Apoya a Cuentística
J. R. SPINOZA
25°49′24″N, 97°09′07″O
Verano de 1507
Cuando aquel artefacto se impactó en el cráneo de su hermano, Aiyana escuchó el mismo crujido que hacían los cocos cuando su padre los reventaba. Los ponía en fila, y con una piedra grande del río que levantaba sobre su cabeza, conseguía partirlos siempre al primer intento y por la mitad. Nacono, en cambio, necesitaba dos o tres golpes y las partes siempre salían disparejas. Ahora los dos estaban muertos. El segundo golpe en el cráneo de Nacono le salpicó de sangre la falda tejida con fibra de junco, pese a la distancia. «No quería enseñarme a pescar. Si hubiera venido solo…», pensó Aiyana.
El asesino de Nacono, un hombre fornido con cicatrices de un zarpazo en la boca, hecho por un felino grande, y un ojo muerto, la vio. Su mirada era intensa, cargada de violencia y bestial que le heló la sangre. Los dos sujetos que sostenían el cuerpo de Nacono la miraron también, como si Aiyana hubiera sido invisible y ahora fuese casi tan llamativa como el sol. No los conocía: eran naháks, forasteros. Su hermano se había interpuesto entre ella y el peligro tratando de negociar con ellos, dándoles toda la pesca del día. La negociación no prosperó.
Aiyana corrió por la arena. Sus pies descalzos se resbalaban en la húmeda superficie, pero la adrenalina la empujó a seguir hacia adelante. Los gritos de los naháks detrás de ella se acercaban mezclándose con el rugido del mar. Sintió una mano áspera en el brazo. Era del hombre de las cicatrices, que intentó sujetarla. Aiyana logró zafarse con un giro rápido. No sabía adónde correr, la desesperación le invadía; los pulmones comenzaban a dolerle.
Tropezó con algo enterrado en la arena y cayó de bruces. Intentó incorporarse rápidamente, pero el nahák ya estaba sobre ella. Aiyana luchó con todas sus fuerzas, pateó y arañó, pero no fue suficiente. El hombre intentó inmovilizarla; sintió su aliento fétido en la cara. Temió que antes de matarla la usara para complacerse.
En su lucha desesperada, su mano rozó un objeto frío en la arena. Lo sujetó con firmeza. Era una navaja de obsidiana, antigua y afilada como un rayo de luna. Sin pensarlo, Aiyana atacó con ella a su agresor. El filo cortó el aire y se hundió en la carne con una facilidad sorprendente.
El nahák gritó y rodó por la arena sosteniendo su costado ensangrentado. Aiyana no había visto nada así en su vida; se incorporó y arremetió de nuevo, esta vez con una precisión feroz. La navaja de obsidiana cortaba con un filo incomparable; escindía la carne y el hueso con un haz de luz que brillaba en la punta, dejando surcos profundos en el cuerpo de su atacante. Los otros naháks la miraron clavados en la arena. Ella, blandiendo el arma, dio un torpe paso hacia adelante. Entonces los otros giraron sobre sus talones y huyeron, levantando espuma con los pies.
Dos cuerpos en la orilla de la playa, el de Nacono a lo lejos con la cabeza aplastada. Y también el de ese hombre, tan descuartizado que podían ser más a ojos de cualquier observador.
Aiyana arrojó la navaja al mar; vio cómo las olas se la tragaron. Sintió que algo en ella también se hundía con el oleaje.
H. Matamoros, Tamaulipas
5 de noviembre de 2010
Por los tenis sé que no es un soldado, aunque su camisa y pantalón lo sugieran. Nos apunta con un fusil. Reconozco el arma por los videojuegos: es una AK-47. Es muy diferente verla en imágenes o video a tener una apuntándote a la cara. Las piernas de flan son un lugar común y a la vez una descripción precisa de lo que se siente. La culata y el guardamanos están hechos de madera, que contrasta con el cuerpo metálico del arma. El cargador curvo, que se extiende desde la parte inferior, está lleno de cartuchos. «Cuerno de chivo», le llaman.
