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A. L. H.
La calle estaba acordonada. Los coches patrullas cercaban la zona y los agentes uniformados impedían el acceso a los curiosos. Cuando la inspectora Claribel y Santana penetraron en la escena del crimen, un agente salió a su encuentro.
—Buenos días Luís. ¿Qué tenemos?
—Un varón, tez morena, de entre treinta y cuarenta años. Estamos esperando que llegue el forense pero parece que lo han matado de una paliza.
El cuerpo estaba en decúbito prono sobre un gran charco de sangre; la cara inflamada dificultaba la identificación. La pierna derecha estaba rota a la altura de la pantorrilla, adoptando una posición antinatural, y el brazo luxado parecía que se había descolgado del hombro. El cadáver tenía una falda de lentejuelas remangada por donde se asomaba su lencería. Unos horteras tacones amarillos estaban tirados al lado del cadáver.
—¿Quién es la víctima?
—¿Quiere el nombre real o el nombre con el que lo conocen?
—Venga ya Luis, que van a ser las seis de la mañana. Hace una calima que es un asco, y con el amanecer subirá el calor. Cuanto antes terminemos, antes nos metemos en la oficina con el aire acondicionado, ¡al fresquito!
—Se trata de Yeray Alemán.
El nombre le resonó en la mente. «¿De qué coño me suenas, Yeray?, se preguntó examinando la escena del crimen.
• • •
El ruido de unos tacones retumbó en la calle Fernando Guanarteme. La Gata desfilaba con gracia por su peculiar pasarela, vestida con un top descarado a juego con los escandalosos zapatos, una falda negra de lentejuelas muy corta, un falso bolso Valentino colgado del hombro y el rabo escondido entre las piernas.
La arena del Sahara se había apoderado de la isla creando un calor bochornoso y escondiendo el cielo tras un tupido velo. Una noche asquerosa donde el simple hecho de estar quieta en la calle ya era motivo para romper a sudar. Había sido una noche floja, apenas dos clientes y ninguno de parné. Iba a cambiarse de esquina cuando escuchó el tremebundo ruido que una vieja chatarra producía al girar la calle. No le hizo falta ver al conductor para saber de quién se trataba. Era un viejo cliente, pero sobre todo un buen amigo del barrio con el que estudió y al que todos llamaban el Caboso.
Muchos creen que este nombrete viene dado porque se había criado en la playa del Confital. Otros, porque al igual que el pez, se ha pegado la vida en los bajos fondos fangosos de la ciudad, saltando de una charca a la otra según su interés y con bastante frecuencia escondiéndose en diferentes cuevas y recovecos, tanto de la pasma como de algún exsocio. Un personaje de la ciudad que siempre estaba en boca de todos, de los buenos y de los malos.
—Oye, Gatita, ¿estás libre ahora y lo que queda de noche?
—¡Miau! —esta respuesta era refleja y marketing puro y duro. Daba igual lo que le preguntaran, primero encajaba el «miau» y luego respondía—. Como los taxis, ¿qué me ofreces, guapo?
—¿Qué te parece una fiestita privada? Tomate libre el resto de la noche; tengo caballo como para estar colocados dos días.
—¡Y de dónde has sacado tanto polvo si tú nunca tienes un duro! ¿No habrás pegado una negra a alguien? —el tono de su voz se fue ensombreciendo—. Anda, lárgate, no me metas en embolaos. Déjame tranquila.
—¡Que no, churri! Se la he comprado al chino de legal. Digamos que un trabajito me ha salido bien y he sacado pasta, y había pensado celebrarlo contigo.
La Gata dudó un instante llevándose la extensión rubia a la comisura de los labios mientras ojeaba a un lado y al otro de la desierta calle. El Caboso no era conocido precisamente por ser muy listo, sino más bien por enmarronarse con gente que no debe. Sus trabajitos siempre andaban fuera de la legalidad, eso está claro, pero si no era una negra tenía que ser un robo y eso le daba un margen de un par de días hasta que lo atraparan. Para entonces, la noche ya habría pasado, y de eso a que se lo gastara con otra, qué mejor que con ella. Además, no pudo evitar ponerse golosa y relamerse los bigotes al pensar que se podía coger un colocón de los buenos, y gratis; así que se ubicó bien el paquete y se subió a la vieja lata.
El Caboso atravesó la ciudad hasta la calle Faro en el barrio de La Isleta. Allí la llevó a la vieja vivienda de sus padres, una casa ruinosa llena de lamparones de moho verde y con la pintura de las paredes descorchada que solamente utilizaba cuando necesitaba desaparecer. La ventana del primer piso estaba tapiada con bloques y la puerta de madera vieja estaba remendada con palés..
