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Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mi un pajarito me contó que estamos hechos de historias.
Eduardo Galeano
Aparte de huracanes y epidemias causadas por mosquitos, pocas noticias perturban la somnolienta tranquilidad de la isla de Holbox, y las que lo hacen, son rápidamente borradas de la memoria colectiva, desterradas al olvido, ignoradas como si nunca hubieran sucedido. Esta amnesia selectiva tiene un objetivo claro: no alejar a los turistas que llegan cargados de dólares y de credit cards a sumergirse en las aguas color turquesa de la laguna de Yalahau, o en las dóciles y someras aguas del golfo de México.
Además de una vida simple y aletargada, y de playas infinitas ornamentadas con cuerpos tatuados, curvilíneos y bronceados, Holbox ofrece a sus visitantes la contemplación de hermosos murales que decoran sus espacios públicos. Murales con diversas imágenes: mujeres con peinados en forma de flamencos, un Pinocho pescador, un saxofonista que lanza notas musicales en forma de peces, hombres rodeados de jaguares azules, catrinas con esqueletos de delfines, colibríes marinos; arte urbano exiliado a un pueblito costero y concebido por el feliz contubernio entre el calor de la exuberancia tropical, los colores, y la imaginación.
Por eso, y porque la vida está llena de misterios, a nadie pareció sorprenderle que el 10 de septiembre de 2020 un nuevo mural apareciera en la esquina de las calles Atlántico y Morelos. En el mural, de casi cinco metros de largo, se veía a una niña maya de rostro aindiado que, caminando desde el mar, se acercaba al espectador. Tenía los ojos oscuros y almendrados casi al mismo nivel que la nariz, y el pelo, negro como el zapote, bajo un misterioso sombrero azul. Llevaba las manos ocultas detrás del torso, tal vez entrelazadas a la altura de la cintura, y tal vez sosteniendo algo. Su mirada expresaba una dureza desafiante. Ninguno de los artistas que residían en la isla reclamaron su autoría; unos pensaron que lo habían pintado otros, y en un lugar donde el arte público es tan común como las gaviotas, el mural fue aceptado como uno más de los muchos que decoran la isla.
La vida en Holbox, que transcurre a un ritmo aletargado, se acuna entre hamacas y estos murales acariciada por una lenta brisa marina. Un letargo que comienza en el puerto al que llega el ferry proveniente de Chiquila, y se ramifica por todo el pueblo desde la calle Tiburón Ballena (que parece un río de arena que conecta la laguna con el mar) hasta que desemboca en el inútil faro que, como la Torre de Pisa, se inclina sobre la playa vencido por el viento y por los años. A lo largo de esta calle van y vienen peatones, bicicletas, carritos de golf y algunos coches que apenas sobreviven fuera de su hábitat urbano, condenados a la lentitud y al lodo de los baches frecuentemente inundados por las tenaces lluvias. Alrededor de la plaza principal, que sigue siendo el corazón del pueblo, laten, entre tiendas de diminutos trajes de baño y restaurantes con especialidades veganas, antiguas casas de madera con el zaguán abierto, que enseñan sin pudor sus íntimas cotidianidades. Casas habitadas por viejos que se sientan en los portales a tomar cervezas para espantar el calor, sacudiéndose los agresivos escuadrones de mosquitos, mientras hablan de todo y de nada, como lo han hecho desde siempre. Casas que existen en dos tiempos simultáneos: un presente próspero, lleno de turistas, y un pasado de añoranza permanente, de leyendas que contaban valientes pescadores de tiburones. Una de estas leyendas habla de una niña que viene del mar y visita el pueblo de cuando en cuando para cerciorarse de que todo transcurre con normalidad.
Tres días después de la aparición del primer mural, un segundo mural fue descubierto en una sección de la concha acústica de la plaza principal. La misma niña con los mismos rasgos, pero mucho más cerca del espectador, como si los tres días que habían pasado desde su aparición le hubieran servido para adentrarse al pueblo. En la pintura de cuerpo entero se podía apreciar su ropa gastada y polvorienta; las manos, todavía ocultas detrás de la espalda; los pies, apretujados en unos huarachitos maltrechos por el camino andado; el rostro endurecido, con las cejas levantadas, y una mirada oscura de nubes negras que presagiaban la tormenta. De nueva cuenta, unos pensaron que los autores eran otros, y entre tantos artistas con egos desbocados, nadie se preocupó por conocer a los anónimos autores. El mural de la niña permaneció ahí, observando desafiante, cada vez más cerca.
Pasaron otros tres días, y un tercer mural apareció en una pared verde y descarapelada de la calle Tiburón Ballena, cerca de la playa, a diez metros de la «hot corner»: la esquina más concurrida del pueblo. Era un busto de la misma niña. Los detalles de su rostro ahora eran más evidentes por la abrupta cercanía. Tenía los ojos bien abiertos, alargados. Las cejas, como alas desplegadas de un águila en el cielo de su frente; la boca apretada, cruzada por una mancha blanca de pintura desportillada, y las fosas nasales infladas, como si estuvieran en medio de una inhalación profunda. Unos mechones de pelo negro le caían como tentáculos de medusas sobre las orejas. Y en la tela azul del sombrero parecía llevar dibujadas algunas estrellas, constelaciones o brazos de galaxias. La anónima niña, que con la mirada dura de siempre, parecía decir: «ya estoy aquí».
Esa misma noche, la noticia de un inusual asesinato perturbó la tranquilidad de la isla. Un narcotraficante tabasqueño, apodado «el Maicol», fue encontrado muerto en la colonia Los Manueles, cerca de la playa, con una herida mortal de arma blanca en el pecho, a la altura del corazón. El único periódico que lo anunció, señaló que: «El ahora occiso ya había logrado evadir la justicia el año anterior al escapar de un operativo realizado por los siete policías encargados de la seguridad de la isla y, desde entonces, se encontraba prófugo, a pesar de tener tres órdenes de aprehensión pendientes de ser ejecutadas». La noticia, centrada en el asesinato, fue poco comentada por los isleños siguiendo la tácita y unánime decisión de no asociar a la isla con tragedias que pudieran ahuyentar a los turistas. Solo los más viejos del pueblo se juntaron en los portales de sus casas, y entre tragos de cerveza murmuraban con la voz humedecida por la brisa marina: «Ya era hora, a ver si así deja de venir tanto fuereño malintencionado».
Al día siguiente del homicidio, y cerca del lugar del crimen, donde todavía había rastros de arena aglutinada con sangre, apareció un cuarto mural. En él, la niña, que le daba la espalda al espectador, sostenían entre las manos, entrelazadas arribita de la cintura, un cuchillo ensangrentado. Y a mitad de calle, las huellas de unos huarachitos enfilaban hacia el mar.
Por la tarde de ese mismo día, don Nivardo Mena Villanueva, el presidente municipal (y uno de los habitantes más viejos de la isla), convocó en su oficina a los dos únicos trabajadores del departamento de limpieza pública y les ordenó borrar los murales de la niña.
―Solo dejen el del busto que está cerca de la esquina principal —les dijo.
Aprendiz de escritor, cancunense, admirador de Borges y de Cortázar, cazador de palabras y de historias.