Apoya a Cuentística
Déjame un pelo del demonio en la mirada:
el mundo merece sospecha
siempre.
José Watanabe
Las hélices del ventilador: una amenaza permanente. Su movimiento me trasladó a los primeros segundos de Apocalypse Now. A punto de caer, de triturarme: el sonido de las aspas girando en el techo se sumó a las plegarias inconexas del refrigerador defectuoso que, desde la cocina, gemía mientras yo, tumbado en la cama, sudando a causa del verano abrasador, el cuerpo viscoso, mojado, sufría. No fueron, sin embargo, esos ruidos incesantes y monótonos los que hicieron que me moviera de un lado a otro desesperado, como un condenado a muerte esa madrugada, sino la sensación de estar postergando un acto inevitable.
Decidido a cumplir mi deseo, me levanté de un salto de la cama. Frente al espejo, me observé el rostro y jugué a repetir mi nombre con distintas modulaciones, sin parpadear, a la manera de Antoine Doinel en Besos robados, y luego le apunté con el dedo a mi reflejo y le pregunté si me hablaba a mí, al estilo Travis Bickle en Taxi Driver; lo siguiente fue recitar el fragmento bíblico que Samuel L. Jackson declama con colosal destreza en Pulp Fiction antes de ejecutar el desconcertante concierto de disparos junto a Travolta.
Enmudecí después, más que por temor a despertar a mi familia mis padres tenían el sueño profundo , por lo patético que me sentí. ¿En qué momento dejaría de jugar como un niño y me convertiría en hombre? ¿En qué momento empezarían a cambiar las cosas? Ambas preguntas bailotearon en mi cabeza.
Tanteé sobre la cama buscando el bóxer que, empapado de sudor, me había sacado por el calor, pero me encontré con la botella de vino que el amabilísimo dueño de la licorería a una cuadra de mi casa me había vendido hacía unos días a pesar de que era un menor de edad. Seguro que ese señor olía la desesperación adolescente. Quise darle un sorbo, pero no bajó ni una gota. La botella estaba vacía; sin duda me la había terminado en un impulso feroz. Pero tenía bloqueado el recuerdo por la resaca. Desalentado, abrí la puerta y avancé sigiloso hasta la entrada de la fortaleza del cuarto de mi hermana. Allí, ella había puesto, con letra irregular, la frase NO MOLESTAR, imitando un cartel que yo había colgado en la puerta de mi habitación. Silvina había decorado las palabras con dibujos a crayola de princesas y castillos.
Empujé la puerta sintiendo que lo que estaba a punto de hacer era más que una simple travesura.
Vi el apacible rostro de Silvina iluminado por la lámpara de su mesa de noche. No mostró señales de haberse despertado: pude escuchar el leve sonido de su respiración. Me sentí culpable. «Robarle a una niña. Viejo, has caído bajo, muy bajo», pensé, como recriminando a un amigo.
Por un momento me pasó por la cabeza la idea de renunciar, de regresar a mi cuarto para simplemente ver una película que aliviara mi insomnio como tantas veces , pero ya había cruzado la línea enemiga: no podía dar marcha atrás. Estaba obligado a cumplir mi propósito. Me acerqué al armario entreabierto. En uno de los estantes, el gato de Silvina, que le habían regalado por su cumpleaños, dormía al lado del objeto anhelado.
La alcancía con forma de chanchito.
De puerco.
De cerdo.
Mi hermana, noté con una sonrisa, le había pintado con témpera negra unos lentes.
Cuando cogí la alcancía estaba más pesada de lo que esperaba , y pese a mis precauciones, el felino abrió los ojos y, bufando, me arañó el brazo; luego dio un salto para esconderse bajo de la cama. Gato de mierda, grité olvidando mis precauciones. Mi corazón empezó a tamborilear. Volteé para ver si Silvina se había despertado. La frazada seguía meciéndose al ritmo ondulante de su respiración. Al verla imaginé un mar en calma de olas suaves. Herido, pero con la seguridad de tener el tesoro entre mis manos, cerré la puerta del cuarto de Silvina: había cruzado la frontera.