Entre maldiciones y mentadas de madre, alguien nos dice «bájense». El tono, más agresivo que imperativo, hace que mis compañeros se congelen. Beto tiene la vista congelada, la boca en un arco hacia abajo y la frente humedecida con grandes gotas de sudor. Keyla, con la mirada perdida, se aferra con una mano al volante y la otra a la palanca de cambios; yo la tomo del brazo y le digo que no con los ojos.
—Vamos a bajarnos —le digo, y mi voz logra romper su trance.
Nos ordenan que subamos a su camioneta, una Hummer H3 color negra. Beto es el primero en subir, le sigue Keyla. El estribo está alto, por lo que la tengo que ayudar. Mientras subo, el hombre me encaja el fusil en las costillas con maldiciones. Keyla solloza. Un hombre en el asiento del conductor que usa pasamontañas nos apunta con una pistola. Algo parecido a una Desert Eagle, aunque no estoy seguro. Me duele el golpe. El hombre del fusil sube, él sí tiene el rostro descubierto, el cabello corto y oscuro, y una barba fina. Sus cejas son espesas, y en sus ojos veo que tal vez ha consumido drogas.
—Vamos a dar una paseadita —ahora su tono es amable. El conductor arranca la camioneta. El del fusil no deja de apuntarnos. —¿Maestros? —dice prestando atención a nuestro uniforme de normalistas—. Pinches maestros, la mía era una gorda culera que siempre se reía de mí, y cada que podía me pegaba con el metro.
Lanza una risa inconforme, maliciosa.
—Ahora agachen la cabeza, y al que la levante antes de que yo diga le voy a dar un plomazo. Cualquier cosa que hagan sin mí permiso les va a costar.
Nunca voy a las fiestas o convivios, y pienso que fue una terrible decisión venir a esta, pero era la oportunidad de ver a mis compañeras en traje de baño. «La casa de mi tío tiene piscina», había dicho Néstor. «Salió de viaje y regresa hasta mañana». Me pregunto si los demás llegaron bien a la casa. El dolor en la costilla me exige cambiar de posición, pero me concentro en permanecer con la cabeza gacha.
Me vienen mis padres a la mente. «Si obedezco no moriré», repito mentalmente diez, quince veces. Algo dentro de mí dice que sí, que quizá aun obedeciendo me matarán. Hablo con Dios en silencio, tal como lo hace él. Le pido ayuda, perdón y doy gracias; gracias por lo bueno. Parece funcionar. Estoy tranquilo el resto del camino. Dos o tres eternidades, porque el tiempo pasa diferente cuando un arma te apunta tan cerca; es el infierno: «el diablo usa tenis».
La camioneta se detiene. Ambos hombres se bajan. Nosotros seguimos viendo el tapete de hule. La puerta se abre, pero no la mía. Salgan. Sigo con la cabeza gacha hasta que Keyla se desplaza. Levanto la cara y veo la parte donde el mar se mezcla con la arena. Reconozco el lugar: Playa Bagdad.
El hombre del pasamontañas abre la cajuela y saca de allí a un par de jóvenes, hombre y mujer; al verlos estimo que son cuatro o cinco años mayores que nosotros. El varón quizá un poco más.
—Formen una línea lateral. Tomen distancia. ¿Estás listo?
La pregunta se la hace al sujeto del pasamontañas, que saca un celular y comienza a grabarnos. El sujeto tira al suelo el cuerno de chivo y de uno de los bolsillos de su pantalón militar saca un objeto. Por el ángulo no alcanzo a ver qué es. Soy el último de la fila. El hombre extiende el brazo como lanzando una caña de pesca invisible y puedo ver un haz de luz que corta del hombro a la cadera y en diagonal al tipo que sacaron de la cajuela.
Un grito agudo y muy fuerte: la mujer que venía con él berrea. Yo estoy impactado y mis amigos se han quedado muy quietos. El otro repite el movimiento pero consigo agacharme y jalar a Keyla, que está a mi lado. El haz de luz pasa por encima. Beto no ha corrido con la misma suerte: tanto él como la otra muchacha han perdido la cabeza. Sus cuerpos decapitados caen a la arena. Las olas van y vienen, y mi atención se centra en ellas. Es la voz del asesino o la mano de Keyla apretando con toda su fuerza la mía lo que me hace volver.
