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Hermosa e indiferente Emilia:
Es probable que esta carta te sorprenda: no creíste que sería capaz de escribirte después de mi deliberado silencio. Yo tampoco lo hubiera creído. Al igual que una estatua, soporté estoico las inclemencias de la vida. Traté de no quebrarme; intenté mantener la máscara que ocultaba mi dolor. Me reprocharás que te escriba, una vez más mediante metáforas caducas, mis digresiones, mi forma de evadir el meollo del asunto, mi manera de darle vueltas a las cosas hasta convertir una línea recta en un laberinto. Como necesito que me leas, intentaré ser tan claro como me sea posible. Te pido, pues, que permanezcas leyendo.
A pesar de que ayer fue 16 de septiembre tuve que ir a trabajar. Como todos los días, salí a comer a las tres. Con lo explotador que es Palacios, mi jefe, me sorprende que tuviéramos hora de comida. Creo que era lo único bueno de ese trabajo detestable. Tú bien sabes, Emilia, que la vida no me ha sonreído como a ti. Al terminar el bachillerato, ingresé a la carrera de letras pero tuve que abandonarla para trabajar. Mi madre necesitaba mi apoyo, y cómo no iba a dárselo. Ella era mi única familia. Tú, en cambio, te has criado en el más cómodo desahogo. No lo recalco por resentimiento pero las cosas deben nombrarse por lo que son, y nadie ignora que el mundo se cuece disparejo desde tiempos inmemoriales. Que nuestro amor no haya sido posible es solo una diminuta muestra de ello.
Al salir del almacén de Palacios me dirigí, con paso desganado, a la fondita que suelo frecuentar: un local pequeño y modesto adornado con el típico folclor mexicano. Desde que empecé a trabajar con Palacios, hace tres meses, asisto a la fonda con puntualidad. La comida no es mala, y además una dulce mesera me atiende con predilección. Intuyo que le atraigo y ella intuye que me seducen sus tiernos ojos. Pero ambos sabemos que no pasaremos de ahí: enamorados en secreto para no arruinarnos la existencia. Quiero creer que no franquearemos la línea que separa la ilusión de la cruda realidad. Haber cruzado esa frontera casi nos destruyó a ti y a mí, Emilia. ¿Lo recuerdas? Yo sé que sí por más que te esfuerces en olvidarlo.
Frente a la fonda, cruzando la calle, hay una casa desvaída. No parece abandonada pero ciertamente nunca he visto a nadie entrar o salir de ahí. Desde la azotea llana, un pitbull ladraba a los transeúntes. Aquel pitbull, al igual que Marte, tenía el lomo marrón y el pecho blanco. Quizá porque iba a diario por ahí, hace tiempo que el pitbull dejó de ladrarme cada vez que me veía pasar. Se limitaba a observarme con sus ojos traviesos de niño juguetón.
A pesar de ser día feriado, la fondita estaba abierta. En su interior solo había un par de solitarios comensales. Al entrar al local, la mesera me saludó con su habitual timidez mientras se acomodaba un mechón de pelo detrás de la oreja. Me senté en la mesa que da a la entrada del local. Desde ahí podía observar a las personas que andaban por la calle. La mesera me sirvió una espesa sopa de letras y yo le sonreí porque hacía mucho tiempo que no veía una. Mi mamá solía prepararme sopa de letras cuando recién comenzaba a leer y a escribir. Ella me desafiaba a componer palabras con las letras de pasta. En el borde del tazón de peltre, yo colocaba «Te amo mama». Luego cortaba un pedacito de una I para poner el acento. «Te amo mamá». Y mamá sonreía con los pómulos bien alzados.
Mientras saboreaba la sopa, me ensimismé. Sentí caerme encima todo el peso de la nostalgia. Entonces pensé que convertirse en adulto consiste en añorar ser niño. Nada más que la nostalgia nos separa de los despreocupados infantes.
Entonces, un fuerte estruendo me despertó de mis meditaciones. Alguien, en alguna calle aledaña, había tronado un cohete. Como miraba hacia la calle, pude ver la catástrofe con total nitidez: con el ruido, el pitbull se asustó y cayó desde la azotea. El recuerdo de su cuerpo estrellándose contra la orilla de la banqueta aún me eriza la piel.
