Apoya a Cuentística
DAVID SÁNCHEZ OLAYO
El alarido del claxon le obligó a abrir los ojos. La luna del coche, hecha añicos por el viejo tejo con el que habían chocado, fue lo primero que vio. Tenía un zumbido mareante incrustado en la cabeza que le impedía recordar. Sus sentidos despertaron con él. Las esquirlas del cristal, ya asentadas en su carne, empezaron a producirle dolor. Creyó escuchar una sirena de policía a lo lejos. Se acercaba con una rapidez que le aceleraba el corazón y le estimulaba el cerebro: no recordaba el cómo ni el porqué, pero sabía que debía huir. Gruñó y movió la cabeza, gesto con el que descubrió a su acompañante.
Su primo estaba tumbado sobre el volante con los ojos enrojecidos clavados en él, avivados por la cercanía de la muerte. Trató de articular una exclamación de socorro. Antonio, como recordó llamarse el recién despertado, lo ayudó a incorporarse, deteniendo así el aberrante pitido de la bocina.
Supo que su primo no sobreviviría. Su camisa blanca se había teñido de rojo y el vientre estaba casi negro. Tenía el arma clavada en la herida, justo bajo el esternón. Unas grandes tijeras de costura, forjadas en oro puro, también manchadas por la sangre.
Antonio se estremeció, quizá por el oro, quizá por la cercanía de la policía. Abrió la apaleada puerta del vehículo con una patada. Antes de bajarse del coche giró hacia su primo que, sin abrir la boca, le suplicó que no lo hiciera, que no lo abandonara. Antonio notó cómo el arrepentimiento le anudaba la garganta, y luchó para que no hiciera lo mismo con sus pies.
Echó a correr sin volver la vista atrás. Se internó en el bosque, tan enmarañado como su propia mente. Los recuerdos le brotaban anárquicos, incapaz de darle forma a lo que había pasado. Tropezó y rodó colina abajo. Varios troncos lo vapulearon antes de aterrizar en un camino de tierra. Escupió, y se esforzó por ponerse otra vez en pie. A lo lejos, o ya no tan lejos, la sirena se anunciaba. Desesperado, miró a su alrededor en busca de cobijo, pero trastabilló por culpa del mareo.
Algo atrapó la atención de sus ojos vidriosos. Un destello violáceo dentro de la maleza susurró su nombre. Atraído por la luz y apremiado por la sirena, se lanzó a la espesura.
Entre los árboles brotó una carpa de tela púrpura. Dio el primer paso con recelo, el segundo con curiosidad, y el resto sin saber siquiera que los daba. Notó un suave cosquilleo al atravesar el umbral. El lugar era un laberinto de estantes acaudalados con miles de baratijas colocadas al azar. Antonio se fijó en un botellín vacío de cerveza. Sorteó algunas baldas para llegar a él, para tocarlo. Vio su cara reflejada en el cristal ambarino, ligeramente agrietado, aunque tardó en reconocer aquel rostro barbudo y ensangrentado.
De pronto, el rayo de los recuerdos lo iluminó.
Había vuelto al pueblo esa misma mañana, después de casi dos décadas. Llevaba años con la misma idea metida en la cabeza: volver al hogar de su niñez, apreciar la infancia olvidada y demás chorradas. Pero Antonio siempre se negó a cumplirla con una excusa diferente por vez. La realidad era que el pueblo estaba muerto desde hacía años; no había nada allí para él. No ganaba nada yendo. Pero, apenas una semana antes, su jefe lo había mandado allá. Su jefe, un cerdo roñoso. Odiaba su trabajo, cobraba poco. Pensó que sería buena idea avisar a su primo Manuel para que lo recibiera. No quería estar solo en el pueblo.
Sus miedos se afianzaron durante los minutos que lo esperó, sentado en la soledad de la única tasca que se mantenía en pie. No podía beber a gusto rodeado por el silencio decadente. Manuel apareció en la otra punta de la plaza desierta, y la cruzó con lentitud. Se sentó junto a él.
El sol de junio se reflejaba en la mesa metálica y calentaba la primera ronda.
—¿Cómo es que al final te has decidido a venir? —preguntó Manuel sonriendo.
—Echaba de menos esto —mintió Antonio con tal naturalidad que hasta él se lo creyó.
Su primo siguió sonriendo.
—Cómo no —dijo, repasando la plaza vacía con la vista, y aquella fuente que llevaba demasiado tiempo seca. Disimuló su tristeza al volverse hacia Antonio—. Cuenta, ¿cómo va todo?
Antonio suspiró, tomó un trago de cerveza, se limpió la barba y encendió el primer cigarrillo. Había olvidado lo mucho que su primo le temía al silencio.