La llevó de la mano a la segunda planta. Subieron por las escaleras a lo que alguna vez fue el cuarto de la azotea, ahora adaptado a dormitorio principal. La luz de la luna se filtraba tímidamente por el arenoso velo suspendido en el ambiente, colándose entre las planchas de uralita que aún quedaban del tejado, e iluminando lo justo para encontrar un mechero con el que encender un par de velas.
En aquel escenario harto romántico, el quinqui volcó una bolsita de plástico encima de un trozo de espejo que tenía en la mesa, delante de dos sillones orejones. Sacó un puñado de billetes ovillados del interior de los calzoncillos y los metió debajo del mullido colchón que servía de cama.
La Gata no pudo evitar hacerle preguntas. No era normal que el Caboso disfrutará de tanto motín en un palo; digamos que estos solían salirle rana.
—¿De qué se trató esta vez?
—¿Conoces el restaurante italiano que lleva un par de meses abierto en la avenida de la playa de Las Canteras?
—¿El de los ventanales grandes y letrero azul?
—El mismo. Pues digamos que me dijeron dónde vivía el dueño y le he pegado un buen palo al espagueti pijo ese. Ya verás tú cómo, a partir de hoy, el nota se compra una caja fuerte para guardar el dinero —y no pudo evitar que una sonrisa de sobrado aflorara en su rostro.
El Caboso se sentó provisto del tubo vacío de un bolígrafo bic y papel de plata, y animó a su invitada a que lo acompañara. Ninguno de los dos quería perder el tiempo, pues ambos sabían que el éxito es efímero, y que como viene se va. No lo dudaron: se calzaron sus botas de cowboys, se ajustaron el revólver con balas de plata, subieron al caballo canelo y cabalgaron por el Monument Valley de sus sueños. Una tierra maravillosamente libre donde ellos nunca perdían, algo muy distinto a su realidad.
Rompieron a sudar, empapándose como si hubieran salido de la ducha. No podían saber si esto era culpa del veneno que corría por sus organismos, de la calima que traía los vientos saharauis o de la actividad física que sucedió a los bolos. A ese viaje por su peculiar oeste decidieron añadirle un caballo de hierro. Ambos hicieron igual de cabús que de locomotora. Entre estación y estación, y durante el cambio de maquinista, un nuevo chino se subía al tren.
Así invirtieron las siguientes horas de la madrugada.
• • •
Los agentes se tomaron un tiempo breve para la reflexionar en silencio, pensando por donde podrían empezar la investigación. Santana miró a los edificios de alrededor, escrutando cada ventana, cada resquicio. Por fin uno de los dos añadió.
—Inspectora, ¿sabe que calle es esta? ¿ No le suena de algo?
Claribel no comprendió adónde quería llegar Santana.
—Fue hace algunos años, cuando recién llegó. No sé recuerda que un famoso político fue chantajeado por un vigilante de seguridad privada, que le pedía treinta mil euros si no quería que difundiera el video de él con un travestido en la calle.
—Sí, lo recuerdo. El vigilante trabajaba en aquel edificio durante la noche. Se dedicaba a controlar los monitores de las cámaras cuando vio que alguien estaba follando en un coche, en el callejón de aquí atrás. Reconoció a uno de los amantes y lo grabó con su teléfono para chantajearlo. De hecho, el otro era un travestido conocido como la Gata, ¿no?
—Exacto.
• • •
La Gata salió a la terraza para ver si conseguía pescar el fresco que frenara el fuego que le recorría el cuerpo; no paraba de sudar. El sofoco que sentía era tan grande que la extenuaba. El polvo suspendido le secaba la garganta; no tenía saliva qué tragar. Encendió un cigarro adulterado y buscó la luna en el cielo terregoso. El Caboso dormía placenteramente en pelotas en el viejo colchón, todo mojado. Estaba exhausto, se lo habían pasado bien.
Justo cuando tiró la colilla de cigarro al suelo escuchó el frenazo de un coche. En esa noche casualmente silenciosa y tranquila, el ruido lo delató. No tardó en reaccionar: corrió hasta la cornisa, que la separaba de la vista a la calle. Miró hacia abajo y vio que de la parte trasera del coche se apeó la vieja; sus chicos tiraron la puerta para entrar.
La vieja, siempre coqueta, con exceso de maquillaje y arreglada de peluquería, vestía el típico vestido de flores cómodo que se vende en los mercadillos, y unas cuñas nuevas con tacón que la hacían ver un poco más alta. Ella también entró, la última, acompañada de su nieto y chófer que la guiaba por la penumbra de aquella casa ruinosa.