Aterrado, salí de la fonda y crucé la calle. Como si se tratara de un antiguo dios al que tuviera que rendirle reverencia, me arrodillé frente al animalito, que sangraba. El perro gemía: su columna parecía estar rota; aquello se veía como si fuera una pronunciada cordillera. Sentí la presencia de alguien detrás de mí. Al volverme, me encontré con la mesera, que respiraba agitadamente. Me miró con auténtica preocupación como preguntándome qué debíamos hacer. No sé por qué le ordené que trajera agua. Fue una orden estúpida porque era evidente que el animalito no tendría ganas de beber.
La joven regresó a la fondita para traer el agua. Mientras tanto, toqué en repetidas ocasiones el timbre y golpeé el zaguán de la casa, pero nadie salió. Parecía estar realmente deshabitada. La mesera regresó con un traste de plástico lleno de agua. Lo acercó al hocico del perro, pero no bebió. «Tenemos que llevarlo con un veterinario –dije de pronto–. No hay nadie en la casa, y si nosotros no lo ayudamos, morirá». Ella asintió en silencio, admirada. «Hay una veterinaria a dos calles. Podemos llevarlo allá», dijo ella. Me arremangué la camisa y me incliné hacia el animal, y con mucho cuidado, lo cargué. El perro gimió y me lanzó una dentellada, pero estaba tan malherido que terminó por amansarse. La gente a nuestro alrededor nos miraba y fingía sentir lástima por el animalito. Pero nadie hizo nada por ayudarnos.
Caminé las dos calles con el pitbull en brazos, que parecía haberse desmayado. Sentí cómo se me humedeció la camisa sin saber si era por el sudor o la sangre; no quise averiguarlo. Cuando llegamos a la clínica, la mesera avisó que se trataba de una urgencia. El veterinario salió a recibirnos. Era un hombre de mediana edad, vestido con una filipina estampada con figuritas de perros y gatos. Su cabello rizado y prematuramente blanco contrastaba con su piel morena. Al ver al pitbull malherido, el veterinario se alarmó. «Se cayó de un azotea», me apresuré a explicarle. El hombre se acercó al perro y lo examinó. «Necesita una operación urgente. Tienen que ir a un hospital veterinario. Aquí no puedo operarlo», dijo. Se metió a su consultorio, garabateo la hoja de un cuaderno y la arrancó; luego, nos tendió el papel. «Esta es la dirección». El hombre miró al pitbull por última vez y le dio unas palmadas en la cabeza. «Apresúrense», nos dijo.
Calculé que el hospital quedaba como a media hora en auto. Necesitábamos tomar un taxi. Sentí vibrar algo en mi bolsillo: era mi teléfono. Como tenía los brazos ocupados, le pedí a la mesera que lo tomara. Un poco cohibida, la muchacha introdujo la mano en mi bolsillo y extrajo el celular. Vi que Palacios era quien me llamaba. Mi hora de comida había terminado hace tiempo y seguramente se preguntaba (encabronado) dónde me había metido. Desde el inicio me advirtió que no toleraría retrasos ni faltas.
La mesera paró un taxi. Cuando el conductor advirtió que me iba a subir con el perro, me dijo: «no llevo animales». «Es una emergencia», suplicó ella. «No llevo animales», sentenció el conductor a pesar de verlo ensangrentado. El taxista arrancó y ella le gritó: «¡pendejo!». La miré sorprendido por la espontaneidad su reacción. Ella se sonrojó un poco y luego le hizo la parada a otro taxi. Antes de que escucháramos cualquier excusa, nos montamos en el auto y le dimos la dirección del hospital al conductor.
Mi teléfono volvió a vibrar dos o tres veces durante el trayecto. Ella me miró, interrogante. «Es mi jefe –le expliqué–. Debe estar vuelto loco porque no me encuentra». Lo dije con un tono desenfadado para disimular mi preocupación. Ella asintió en silencio y comenzó a acariciar la cabeza del pitbull. Yo la miraba de reojo. La luz dorada de la tarde le iluminaba el rostro. Me pareció hermosa. «Disculpa, no te lo he preguntado… ¿Cómo te llamas?» «Alba», respondió con una dulce e inocente sonrisa. «Alba –repetí–. Yo soy Darío», dije, como si mi voz pudiera acariciarla. No te relato estos pormenores de enamorado para provocarte celos, Emilia. Sé de antemano que no te inspiro nada. Aporreo el teclado de la computadora escribiendo cursilerías: ese es todo el arte del que soy capaz. Por eso nunca podría ser escritor. Soy un sentimental, y un banal. Demasiado humano, dirás tú.