Conversaron banalmente sobre sus vidas de treintañeros: las parejas que no tenían y el trabajo que desearían no tener. Fue una charla fluida, pero sin emoción. Al menos hasta que pidieron el tercer par de cervezas. Aquellas que ya habían apurado quedaron relegadas a una esquina. Antonio las golpeó con el codo sin querer. Un botellín se quebró, pero el otro no sufrió más que una cicatriz alargada en el cristal ambarino. Antonio gruñó por lo bajo y le pegó un puntapié a la cerveza superviviente, bajo la mirada divertida de su primo.
—Sigues igual de torpe —rio Manuel—. ¿Te acuerdas de lo de las tijeras?
El corazón de Antonio se aceleró. Se acordaba perfectamente.
—¿Qué tijeras?
Su primo volvió a reír.
—¡Cómo no te vas a acordar! Las tijeras de la abuela, las de oro.
Las tijeras que el vientre de su primo devoraba en el interior del coche.
El botellín se le resbaló de las manos y se estrelló en el suelo de la vulgar tienda de baratijas.
—¿Qué es lo que quieres de mis cosas?
A su lado se había materializado una mujer mora de edad avanzada, cubierta con mantas y abalorios. Entre la orfebrería desgastada destacaban un par de gemas: sus ojos esmeraldas. El tiempo había formado en su piel tostada centenares de arrugas irregulares, deformando unas facciones antes bellas.
—Perdona —masculló Antonio agachándose a recoger el estropicio—. Yo no quería…
La aparición dio media vuelta, inexpresiva. Temeroso de que pudiera llamar a la policía, Antonio la siguió. Tal era su miedo y prisa que ni siquiera pensó qué había sido del botellín.
—Oiga, yo solo estoy aquí para refugiarme de la noche —le explicó.
La mora lo guio en silencio hasta el mostrador del establecimiento, donde se escabulló detrás. Comenzó a manipular los objetos permitiendo deliberadamente que él los viera. Tras ella había una pared repleta de relojes: todos marcaban con puntualidad las once y media de la noche. Lo único allí colgado que no emitía un chasquido era un marco barroco de madera gris. Antonio sintió una oleada de emociones que volvió a arrastrarlo al pasado.
Se vio a sí mismo caminando con su primo por las calles desiertas del pueblo, pisando la acera mustia a ritmo acompasado. Acababan de salir del bar; su primo se había ofrecido a pagar. Él no replicó; se negaba a malgastar su sudado sueldo en un desperdicio de local como aquel, destinado a la ruina.
Se dirigían a la posada de la alcaldesa, donde ambos compartían hospedaje. Antonio pensó que podían habérselo ahorrado si la casa de su abuela siguiera en pie. No recordaba por qué la habían tirado.
Al entrar, sorprendieron a la dueña colgando un marco barroco de madera gris.
—¿Quiere ayuda? —dijo Manuel, aunque ella ya había terminado.
Era una mujer alta que reforzaba su condición con un par de tacones largos. Pese a una delgadez que rozaba la desnutrición, aquella mujer imponía y mandaba más que el propio alcalde. Ni Antonio ni Manuel conservaban buenos recuerdos de ella, pero no pudieron evitar sentir pena por la mujer.
—No te preocupes, gracias —respondió ella sonriente, señalando la nueva decoración—. ¿A que son bonitas? Las encontró mi marido en el campo.
Nunca supo la respuesta a esa pregunta porque ninguno de los dos hombres tuvo fuerzas para abrir la boca. En el centro de aquel cuadro de dudable estética se habían dispuesto, abiertas en forma de x, unas tijeras de oro marcadas por una gran muesca. Les cortó la respiración con su filo avejentado.
Salieron disparados escaleras arriba y cerraron con violencia la puerta de la habitación.
—¿Las has visto?
—Claro que las he visto.
Antonio se recostó en la cama y encendió otro cigarrillo ignorando deliberadamente el cartel de la pared. Su primo se paseaba nervioso por la habitación.
—No puede ser, tienen que ser otras —dijo—. ¿De dónde las sacó?
Antonio reflexionaba sumido en su propio humo y manteniendo una calma amarga.
—No lo sé, pero esas son de la abuela. Tienen la misma marca que le hicimos cuando niños.
Ambos sabían el aprecio que la mujer tenía por el objeto, un cariño alejado del valor económico. Manuel meneó la cabeza.
—Si se enterara dónde han acabado…
La recordaban a la perfección, sentada en su butaca de aquella casa demasiado grande para una persona que vivía sola, remendando alguna ropa con las tijeras en el regazo.
Pensaron en el mismo suceso: los dos acomodados junto a la lumbre y rodeados por la docena de fotos de su difunto abuelo; su abuela se había quedado dormida a mitad de un arreglo. Antonio se acercó para tomar las tijeras. Casi pudo sentir otra vez el frío y vibrante tacto del oro. Recordó el estruendo que hicieron al caerse de entre sus manos, y el rostro de su abuela al ver la muesca. Pura pena.
—Esas tijeras son nuestras —soltó Antonio tirando la colilla por la ventana—. Es nuestra herencia.
Incluso alguien poco instruido en el arte de leer entre líneas, como Manuel, pudo entender a lo que se refería.