—Está chingona, ¿no? La encontré hace unos días. La he visto partir un tanque como un cuchillo a un pastel. Me encantaría saber de dónde salió.
Nos la muestra a la distancia. Es una navaja de obsidiana. Una voz en mi cabeza repite «haz tiempo».
—Yo lo sé —me esfuerzo porque no me tiemble la voz.
El sujeto se me acerca con su mirada de loco. La ignoro, no debe darme miedo.
—Donde salgas con una mamada…
—¡De verdad!, es un mito —intento hablar fuerte y lento; a mucha gente le irrita mi dicción rápida, así que me esfuerzo en abrir la boca, aunque no demasiado, para que no piense que le hablo como a un retrasado—. ¿Sabe quién es Quetzalcóatl?
—Un dios azteca —se desabotona la camisa y revela la piedra de sol tatuada en su pecho.
—El mito dice que había un gran monstruo marino, Cipactli, que era el caos en el mundo, y para formar la Tierra este ser debía morir. Se les encomendó la misión a Quetzalcóatl y a su hermano Tezcatlipoca. Los dioses les dieron la «itzopilli», esa navaja de obsidiana que traes en las manos. Se supone que solo es un mito, pero coincide.
Mis mentiras funcionan. «Y dicen que la mitología no sirve en la actualidad». El hombre contempla la navaja con los ojos bien abiertos, y se le dibuja lenta una sonrisa. La sujeta con la palma abierta, como si tuviera el santo grial o la lámpara de Aladino.
Estamos en completo silencio, solo se percibe el monótono ruido de las olas. Ni siquiera su compañero se mueve.
De pronto, un estruendo. El tipo del pasamontañas cae a la arena; el celular queda boca arriba. El hombre de la navaja se gira; otro estruendo. Una bala le atraviesa de la nuca a la frente. La navaja cae en la arena. Mi instinto me dice que tome la navaja, pero el sentido común y Keyla me obligan a ponerme pecho tierra, con las manos en la cabeza.
Botas. Un soldado con botas, dos, tres. El lugar se llena de uniformados. Uno coge el celular, que seguía grabando, y otro la navaja. Mi conciencia me invita a permanecer callado. Eso hago.
Valle Hermoso, Tamaulipas
6 de noviembre de 2011
Tras un año puedo visitar la tumba de Beto. La limpio y le coloco flores. El día de su muerte la ciudad de Matamoros padeció ocho horas de terror. La violencia empezó alrededor de las diez de la mañana y se extendió hasta poco después de las seis de la tarde, cuando Tony Tormenta y dos de sus escoltas fueron abatidos en una casa de seguridad. Esa fue la nota que acaparó los medios; el secuestro de tres normalistas y el deceso de uno de ellos no figuró en los periódicos. A Keyla la internaron en un hospital psiquiátrico, pero tras un par de meses se suicidó. Por mi parte, mentí a todos los psicólogos. No mencioné el arma a nadie. Dejaron de seguirme el mes pasado, aunque aún siento que escuchan mis llamadas telefónicas.
SECTOR MX-87300
Equinoccio de otoño, 2513
Te diré lo que pasará. Descenderás lentamente en el pequeño submarino en las profundidades del océano observando los datos de navegación en tu tableta. Mientras te sumerges verás, a través del grueso cristal, cómo el azul profundo del mar se extenderá infinitamente a tu alrededor, interrumpido solo por los destellos de bioluminiscencia de las criaturas marinas que ocasionalmente cruzarán frente a ti.
A medida que te acerques a la base submarina, la colosal estructura alienígena emergerá de la penumbra con una red de raíces metálicas. Buscarás semejanzas, porque la mente humana siempre piensa en términos de imagen y semejanza, y recordarás aquel viejo video de la Eduteka en el que vertieron aluminio líquido en un hormiguero, y te convencerás del parecido.