Cuando llegamos al hospital, un veterinario me guio a un quirófano. Con la delicadeza de un padre que recuesta a su hijo para que duerma, deposité al pitbull en una fría plancha metálica. Tan pronto como me desprendí del perro, advertí que mi camisa estaba empapada de sangre. Parecía como si hubiera cometido un asesinato y la camisa sanguinolenta fuera la señal inequívoca de mi delito.
El veterinario era un hombre joven y apuesto, de ojos verdes. A leguas se veía que era uno de los tuyos, Emilia: los afortunados que no han sido despreciados por la vida. Me pidió que pagara en la caja los gastos de la operación. Te imaginarás lo que siguió. Por supuesto que los gastos eran impagables para mí. Esa clínica veterinaria cobra consultas más caras que las que yo he recibido en toda mi vida. No tenía dinero para pagarles. Sentí cómo se me clavaba en el corazón una dolorosa espina. Dinero. El maldito eje que hace girar al mundo. No es que yo no pudiera solucionar los problemas; lo que me faltaba siempre era el dinero para remediarlos.
Supondrás con mala fe que me quedé de brazos cruzados. Si acaso me estás leyendo todavía, Emilia, auguro que lo harás con desdén. ¿Qué podrías esperar de mí, un poco hombre, un cobarde? Pero esta vez fue diferente, Emilia, y ni siquiera estuviste ahí para presenciarlo.
Si alguna vez nos volviéramos a encontrar, sé que no dejarías de reprocharme la muerte de Marte. Nuestro amado e inolvidable Marte. Cuando te lo regalé, fuiste la mujer más feliz. En ese entonces Marte tendría dos semanas de nacido; su panza estaba hinchada por los parásitos y cada vez que lo cargábamos sobre nuestras cabezas, como si fuera Simba, él se limitaba a mirarnos con sus enormes ojos brillosos de cachorro abandonado. Marte era lo que le faltaba a nuestra relación: necesitábamos algo que cuidar, algo que pudiéramos ver crecer cada día para palpar el progreso de nuestro amor. Macedonio Fernández y su amada tenían a Tantalia. Nosotros teníamos a Marte.
En aquel tiempo yo hubiera hecho cualquier cosa con tal de que te quedaras conmigo. Tu presencia y tu cariño me parecían un milagro. Yo, que estoy acostumbrado a una existencia marginal, no imaginé que llegaras a amarme. Sin embargo, ahora que solo somos dos extraños, ya no tengo nada que ocultar. Nunca te lo dije pero no compré a Marte en una tienda de mascotas. Quizá esta revelación no te sorprenda: de mí siempre esperarías lo más precario. En realidad, lo encontré en una cajita de cartón afuera de una casona de la calle Hidalgo, en Coyoacán. Una anciana los regalaba. En un descuido, su perra pitbull se había cruzado con un perro callejero. Los frutos de ese encuentro no eran dignos del linaje de la madre. «Mi perra estuvo a punto de devorarse a los cachorros», me dijo la anciana mientras le daba un golpe a la caja con su bastón de madera. Por eso los regalaba.
Me llevé al cachorro más juguetón y aguerrido, y cuando te lo regalé fue inevitable que lo llamaras Marte. Aquí, en este espacio, podría darle lugar a la autoconmiseración y hablarte del tiempo que pasamos juntos, del tiempo irrepetible en el que fuimos en verdad una familia. Pero, ¿para qué retrotraerme a aquellos días? El recuerdo de la felicidad irrecuperable solo me hará más desdichado. Me basta con bosquejar tu lánguido cuerpo recostado en el sillón. Marte descansado a tus pies, arropado con la frazada de crochet que le tejiste. Me basta con recordarte durmiendo una tarde, los rayos del sol apenas rozándote el rostro, tu entrecejo relajado, los labios que invitaban al beso. La brisa ondulaba las ligeras cortinas de rayón. Afuera, un níspero mecía sus ramas cargadas de frutos ocres.