La visión de aquella mujer bloqueó mental y físicamente a la Gata, que solo se agazapó como pudo en el más absoluto silencio. Mientras, los intrusos despertaron al Caboso a fuerza de hostias, bajándolo de su montura a marchas forzadas.
La vieja llegó a la segunda planta sosteniéndose del brazo de su nieto. Con un gesto de la mano ordenó que le pusieran uno de los sillones frente al quinqui, que estaba en la esquina de la habitación, desnudo y ovillado, como si fuera un capullo. Se sentó frente a él con un gesto de impaciencia, y con voz de camionero fumador, espetó:
—¿Qué coño tengo que hacer contigo, mi niño? No entiendes de razones. ¿Cuántas veces te he dicho que no actúes en mi zona? ¿Qué parte de aquí nadie hace nada sin mi permiso no te queda clara? ¡En la Isleta y en el Puerto mando yo! —la vieja hizo una parada de resignación para calmar sus nervios y evitar alzar la voz—. Tengo un nuevo cliente que paga muy bien por mi protección, al que le han robado esta noche. ¿Qué crees que ha hecho antes de llamar incluso a la policía? Exactamente, llamarme a mí. Porque para eso estoy yo, para ayudar a mis amigos, a mi familia. Le mandé a mis chicos inmediatamente y adivina a qué gilipollas vieron por las cámaras. Exacto, ¡al malnacido hijo de la Mari Carmen! Y me dije a mí misma: ¡el Caboso me ha vuelto a tocar los ovarios!
—Perdón —murmuró entre sollozos y mocos con sangre—. Aquí tengo el dinero, debajo del colchón. Puede cogerlo. Prometo no volver a pegar un palo en la isla, ¡se lo juro!
—¿Cuándo fue la última vez que me juró lo mismo, negro? —preguntó la vieja a uno de sus chicos mientras le hacía el gesto inequívoco de que mirara debajo del colchón.
—Hace tres meses, cuando se metió a la tienda de Tinita —contestó este dándole el puñado de billetes a su jefa que, sin mirarlo, se lo metió en el sujetador que mantenía con mucho esfuerzo a sus dos enormes senos en una posición algo digna.
—¡Cierto! Pobre mujer. Toda la vida trabajando en el barrio como una cabrona de sol a sol para que venga este malnacido a robarle sus cuatro ahorrillos —y dirigiéndose nuevamente al Caboso, lo increpó—: Te he permitido mucho, mi niño, probablemente porque conocí a tu madre, que era buena gente, pero ya no puedo meterte a viaje. No haces caso.
—¡Lo siento!, de verás. No volveré a desobedecerla. ¡Se lo juro!
La vieja miró la mesa donde se encontraba la droga.
—¿Pegaste el palo hace unas horas y ya quemaste parte del motín en mierdas? ¿Cuánto puede haber en esa bolsa, treinta gramos? ¿Pensabas quedarte aquí escondido chinándote hasta que las cosas se calmaran? Con el enganche que tienes, dudo que eso te durara más de dos días. Estás muy enganchado. ¡Mírate, das asco!
Y con un gesto de la cabeza la vieja ordenó que se deshicieran del miserable. Mientras Tony lo neutralizaba con una llave, el negro rodeó el cuello del yonqui con un nailon. El Caboso no tardó en dejar de respirar.
Nadie reparó en el gato tembloroso que, agazapado bajo la ventana, observaba todo en el más absoluto sigilo. Fue consciente, después de lo que acababa de presenciar, que el más mínimo ronroneo la pondría a ella en el punto de mira.
Justo en el momento en que la matriarca se disponía a marcharse reparó en un detalle: un bolso de charol tirado llamó su atención.
—¿Y eso? —preguntó a sus chicos—. ¿Habéis registrado toda la casa, verdad?
Su séquito no sabía dónde meterse. Era evidente que habían cometido un error de principiantes, propio de un exceso de confianza. Inmediatamente, dos de ellos se pusieron como perros a registrar el cuchitril. Otro se agachó y cogió el bolso para registrarlo.
—Tiene un par de condones, noventa euros, un paquete de clínex, un móvil con la pantalla estallada…
—¡Una puta! —dedujo la vieja—. ¡Anda, qué ha tardado este desgraciado en montarse una fiesta!
—Aquí hay un documento: Yeray Alemán —y se lo entregó a la vieja, que con un rápido vistazo le valió para reconocer al de la foto.
—¡Es la Gata! ¡Mierda! Tiene que estar por aquí, ¡buscadla!
En ese instante, el nieto de la vieja, que había salido a la azotea a echar un vistazo, exclamó:
—¡Va corriendo descalza calle abajo! Ha saltado de la azotea. Dejó atrás los zapatos —y le entregó a la vieja los escandalosos zapatos de tacón color amarillo chillón.
