrentarse al armario.
La habitación estaba en penumbras, alumbrada escasamente por la luz de la luna que atravesaba la ventana de la estancia. El armario, por el contrario, se veía con total claridad, como si lo alumbraran desde su frontal con un gran foco de luz opalina y esplendente. Brillaban su armazón de madera noble y sus pomos dorados con reflejos hipnóticos y repulsivos a la vez.
Dio un paso. Luego otro, y otro, hasta llegar a él. Con gran esfuerzo asió los dos pomos de la puerta principal. Y tiró.
El armario estaba completamente vacío.
Vacío. Sin ropa colgada en inexistentes perchas, sin polvo acumulado en sus esquinas, sin insectos ni ratones, sin una grieta en su antiquísima estructura… Vacío. Tan vacío que no tenía fondo; solo la oscuridad absoluta, infinita, una negritud imposible para la lógica porque tras esa pared no había otra habitación sino el mismo jardín que bordeaba los límites de la casa.
El vértigo de la infinitud, de los espacios ilimitados y abismales, estuvo a punto de provocarle un desmayo. Se recuperó a tiempo, y apoyando las manos sobre los marcos del armario, volvió a enfrentarse a ese misterio sobrecogedor. Mas no era la oscuridad la que le causaba el mayor de los espantos, sino el conocido ruido que oía cada noche, y que ahora resonaba con más fuerza, casi de una manera dolorosa. Un ruido que provenía de lo más profundo de esa oscuridad del armario. Un ruido que parecía crecer segundo a segundo, como si lo que lo produjese avanzara desde la insondable oscuridad hasta donde él estaba, la habitación, su mundo hasta entonces seguro y confiable.
Incapaz de moverse del lugar, entornó los ojos e intentó escudriñar en la negrura que tenía enfrente. Aspiraba, quizá, a descubrir alguna luz difusa, distante a millones de años luz. Porque supo con certeza absoluta que contemplaba el universo, o al menos una parte de él.
El ruido se hizo más intenso. Vio que desde el centro de la oscuridad avanzaba un punto brillante, muy diminuto al principio pero que aumentaba a ojos vista. Se aproximaba a él mientras lo acompañaba el ruido inquietante de todas las noches de insomnio y duermevela. Sintió que su corazón se aceleraba, que sus latidos se acompasaban a él. Sus pies amenazaron con no sostenerle, pero se mantuvo firme a pesar de todo.
El puntito brillante fue tomando forma. Al principio era una simple luz, un remedo de estrella palpitante. Después adquirió consistencia hasta alcanzar la de un ser humano que movía con lentitud sus brazos y piernas, igual que un astronauta en el vacío del espacio, y que parecía expedir luz propia. Un ser humano que fue definiendo sus formas y su rostro cada vez con más nitidez hasta que, definitivamente, se presentó ante su asombrado observador como quien realmente era: su tío fallecido.
¡No puede ser!, masculló aterrado ante aquella imposibilidad física, esa ilógica situación que atacaba cualquier principio científico. Quiso echarse atrás para cerrar la puerta del armario, pero no pudo moverse. Estaba paralizado por el terror de ver aparecer a un hombre muerto a través de un portal (sí, lo supo entonces, un portal abierto a lo imposible), que se le acercaba con intenciones desconocidas.
Y entonces recordó todos esos objetos que habitaban la casa. Todas esas reliquias obtenidas y coleccionadas por su tío con una pasión obsesiva. Todas esas obscenidades que llenaban vitrinas y más vitrinas ubicadas por toda la casa. Y el armario, el endiablado armario, no era ajeno a los intereses de su tío. Un armario por el que su pariente difunto volvía hacia él. Pero, ¿con qué intención? ¿Acaso estaba sufriendo una alucinación debido a sus temores, a sus noches en vela y a sus excesos con las bebidas alcohólicas? ¿No sería aquella profundidad otra cosa que un delirio del que despertaría muy pronto, tal vez en la aséptica sala de un hospital?
He vuelto, escuchó atronar en la habitación mientras dos huesudas manos, huesudas como eran las manos de su tío, se aferraban al armario y facilitaban la entrada de una pierna primero, y la otra después, del ya no tan difunto hermano de su padre. Y escuchó de nuevo el ruido que se convirtió en una voz humana, gutural y escalofriante. He vuelto, dijo una vez más su tío mientras abandonaba por completo la oscuridad de la que había surgido para plantarse en la habitación.
¿Tío?, preguntó dubitativo sin saber si la respuesta que podría recibir lo hundiría más en las dudas o lo abocaría al abismo de la locura. El armario funciona, funciona, escuchó rumiar a su espalda mientras la oscuridad del fondo lo absorbía y arrastraba a sus insondables profundidades. ¡Estoy vivo!, escuchó una última vez la lejana voz de su tío, a un mundo, a un universo, a mil dimensiones de distancia.
Y entonces supo con la certeza de lo que saben los muertos: que ese denostado mueble de la habitación no era otra cosa que el objeto más valioso y necesario para su tío. Que era el portal por el que volvería a la Tierra desde el mundo de los muertos, o de los no vivos, para prolongar su existencia. Y que a cambio, él, su sobrino incauto y temeroso, debía reemplazarlo en la noche eterna de la que su tío había escapado.
Vio cómo la entrada por donde había sido arrojado se empequeñecía hasta convertirse en un puntito brillante para luego desaparecer como si nunca hubiera existido. Flotó en un vacío neutro, y mientras perdía los últimos resquicios de la cordura y se refugiaba en el hogar feliz de la demencia suplicada, se consoló con que ya no volvería a escuchar los ruidos que le atormentaban.