—No podemos llevárnoslas así, sin más —replicó.
—Claro que podemos; es más: debemos. ¿Qué pintan ya en este pueblo muerto? ¿De verdad quieres permitir que esa arpía exhiba algo que nuestra abuela quería con el alma? Si alguien tiene que hacer mal uso de ellas, antes nosotros que una alcaldesa forrada.
Manuel lo miró tras un velo de duda. Él lo instigó con la mirada. Aunque quería tener su apoyo, otra parte de él rezaba porque su primo se negara. «Ganaré más si me las llevo yo», pensó Antonio. Además, no sabía si su primo estaría dispuesto a vender las tijeras.
—Vale —susurró Manuel para su sorpresa—. Pero antes respóndeme algo.
Antonio, con la primera sonrisa de la tarde, hizo un gesto de cabeza. Su primo le clavó unos ojos esmeraldas que le perforaron el alma.
—¿Qué es lo que quieres de mis cosas?
Aquella voz rasposa lo arrancó de la visión, empujándolo al presente con la misma violencia con la que se había estrellado el coche.
El coche.
Volvió a escuchar el insufrible claxon en su cabeza, y todo encajó. Los recuerdos le inundaron la cabeza amenazando con romperla. Habían cogido las tijeras e intentaron huir. La imagen de su primo desangrándose en el asiento del conductor le aporreó el pecho. Las tijeras de oro se habían quedado con él, las había perdido para siempre.
Alzó la cabeza solo para recibir la mirada estoica de su primo. Era él quien estaba tras el mostrador de cristal, con su camisa blanca, sin rastro de sangre ni heridas. Era él, estaba vivo. Antonio hubiera creído que todo había sido un mal sueño de no ser por su semblante inexpresivo, y por aquella misma pregunta que le había hecho la mora.
Los relojes de la pared anunciaban la cercanía de la medianoche con una inexorable secuencia de chasquidos.
Un hedor a muerte se propagó por la tienda.
—¿Qué es lo que quieres? —esta vez la voz no solo escupió las palabras; también pudo distinguir un gruñido de ultratumba.
Antonio vio cómo la carne del rostro de su primo perdía su forma y ganaba arrugas. Dio un paso atrás. Sintió las patas del miedo adhiriéndose a su carne y paralizándole el cuerpo. El coro de relojes se intensificó en los últimos minutos previos a la medianoche.
—¿Qué es lo que quieres de mis cosas? —gritó el ser, estampando su áspera mano en el mostrador de cristal. Las grietas se extendieron por el vidrio y guiaron la vista de Antonio a un objeto: las tijeras. El anhelo destronó al miedo y tomó las riendas.
—Las tijeras de oro.
Al decir aquello, el rostro deformado del ser se contrajo en una mueca de ira. Hincó las uñas en el cristal fracturado del mostrador, y lanzó un estridente chillido.
El fétido olor se intensificó. Los rasgos humanos se derritieron. Antonio clavó sus ojos horrorizados en la criatura al verla abalanzarse sobre él con fiereza.
—¡Desgraciado, me has condenado a vivir bajo tierra otros cien años! —proclamó con odio vengativo empuñando las tijeras—. ¿Por qué no elegiste de todas las alhajas de la cueva, a mí la primera?
Agarrándolo del cuello con una mano cadavérica, lo ensartó en el suelo. Fue entonces cuando reaccionó: al ver a la mora levantar las tijeras de oro para asestarle la primera puñalada. Cuando el filo se hundió en su vientre, tiñendo de rojo su camisa blanca, entendió que nadie lo esperaría al otro lado.
—¿Por qué no me elegiste a mí, a tu propio primo? ¿Acaso no te importan aquellos que te quieren? —continuó la mora, acercando su rostro podrido al alma podrida de su víctima—. Dime, ¿te importa algo más que lo que tienes sobre la piel?
Cada demanda era una nueva cuchillada. Antonio había dejado de revolverse. La sangre que le borboteaba en el gaznate le impedía responder.
—Dime, demonio desencantado, ¿cuándo fue la última vez que escuchaste? ¿Acaso recuerdas un momento en el que no fueras tú la víctima?
Otra puñalada certera acompañó la voz de la mora, y le perforó el corazón.
El dolor del oro en su carne le hizo comprender. Era una verdad pesada. Había dejado morir a su primo; no le había importado. Nunca le importó nada más que las tijeras de oro.
Mientras la muerte lo acogía en el infierno, Antonio trató de decir «lo siento», pero entre la sangre y el dolor, solo logró balbucear. Era tarde para arrepentirse, y aquella última puñalada lo dejó claro.
La pared de relojes dio la abrupta campanada de medianoche. La mora y la tienda de baratijas se evaporaron con el viento nocturno. El bosque comenzó a tragarse al cadáver con las tijeras de oro incrustadas en el corazón. Al amanecer, todo se había esfumado en la memoria de una tierra olvidada.