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ALEJANDRO ESPINOSA
Pretendí llenar los espacios vacíos que ella dejó. Los cajones sin ropa, los estantes sin fotos, el tocador sin maquillajes, el lado derecho de la cama, mis labios sin su nombre, el hueco en el pecho. No había nada en casa sino soledad; incluso cuando salía cargaba con ella. La llevaba a todos lados sin ningún sentido, como esos libros que uno carga y nunca lee.
Ya había pasado semanas enteras sin dormir, llorando, recordando, escribiendo. Solo poesía cursi y ridícula, triste y lamentable, profundamente desoladora. Todas las noches, la noche entera, hacía versos libres, haikus y tankas, y sonetos. Solo hasta que me convencí de que ya era suficiente ⎯sin que realmente lo fuera, pues aún contenía harta tristeza en mí⎯, dejé de escribir y fui al médico.
Tenía los ojos hinchados de tanto llorar, la garganta seca, me sangraba la nariz de tanto sorber los mocos. Dolores de cabeza constantes, dolores de espalda por los espasmos y por pasar mucho tiempo en posición fetal. Y el alma, igual de golpeada, pero sin remedio para ella. O eso creí.
—Este medicamento es para el dolor de garganta, tómelas con cada aplicación del inhalador. Estas gotas son para los ojos, procure no exceder la dosis. Este disparador es para sus fosas nasales. Al final este, es simple paracetamol para el dolor corporal.
—¿Y para el dolor de cabeza, doctor?
—Tome agua, solo es deshidratación —dijo, y me estiró la receta—. ¿Algo más en lo que pueda ayudarle? ¿Padece algún otro dolor?
—Solo los dolores del alma. La soledad —respondí dramáticamente.
Encogió el brazo antes de que pudiera tomar la receta.
—¿Conque es soledad? —dijo, abrió un cajón del escritorio y colocó frente a mí una cajita—. Los japoneses llevan cerca de una década trabajando en esto que es un auténtico milagro. ¿Ha visto los índices de suicidio en Japón? Sorpréndase. Una verdadera maravilla. La gente allá ahora es increíblemente feliz. Creo que es lo que necesita. Recién entra al mercado en nuestro país; parece seguro por lo visto en otras partes. Europa ya lo distribuye en farmacias y supermercados. Tome dos cajas: cada una le durará una semana. El efecto es inmediato. Solo tómela cada veinticuatro horas. El efecto dura unos noventa días. Si para entonces la soledad sigue siendo intolerable volveremos al tratamiento tradicional.
Como en realidad lo era, la tomé en cuanto salí.
Apenas di un par de pasos cuando sentí que algo ya cambiaba. Era algo en el aire que respiraba, en el sol que se me impregnaba en la piel. Algo dentro cambió y fue notable afuera. Iba sonriendo. El dolor desapareció; se me presentó un mundo nuevo, lejos de la tristeza, del dolor, de la soledad. Fui a comer, al cine, al parque, hice todo solo y por mi cuenta. Fui feliz.
Fueron meses amenos. Volví con el doctor por las pastillas porque escaseaban en las farmacias. Cada que iba me contaba algo nuevo sobre el mundo y la pastilla. «En Japón repuntaron los restaurantes para uno», «la mitad de los cines en Turquía se reserva individualmente», «los tatuadores reportaron una baja significativa para los tatuajes en pareja», «ya nadie se casa en Finlandia, ¿sabías?». Fue increíble la forma en que iba cambiando todo.
Pasó casi un año. Lo que quedó de Dolores fueron meros fantasmas, que de ninguna forma me hacían daño. Eran visitantes de una vida pasada, intrusos en todo sentido, pero inocuos.
Los sábados iba al parque, un picnic para uno con vino y quesos, bocadillos dulces, que ahora disfrutaba sin culpa alguna y en cantidades pequeñas. El parque se dividía en dos zonas, la plural y la individual, medida tomada por la mayoría de las alcaldías, pues muchos individuales, aunque no era mi caso, consideraban desagradable ver a parejas o familias enteras disfrutando a sus acompañantes. A mí en realidad me gustaba ver dicho espectáculo; no desarrollé, como le ocurrió a otros, esa aversión a la gente. Me sentaba en esa frontera y desde ahí observaba a los pequeñines jugando con sus padres, a las parejas melosas compartiendo aguas de lima y tartas de limón, a mujeres jóvenes leyendo y hombres adultos volando cometas.
