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MIGUEL ABARGA
Despierto antes de que el sol salga. Las horas pasan, y yo me quedo echado otro rato más, como si no hubiera descansado. Trato de no pensar. Deslizo el dedo por la pantalla del celular una y otra vez, sin ánimo. Pasar tanto tiempo en las redes sociales me hace sentir culpable, como un onanista después de haber eyaculado.
Me levanto antes del mediodía y miro a mi alrededor sintiéndome derrotado. «¿Qué estoy haciendo con mi vida?», me pregunto. Pienso en lo perdido que estoy a mi edad, sin propósito, ni destino. ¿Cómo afrontar la adultez sin nada a qué aferrarme? Sin religión ni cultura. No, esto no es un texto de carácter social. «¿Aborrezco al mono desnudo?». «¿Le temo?». De nuevo la mentira, una tras otra.
El ser humano con su alma muerta, con deseos y anhelos quebrados por esta sórdida realidad. Todos tenemos el deseo de ser escuchados y eso parece suficiente para que las personas vayan gritando por el mundo sus ocurrencias, expeliendo su yo tan triste, tan cansado y repetitivo.
Bebiendo conocí a un tipo que rapeaba. Hablaba del estado, de la esclavitud y el modelo económico, de ser libre. Platicando con él comprendí que era un imbécil. Ahora todos hablan de ser antisistémicos, la importancia de la individualidad, de ser diferentes. En resumen: una lucha que perdimos hace décadas.
Por supuesto, puedes meditar, mirar al pasado y entender el punto de quiebre, descubrir cuánto de lo que somos depende de lo que hicieron con nosotros; victoria pírrica, lo único que importa es que el tiempo avanza. Tal vez un día te levantes, derribes tu sistema de creencias, tu forma de vivir, y sencillamente te hundas en la inmundicia. No, tampoco se trata de «La caída» aunque la conozco de forma tan vívida que puedo jurar que es la mía.
—No la riegues, recógela en círculo —escucho a mi hermana decirle a su hija.
—¿Por qué? —pregunta ella.
—Es de mala suerte tirar la sal.
—¿Cómo puedes creer semejante estupidez? —inquiero—. Eso es falso.
—Qué te importa lo que yo crea.
—Deberías creer en cosas objetivas y que sean útiles.
—Sí, ¿como en qué?
—En la ciencia y el arte, por ejemplo.
—¿Como tú? Mira a dónde te han llevado.
No puedo evitar reírme, a veces tiene razón.
Quiero decir que he fracasado, no que soy un fracasado; he tenido tanta suerte, solo que no he sido dichoso, lo confieso, la satisfacción es inalcanzable.
Mi último trabajo fue de bodeguero en una zapatería surtiendo y anaquelando zapatos; bajaba una escalera y subía con una pila de ellos. Y pensar que el resto de mi vida podría ser igual, condenado como Sísifo. Allí conocí a Amanda. No voy a hablar de un romance. He descubierto que me encanta mentir, de forma innata, pero ahora no lo haré. Pocas veces conoces a alguien que te permite ser tú mismo, completamente. Pese a mi cinismo, que todo el mundo conoce, guardo una parte de mí, la más preciada y vulnerable. Con ella no tenía miedo de mostrarla, ni siquiera lo pensaba. Podía decirle esta clase de estupideces y las tomaba bien.
Las conversaciones con ella resultaban sencillas, como la vez que encontró a sus padres echando pata o cuando me contó sus planes a futuro. «Lo que me gusta de ti es tu transparencia. Dices las cosas sin importar lo qué piensen de ti», me dijo.
Supongo que no estoy bien de la cabeza sí mis relaciones sociales duran menos que mis empleos. «Eres una persona muy inteligente y capaz —me dijo—, pero tienes un problema con el trabajo, parece que no te importa, eso es lo malo de ti».
Solo era una chamba de temporada; me mantuve bebiendo la mayor parte del tiempo. Me tomaba una caguama al despertar, otra antes de mi turno, una a la hora de la comida; al salir me bebía dos más. A causa de mis hábitos a veces empeño mis objetos valiosos, comprados con sacrificio, a cambio dos o tres cervezas.
La noche del año nuevo me dije que este año sería bueno: me planteé metas y proyectos, una visión del mundo renovada, cambios, crecimiento. Lo celebré con una botella de mezcal. No sé cómo volví a casa. Caminé una hora en piloto automático. A la mañana siguiente me prometí que empezaría al otro día. Me emborraché hasta el trece de enero.
Llegar a la metamorfosis del alcohólico, donde el alcohol se convierte en un problema y fuente de dolor para tus seres queridos. Un marido, padre, hijo, hermano, seres humanos atrapados, repitiendo la escena por generaciones. Pequeños fondos, como golpear a la pareja de tu madre o dejar que un homosexual te la chupe. Despertar en la madrugada, temblando y arrepentido. «¡Dios mío, qué hice, perdóname!».