La base te parecerá viva, sus paredes palpitando con una energía interna que irradia un suave resplandor, variando en tonalidades del verde al azul. Serás recibido por un androide hiperrealista, salvo por sus ojos luminosos y su piel de una palidez metálica. «Bienvenido, doctor Schaffler», dirá con una voz modulada, conduciéndote a través de los pasillos. Tu corazón latirá con fuerza por la emoción y los nervios mezclados mientras te diriges al laboratorio de análisis, donde los líderes undinari te esperan.
Al llegar verás dos figuras altas y esbeltas, indistinguibles para ti como dos humanos lo son para ellos. Su piel es de un color marfil, con una textura lisa y sin pelo. Ves su cabeza alargada y ovalada, con una frente prominente y barbilla estrecha; ojos grandes que ocupan una buena parte de su rostro, con un iris que parecerá contener galaxias. Vestirán una armadura que cubre sus hombros y parte del cuello.
Oirás un sonido gutural semejante al canto de una ballena, si esta produjera una estridulación cada tres segundos. El androide traducirá: «Ya llegó el arqueólogo, doctor Federico Shaffler. La bienvenida le damos».
Te acercarás al dispositivo que colocaron en el centro del laboratorio, una especie de esfera de cristal con múltiples anillos metálicos girando alrededor, cada uno inscrito con símbolos alienígenas. El androide te informará que se trata del cronovisor, una tecnología avanzada capaz de mostrar eventos del pasado con una precisión asombrosa.
Los undinari te mirarán expectantes mientras activas el cronovisor, siguiendo las instrucciones proporcionadas por el androide. Los anillos metálicos girarán más rápido emitiendo un zumbido suave que resonará en toda la sala. Lentamente, una imagen se formará en el interior de la esfera. La escena mostrará un paisaje prehistórico con vegetación exuberante y criaturas extintas caminando por la tierra. El cronovisor continuará ajustándose hasta que la imagen se estabilice en una playa. Reconocerás de inmediato el lugar: es la misma playa que has visto en los registros históricos y en tus propias investigaciones.
Entonces verás a Aiyana, la joven guerrera luchando contra el nahák con una ferocidad y destreza que te sorprenden. La navaja de obsidiana brillará con un resplandor etéreo cortando a través de la carne de su enemigo, como si estuviera dotada de un poder sobrenatural. Observarás cómo, después de la batalla, ella arroja la navaja al mar, el mismo mar en el que se encuentra la base submarina alienígena.
El cronovisor avanzará en el tiempo para mostrarte cómo la navaja fue arrastrada por las corrientes, oculta durante generaciones, hasta llegar a manos de los narcotraficantes en el siglo XXI. Verás la brutal escena de Playa Bagdad, el arma cortando cuerpos con una precisión letal, y luego la intervención militar que pone fin a la masacre.
El cronovisor se detendrá desvaneciendo la imagen. Los undinari intercambiarán miradas de comprensión. Uno de ellos, con una voz traducida por el androide, te dirá: «¿Es lo que vienes a traernos?». Sacarás la navaja de tu bolsillo y se las entregarás. Uno de ellos la inspecciona con sus artefactos. «¿Ustedes dejaron la navaja aquí?». El undunari se tomará su tiempo en responder. Tras unos minutos el androide traducirá: «sí… y no». Otro undinari te observará con sus profundos ojos llenos de galaxias. «Esta arma fue fabricada por humanos. Es un objeto fuera de tiempo».
Recordarás las historias de los oopart1: la batería de Bagdad, la máquina de Anticitera, el martillo de Kingoodie, y muchos otros. «¿Han viajado en el tiempo?», preguntarás. «No, y hasta donde sabemos es imposible. Pero eso no evita que objetos como este existan». Pasadas dos horas te devolverán la navaja.
Volverás al sumergible para regresar a la superficie, donde tus superiores te estarán esperando. Rendirás un informe. Setenta y dos horas después, y sorpresivamente, los unidnari comenzarán la guerra contra los humanos.