—Es raro que siga viniendo al consultorio por el medicamento —me dijo el doctor en una ocasión—. Ya es de venta libre. Las farmacias están más surtidas que uno, y con las cajas de autocobro se evita el contacto. Aunque, le soy sincero, me agrada y siempre lo espero. Solo se me hace extraño. Los doctores en Alemania se están quedando sin pacientes. Han llegado a evitar cualquier tipo de contacto; se diagnostican y medican con inteligencia artificial. Entonces, que usted vuelva cada tres meses es bueno, al menos para mí. Solo por eso le doy estas dosis extra, por eso y porque es la última que le puedo dar yo. El laboratorio se negó a darme más. Supongo que es una cuestión de dinero. Aunque —me miro con cierto aire de sospecha—, verá, en Japón ya salieron de circulación. Hasta ahora el gobierno ha sido su tapadera, no se sabe mucho. Yo no me fío de nada.
Aquel sábado me quedé pensando en ello. Desde mi frontera en el parque observé con atención y cuidado. Lo primero que noté es que habían movido la línea: ahora estaba más tirada hacia el lado plural; es decir, había más espacio para los individuales. De ahí en fuera, normalidad. El sábado siguiente la frontera estaba aún más corrida, y atestigüe una escena un tanto rara y triste.
Una pequeña le gritaba a su padre en el parque. El hombre estaba en el lado individual, sentado en una banca individual, leyendo el periódico. La niña lo llamaba a los gritos y este se hacía el sordo. La pobre se quedó sin voz de tanto gritar. La madre, y quien supongo que era la hija mayor, jugaban cerca de ella con una pelota. Con una actitud soberbia y sin dejar de jugar, le pidieron a la niña que se detuviera sin siquiera voltear a verla. Después de unos minutos la pobre lloroncita echó a correr hacia el hombre y se le plantó delante. El hombre alzó la mirada, la notó, pareció analizarla por un momento. Desde mi perspectiva me dio la impresión de que le hablaba, como explicándole algo. La tomó en brazos. A mí me pareció que entró en razón, pues cruzó la frontera, miró a la madre y le entregó a la pequeña. Luego abofeteó a ambas y volvió, con toda tranquilidad, a leer su periódico.
De vuelta en casa se me hizo difícil deshacerme de la imagen de la niña. No estuve tan cerca para ver con más claridad, pero pude notar que su rostro, y aún a la distancia, estaba cargado de sufrimiento y pena. Pensar en ello me hizo sentir así. También tenía un nudo que empezaba en el estómago y terminaba en la garganta. Tenía atorada la tristeza de ella, y también la del guardia que vi llorar en su caseta del parque, y la de la mujer frente al hospital, la del cachorro del vecino que nadie pasea, ni le limpia ni alimenta.
El doctor no jodía cuando me confesó, un tanto retraído y avergonzado en mi última visita, con una de esas extrañas y absurdamente enriquecedoras charlas en su consultorio:
—Mi hijo y mi exesposa también consumen estas pastillas. A mí no me afecta nada; hace años que no hablamos. Aun así, no puedo evitar sentir pena por ellos, y también por usted, a decir verdad. Pero no me malentienda: soy doctor y mi trabajo, hasta cierto punto, es medicar. Es solo que yo creo en algo más justo y básico: la biología. El gen humano está repleto de la información que nos dice, casi en todo sentido, cómo seremos. Es imposible huir de esa naturaleza. Una vida creciendo en el vientre de la madre y que pasa por varias fases es más que interesante. En un inicio desarrolla branquias para respirar, como si fuéramos peces; en otro le crece una cola, como a un reptil. Para alguien sin conocimientos básicos de biología le sería imposible diferenciar en las primeras semanas entre un feto humano, uno de perro y uno de lagartija. Mire por la ventana, ahí va una parvada; las aves vuelan juntas y en armonía, tranquila y ceremoniosamente. Mire ahora allá abajo, los perros toman el sol en grupo para proteger el sueño del otro. En migraciones, en temporada de apareamiento o buscando alimento, los animales se reúnen y trabajan en comunidad. No sé si me entiende, pero creo que está en nuestra naturaleza tener a alguien a nuestro lado. No obviaré el hecho de que se necesitan hombre y mujer para procrear. Mírelo de esta manera: entre el montón de información genética que nos obliga a ser y a actuar de tal o cual manera está esa pequeña parte que en el fondo nos dice y nos recuerda que no estamos solos, y que no hay necesidad de estarlo. Un impulso básico y primitivo, como el de los hombres al ver mujeres de caderas anchas, que lo empujan a actuar, a desear, a necesitar. Yo creo que ahí, entre todo eso, está nuestro impulso a acercarnos al otro, a llenar vacíos con miradas y sonrisas, palabras o acciones que solo pueden venir de alguien más. Es inevitable: sentirnos solos es una condición. Puede tomar medicamento, como quien quiere detener la gripe y el moco que fluye, pero el moco ahí está, al fondo, atorado en la garganta.