Mis creencias son simples: creo en Dios aunque no soy religioso. Durante los dos últimos años he llevado la regla del tres por uno: juro por tres meses, y al cumplirlos echo la casa por la ventana los siguientes treinta días. No entiendo cómo una efigie puede ayudarme a dejar de tomar por un tiempo, pero lo hace y es suficiente.
He bebido para olvidarme de lo que pude haber sido. He empinado el codo hasta perder el conocimiento para probarme cuán desagradable puedo ser, cuánta vergüenza soy capaz de soportar. La embriaguez perpetua solo es divertida si eres autónomo; pero si eres un canalla con las personas que te quieren, no es tarea fácil.
También creo que a nadie le gusta pensar, porque pensar conduce inevitablemente a la angustia. Es más fácil sentirse seguro entre el ruido y la multitud; incluso hay quienes disfrutan que otros les digan lo que deben hacer y lo que hay que pensar. Solo tienen que buscar la respuesta en Google. Todo está descrito y clasificado ahí. Hoy es tan fácil no pensar.
Ya nadie se detiene a comprobar qué es real, qué es injusto o qué importa si la humanidad vivirá en Marte al final del siglo. Hoy el éxito se mide en cuánto vales, en qué trabajas, cuánto gastas, si ya alcanzaste la fama. Lo único saludable que puedes hacer es buscar un escape. Yo no estoy en contra de las drogas, jamás lo estaré. De vez en cuando disfruto fumarme un gallo. El problema empezó cuando nos la vendieron como una solución. Hoy, la marihuana está prostituida, desvirtuada. Ya no abre mentes, no enseña, tan solo sirve para embrutecerse.
He pasado toda mi vida evadiéndome: en mi niñez, la calle; en la adolescencia, las maquinitas; drogas y gastos innecesarios para mi adultez. Me caga tanto no tener tiempo para mi soledad, y cuando la tengo, sencillamente no sé qué hacer con ella.
De nuevo pienso en aquella novela que quiero y no puedo escribir, aquella que me es imposible plasmar. ¿Por qué? No lo sé. Qué tal que no tengo el talento. Qué tal si la respuesta es que quiero ser escritor, pero no escribir. Sin embargo, es un destino que no le hace daño a nadie. Es difícil pero debo aceptar la realidad: yo soñaba con estudiar una maestría, ser un expatriado, conocer el español chabacano, escribir novelas que toquen y revelen lo ya olvidado. ¿Qué pensaría Bukowski al enterarse de que, al ordenarlo, una IA puede incluso robar el trabajo de los escritores?
He tenido diversos empleos: los pierdo solo porque sí. Estuve liberando mi servicio social en la CONAFE, un organismo público educativo. Me gustaba porque tenía ideas y ganas de hacer algo, ya sabes, de despertar conciencias. En la presentación, la coordinadora nos dijo que estaba feliz porque ahora la mayoría de los educadores ya tenían una carrera. Yo solo pensaba cómo llegó a ese puesto, qué palancas tenía. La educación al servicio de la política.
A tan solo dos meses de terminar mi servicio, de acabar con esa cesantía como Ramón Villaamil, mi juramento expiró, así que tomé sin control durante un mes. Cuando la cruda finalmente me golpeó, me sentí caótico y débil. Una cosa más al saco roto. No salí de mi habitación durante una semana. Me ayudó Dostoyevski; es extraño, pero él aparece siempre en mis momentos de crisis.
Cuando dejo de beber mi mente cambia, se vuelca sobre sí misma. Con la introspección viene un deseo de alejarme de todos, una necesidad imperiosa de bastarme a mí mismo, de sedimentarme en el lecho de un lago. Si deambulo por la calle, de la nada me embarga la tristeza con lágrimas que no llegan. Yo no sé si sea por el antropoceno, la muerte de la diversidad biológica y cultural, el no saber describir con palabras lo que siento.
No me entretengo con mi futuro, tengo suficiente con el presente. A veces juego con la idea de tener una pistola guardada en un cajón, como un consuelo de la culpa de ser yo. En otras ocasiones pienso en una venganza, como en contra de aquel supuesto hermano que me dio una tremenda verguiza hasta que se cansó. Estaba tomando cuando él llegó. Yo ya estaba bastante borracho; ya no tenía dinero. Si pudiera recordar cómo empezó…, cuando volví en mí tenía la camisa cubierta de sangre, la nariz fracturada, el hocico floreado como culo de mandril, irrigación de sangre en la córnea.
Desde entonces han pasado cinco años. Él está en cana por robo con violencia, y yo no olvido que tenemos una cuenta pendiente. Ojalá pudiera llenarle la barriga de plomo y después volarme los sesos. ¿Acaso no sería un buen cuento? Un hombre acaba con dos vidas tan solo porque no supo perdonar. Quizá el año que viene.
No me asusta la idea de la muerte por el hecho de dejar de existir, me aterra saber que tal vez estamos condenados a vivir esta vida para siempre, morir y renacer en estos cuerpos, en este tiempo. ¿Qué importa que existan realidades infinitas si al final yo siempre seré yo? Sí al cataclismo del devenir.