Quisiera detenerme aquí porque las palabras se me escapan. El cursor parpadea al igual que mi corazón agitado. Ya no codicio escribir sobre el pasado. Debo recordarme que no tengo más que este áspero presente que me sabe a almendras amargas.
Aquel nefasto día salimos a pasear a Marte al pequeño parque cerca de nuestro departamento. Al otro lado de la acera, una perra callejera llamó la atención de Marte. Nuestro perro jaló con fuerza la correa y yo la solté sin querer. Al cruzar la calle, un automóvil negro lo atropelló. El golpe lo mató. Te juro que me esfuerzo por recordar todos los detalles de lo que siguió pero una espesa niebla en mi memoria me lo impide. No olvido, sin embargo, al hombre trajeado que descendió del auto. Alto y fornido, el cabello rubio, los zapatos bien lustrados, la suela sin gastar. Te recuerdo gritándole mientras él te miraba con una media sonrisa burlona. El hombre metió su mano en el saco y extrajo su cartera. Para sosegar tu rabia, te ofreció algunos billetes. Por supuesto que eso te indignó aún más. Cuando te cansaste de vociferar, me miraste con la esperanza de que yo me envalentonara para confrontarlo. Me exigiste hombría o, por lo menos, entereza. Yo, sin embargo, permanecí mudo. Lo único que pude hacer fue intentar tranquilizarte. Por eso te encolerizaste conmigo. En ese instante vi brillar en tus ojos el destello de quien se sabe traicionado. En ese momento algo se rompió entre nosotros de una vez y para siempre.
No pretendo justificarme, Emilia. Todo lo que diga te parecerán los pretextos de un cobarde. Sin embargo, tú no eres la única jueza de este mundo y otras personas comprenderán mis actos mejor que tú. Desde que tengo memoria, he convivido con la desgracia. En mi alma llevo varias cicatrices: soy pobre, mi padre me abandonó cuando era niño y mi madre murió por una enfermedad que no mata a los ricos. Algunas desgracias son inevitables, Emilia, y debemos resignarnos a perder. Pero tú estás acostumbrada a la abundancia; para ti es intolerable la desposesión. Por eso no pudiste comprenderme y me reprochaste mi manera sumisa de aproximarme al mundo.
A partir de la muerte de Marte, nuestra relación se degradó hasta erosionar el cariño que me tenías. Me recriminaste la tibieza y falta de ímpetu para reclamar la muerte de nuestro perro. Me guardaste un rencor asombroso que poco a poco me convirtió en un indeseable. Y me apartaste de ti con sorprendente facilidad, como si yo fuera apenas una rama seca que se cae de un tronco joven. Una vez lejos de ti, me fue fácil cultivar odio hacia lo que fuimos. Después de todo, si devolverte a Marte era imposible, volver a amarte también lo era.
Todo eso reflexioné cuando abordé el taxi que me llevaría al almacén de Palacios. Estaba dispuesto a pedirle un préstamo para pagar la operación del pitbull. Había fracasado cuidando a Marte. Y no quería fracasar de nuevo.
Entré al almacén con la camisa ensangrentada. Los clientes que había en el interior me miraron aterrados. Palacios se plantó frente a mí, y con un tono de voz preocupado, me preguntó si estaba bien. Frenético y afiebrado, le narré lo ocurrido casi sin detenerme a respirar. Le conté cómo el pitbull se había caído de la azotea, de su columna fracturada y torcida; del hospital veterinario exclusivo, la operación costosa y el dinero como eje que hace girar al mundo; de la frágil frontera que separa la vida de la muerte, en la que es fácil sucumbir a la fatalidad con los ojos cerrados, dejarse caer al abismo porque uno está hastiado de todo. En seguida le pedí dinero prestado. Anonadado por mi verborrea, Palacios me preguntó si el perro era mío. Le respondí que no, que mi perro se llamaba Marte pero se había muerto hacía unos meses, y que aunque el pitbull no me perteneciera debía salvarle la vida. Todos merecemos ser salvados, le dije. Entonces presencié cómo enrojeció la calva de Palacios. Me gritó que el trabajo era mi único deber. Al hacerlo, su saliva me salpicó la cara. En ese momento comprendí que Palacios era de la misma calaña que el hombre que atropelló a Marte. ¿Cómo no me había dado cuenta? Todo se repetía de nuevo: el hombre adinerado que demeritaba mi mundo y me humillaba frente a una audiencia atónita y domesticada.