«Los malditos gatos siempre caen de pie» pensó.
—No podemos dejar cabos sueltos. Acabad con ella. Tú y tú, venid conmigo al coche —dijo señalando al negro y a su chófer—. Los demás ya estáis tardando en echar a correr. ¡Quiero a ese travestí muerto!
La jauría de perros rabiosos salió corriendo calle abajo por Faro con espuma saliéndoles por la boca. La Gata corría como alma que lleva el diablo, callejeando como nadie más sabía. Como buena prostituta, conocía todos los recovecos oscuros de aquella ciudad, cada callejón, cada portal, cada atajo. Supo que no podía acudir a la comisaría más cercana, pues muchos agentes estaban untados con la manteca de la vieja. Así que tenía que llegar lo antes posible a la comisaría central nueva, por allá del parque romano.
Pero la vieja también pensó en esta posibilidad. Mientras no saliera de su territorio, la tenía controlada; pero si llegaba a la comisaría central y declaraba… Así que iba a cercarla.
• • •
La noche se había vuelto especialmente calurosa, o eso pensó ella. El corazón de la Gata corría más que ella misma, a punto de salírsele por la boca. Pero sus piernas no flaqueaban; aún quedaba algún resquicio de haber formado parte del equipo de futbol.
La avenida de la playa y el parque Santa Catalina quedaban muy descubiertos y a la vista de todos, así que al descartar esas vías le quedaba muy pocas opciones para cruzar la ciudad. Tendría que callejear con mucho cuidado y mantenerse en la oscuridad. Al fin que de noche todos los gatos son pardos, y la calima la ayudaría a ocultarse de la vista de los perros. Un atisbo de esperanza se anidó en su pecho.
Por el contrario, el nerviosismo de la vieja crecía con cada minuto que pasaba sin tener noticias de la Gata.
—¡Negro! —ordenó la matriarca con los zapatos de tacón en su falda—. Dale un toque a los pesetas y diles que estamos buscando a la Gata. Que me la localicen inmediatamente.
Los dedos del negro empezaron a volar en su móvil. No pasó mucho para que su pantalla se llenara con emojis del pulgar hacia arriba. Más de una veintena de taxistas se dirigieron a la zona puerto para cumplir la orden. Ahora, aparte de los perros, también los taxistas buscaban al travestido.
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Un taxi pasó a muy baja velocidad por una calle transversal, prácticamente a ralentí. La gata, que estaba oculta en un portal, se percató de la maniobra. Luego, pasó otro taxi extrañamente a baja velocidad, giró y se introdujo en la calle en la que ella se refugiaba. Se agachó para ocultarse detrás de un coche. La única razón por la que los taxistas conducían así era porque la vieja les había pedido que la buscaran, pensó. Estaba claro que la matriarca quería terminar cuanto antes este juego.
El taxi paró a su altura. Pensó que probablemente los latidos de su corazón la habían delatado. Le pareció que se oían tan fuertes, que incluso el taxista los había escuchado. Cinco segundos después oyó el tono de una llamada.
—Está aquí, en la calle Veintinueve de Abril, esquina con Luis Morote. La estoy viendo agachada detrás de un coche —dijo el conductor.
«¡Mierda!» La cristalera del comercio que tenía detrás la había delatado. Giró y vio su propio reflejo. ¡Qué estúpida! Salió de su escondite como alma que lleva el diablo. El taxi la siguió rápidamente, pero siendo ella una gata lista, se metió en una calle a contrasentido. Eso le ganó algo de tiempo. Volvió a girar en la siguiente calle, donde sabía que el coche no podría hacerlo, pero para su mala suerte, uno de los sabuesos de la vieja intentó interceptarla.
Siguió corriendo y girando calle a calle hasta que se topó de nuevo con el primer taxi. Otro taxi paró a la distancia, y otro más se enfiló hacía ella. No muy lejos pudo escuchar los gruñidos rabiosos y agotados del podenco de caza. «¡Joder, estoy rodeada!». Estaba perdida y lo sabía. Se tomó un segundo para pensar.
De pronto lo vio claro: solo le quedaba una opción. Y echó a correr.
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Fue consciente de que no se podría salvar, de que su vida acabaría ahí, pero aún podía conseguir que todo saliera a la luz y que su asesina no se quedara sin castigo.
Las imágenes mostraban claramente cómo la astuta gata había llegado corriendo y se paraba justo ante la cámara. Cuando se vio rodeada, se arrodilló. El negro fue el primero que trató de someterla, pero no pudo con ella. Luego, llegaron los demás. Engrifada y arañando con toda su furia, la Gata se aferró a la vida hasta su último aliento.