¿Acaso no soy un buen mentiroso? Hablo de lo que no conozco, por eso quiero escribir, y aquí estoy, tratando de superar este bloqueo.
Parece tan sencillo hablar de la vida cuando mamá aún se ocupa de las cuentas, cuando el hambre no golpea porque hay un plato con comida en la mesa. «¿Cómo puedo creerme capaz de escribir algo cuando no vivo?». Solo he realizado trazos de cuentos, nada más.
El ocio les pertenece casi exclusivamente a los universitarios que pueden pagarlo, y cuando tienen tiempo de sobra afrontan sus crisis de una manera lastimera, casi ridícula. Por supuesto, la educación no quita lo imbécil. Ser pobre e ignorante tiene sus ventajas: no hay tiempo para pensar en el futuro de la sociedad.
El mundo sigue girando aún con todo y guerras; los ricos son, absurdamente, cada vez más ricos; las clases medias ya no pueden acceder al poder. Quizá cuando los chinos dominen el mundo y los occidentales quieran tener los ojos rasgados, los hispanohablantes dejaremos de ser los mediocres del mundo.
Mi obsesión por el sexo no es difícil de explicar: yo quería ser un gran amante. Mujeres de veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, lo importante es la idea que tengo de ellas, de que cada una tiene algo irrepetible, un lunar, un olor, una manía, una manera de afrontar la angustia y las adversidades. ¡Un don Juan! Bien, no solo soy un mentiroso, también un misógino.
A mí me gusta mirarles el culo y los ojos. Pero la pregunta es: ¿soy atractivo sexualmente para alguna? Soy un hombre inseguro, aunque he conseguido que tipos a los que considerarías mejores que yo se sientan ínfimos a mi lado. Lo he notado en el desprecio de sus miradas cuando reconocen que tengo labia y un estilo; el de un loco, por supuesto.
Solo que estoy cansado y no tengo ganas de luchar más por la vida. Posiblemente mi destino es terminar como Pavese…, si tan solo pudiera escribir una poesía tan bella e íntima.
La espera, las largas filas, tener que soportar a la gente, el ajetreo de la vida artificial. Después de los hospitales y los bancos, las oficinas de gobierno son lo que más me altera.
Pienso en la oportunidad laboral de este año, un trabajo en Canadá. Fui a realizar el trámite del pasaporte a la oficina de relaciones exteriores. Burocracia, bendito invento del poder.
—Mire, su acta está dada de baja. Además, debe indicar en qué delegación nació. Cuando la corrija, reprograme su cita.
Otra semana de espera. Solo tenía hasta el día 27 del mes para entregar mis documentos. No me quedó más que dar las gracias por las horas perdidas. Aún había tiempo para terminar de juntar los papeles; todo lo demás estaba en regla, solo faltaba hacer este trámite. Le encargué el acta a mi padre; si tan solo supiera cuándo nací.
—No, su acta sigue incorrecta. Vaya a Arcos de Belén para que la corrijan. Su CURP debe decir por asociación.
Mi acta nueva llevaba el mes y el día intercambiados. Junto con el rechazo, las oportunidades y propósitos de año nuevo se fueron a pique. Volví andando y deprimido. «Dios, ¿por qué me haces esto? ¿Acaso no deje de emborracharme? ¿Por qué me traicionas?». «Dios, me castigas porque te prometí que dejaría también el cigarro y la pornografía, pero no lo hice». «Dios, no existes. Y si existes, debes ser un mierda».
Bueno, no solo soy un mentiroso y un misógino, también un inmaduro. «Perdóname, Señor, lo intento. Ayúdame a creer en ti».
Ya se ha hablado de la burocracia tantas veces, en tantas historias, y siempre hay algo más que decir. Yo puedo hacerlo. Me sacudo el polvo y las esperanzas. Mientras regresaba por donde había venido, un relato se paseó con furia de principio a fin en mi cabeza. Pero cuando llegué a casa no salió nada, y mejor me dediqué a embrutecer mi cerebro con facebook, la misma estupidez reinante pero ahora en los reels.
Cuando eres joven el dinero aún no es tu dueño. Consigues embriagarte, y con suerte tienes algo de sexo con una muchacha gordita o quizá una prostituta adicta al foco. En la adultez, comprendes la importancia del dinero, que la vida gira en torno a él y solo a él; un sueldo miserable es suficiente para endeudarte con un celular que no usas más que para disociarte, o con una moto ruidosa que crees que realza tu personalidad hasta que chocas con un árbol en la madrugada, poniéndole fin a tu existencia.
Lo más difícil es que nadie nos enseña a ser adultos, nos educan y preparan para una vida de consumo. Hay quienes logran ser adultos solo hasta que ya son viejos, pues evitaron preguntarse el porqué de las cosas y aceptaron sin más su destino, porque «es lo que toca». Esos sí que asustan.
Lo único que quiero es sentir, volver a la carga y esperar al mañana. Pensar para escribir algunas experiencias, las infinitas posibilidades para una existencia no realizada.
Supongo que seguiré esperando a Godot.