Sentí que debía salvar al pitbull a cualquier costo y por encima de todo. Por eso, al oír a Palacios, la ira me inundó y me ofusqué. Frente a los clientes, y con una fuerza inesperada, le di un puñetazo a mi jefe que lo tiró al suelo. Aprovechando la conmoción de todos, abrí a golpes la caja registradora y tomé todo el dinero.
Ya en la calle, tomé un taxi para volver al hospital. Aún no podía creer lo que había hecho. «Noqueaste a tu jefe, Darío», me dije para saborear la conmoción que me embargaba. Miré por la ventanilla del taxi. El cielo ya había oscurecido pero los faroles eléctricos iluminaban las aceras. En las ventanas de algunas casas había colgadas banderas tricolores; un transeúnte, que portaba un enorme sombrero de charro, caminaba en zigzags con una botella en la mano.
Lo primero que vi al llegar al hospital veterinario fue a Alba llorando sentada en una banca. El llanto le había corrido el rímel. Lágrimas oscuras le surcaban las mejillas, y yo quise limpiar ese rostro con mis manos. Antes de llegar a ella, el veterinario de ojos verdes se interpuso. Me informó que el perro había muerto hacía media hora. Me dijo que el animalito aún estaba en la plancha, que me estaban esperando para que pudiera despedirme de él. Seguí al veterinario. Al entrar al quirófano, la habitación me pareció helada. En medio de la plancha y recostado de lado, yacía el cuerpo del pitbull. Pasé la mano por su cabeza, por sus costillas y sus patitas acolchadas. Al llegar a su columna torcida, algo se rompió en mí. Y solo entonces lloré. En un exclusivo hospital veterinario, desfogué todo el dolor que había acumulado en los últimos meses. Lloré tanto que el veterinario de ojos verdes se compadeció de mí y me dio una suave palmada en la espalda. Lloré sin poder contenerme porque no había podido llorar cuando mamá murió, ni cuando atropellaron a Marte, ni tampoco cuando tú me dejaste, Emilia. No me avergonzó llorar en ese momento. Has de saber que no hay vergüenza en la vulnerabilidad. También el fuerte tronco de un sauce llora ramas verdes. Al verme, Alba se conmovió. Con delicadeza, puso su delgada mano en la mía y me acarició.
Con el dinero robado pagué la incineración del pitbull. El veterinario me preguntó si deseaba conservar las cenizas. Pero, ¿qué podía hacer con ellas, Emilia: depositarlas al pie del zaguán con un post-it explicando lo sucedido? ¿Conservarlas para rememorar este convulso día? ¿Bañarme en ellas, como los yoguis que se cubren la piel con cenizas de muertos para recordar la transitoriedad del cuerpo? Le dije que no. Yo quería olvidar, no vivir en el polvo.
Al salir de la clínica, ofuscado por un día tan caótico, rodeé la fina cintura de Alba con mis brazos y la atraje hacia mí. Le planté un beso con la esperanza de que germinara una cura para mi sufrimiento. Sus labios me recibieron tímidamente. Luego, me separé de ella y la miré por última vez a los ojos. Me alejé caminando sin decirle nada. Ella se quedó conmocionada, con los brazos lánguidos colgando a los lados, como quien se ha rendido. Tan pronto llegué a mi departamento, comencé a redactar esta carta. Quise convencerme de que la escritura me libraría del nudo en la garganta que no me deja respirar. Pero no fue así. Las lágrimas siguen corriendo y me pregunto si acaso cabe en mí toda la tristeza del mundo. Escribo esto en medio de una habitación desvaída que muda de piel. En cambio, yo sigo siendo la misma serpiente que no puede desprenderse de su pasado y por eso conserva todas las capas de su piel muerta. Y tú, Emilia, eres la capa más rugosa, la inolvidable.
Seguro adviertes que aún no puedo deshacerme de esa vieja costumbre de contártelo todo. Si acaso leíste con atención la carta entera, Emilia, te habrás dado cuenta de que estoy en problemas. Sin duda, he perdido mi trabajo; sin duda, Palacios me denunciará por robo. Por primera vez desde hace muchos años, no sé qué me deparará el futuro. La incertidumbre se levanta en el horizonte y yo tengo los ojos rojos e hinchados por el llanto. Supongo que así he de recibirla.