Cuando llegué a mi habitación aluciné que era Belmondo en Sin aliento: acaricié mis labios, los recorrí con mi dedo pulgar. Solo me hacía falta una Jean Seberg para que la escena fuera perfecta. De uno de mis cajones saqué un martillo, y envolví la alcancía entre las sábanas para aminorar el ruido que el objeto haría al romperse. La porcelana estalló en pedazos al primer golpe; desplegué las sábanas en el suelo. Silvina había reunido una considerable cantidad: no abundaban las monedas sino los billetes de mayor valor, prueba irrefutable de la preferencia de mis tíos pitucos por esa niña engreída.
Entonces, escuché unos pies que se arrastraban por el corredor y, antes de que pudiera evitarlo, mi hermana entró, somnolienta, rascándose un ojo y abrazando a su peluche de Totoro. Reprochándome el descuido de no haber cerrado la puerta con pestillo, me puse delante de ella para ocultar la alcancía destruida.
―Algo me despertó, Horacio ―dijo, preocupada.
―¿Qué cosa? ―le pregunté fingiendo interés.
―Un sueño.
Para distraerla, le pedí que me lo contara.
―Soñé con colmillos ―dijo Silvina.
―¿Con colmillos?
―Sí. Unos colmillos que se parecían a tus dientes: chuecos.
Sí, era verdad. Necesitaba brákets. Ella siempre me lo repetía.
―¿Solo eso? ¿Dientes?
―Dientes no: colmillos. Me dio muchísimo miedo. Eran como los de un animal salvaje que me quería tragar.
Pesadillas. A todos nos atormentan.
―Lo que pasa es que eres una niña muy miedosa. El otro día me enteré que te orinaste en la cama después de ver Alien.
Como siempre que se enojaba, Silvina sacó la lengua, y al hacerlo miró, sorprendida, lo que había a mis pies.
―Oye, ¿qué hace un martillo ahí tirado?
―Ah, eso ―dije de lo más relajado―. No es nada.
―No me mientas, Horacio. ¿Por qué lo escondes?
Sintió curiosidad por ver lo que ocultaba. Cuando lo vio, dio un grito que sofoqué tapándole la boca.
―Cállate, vas a despertar a papá o a mamá.
Por más secos que fueran mis padres, no quería arriesgarme a despertarlos para que contemplaran la escena.
―¿Por qué has roto a chanchito Allen? ―sus lágrimas rodaron cuando lo dijo.
―¿Por qué Allen? ―le pregunté, aunque lo intuía por los lentes hípster que ella le había dibujado. El tipo de lentes que se ponen todos esos idiotas a los que odio, con montura de carey, o que se dejan esos absurdos bigotitos. Los odio. En verdad. Juro que sería capaz de matar a cualquiera de ellos.
Con lágrimas en los ojos, me explicó:
―Por el actor ese que aparece en la película bien graciosa que me hiciste ver la otra noche, antes de que me fuera a dormir.
Gracias a mí, en esta casa las películas habían reemplazado a los cuentos de hadas.
―¿Por qué lo rompiste? insistió.
Su llanto me partió el alma.
―Necesitaba plata —le dije.
―¿Plata para qué?
―No te lo puedo decir.
No se lo podía decir, en serio.
―¡Cómo que no! ―su rostro se arrugó―. Claro que puedes.
Podía, obvio. Pero si lo hacía, vendrían más preguntas y respuestas que los oídos de una niña no podían escuchar. Para protegerla, cambié de tema.
―Anda, pues, préstame alguito le supliqué . Después te lo pago. Y te compro otra alcancía igual o mejor.
Silvina dejó de llorar. Más calmada, se agachó para recoger sus billetes y monedas. La ayudé.
―No, Horacio. No te voy a prestar nada. Ni siquiera me dices para qué lo necesitas.
Pensé mentirle, pero no lo hice.
―Además, estoy ahorrando ―dijo de lo más seria.
―¿Ahorrando para qué?
―¿Cómo que para qué? Pues para ser millonaria.
Cuando se puso en pie le entregué los billetes que recogí. Solo algunos, los demás me los guardé sin que ella lo notara. Antes de irse, me dijo:
―No sé cómo le haces pero mañana me consigues una alcancía igual.
―Está bien ―dije―. Pero, oye, no vayas a decirle nada de esto a nadie.
Silvina no me respondió. Con los ojos todavía hinchados, y abrazando a Totoro, se marchó, aunque de reojo vi que me lanzó una mirada que parecía cargada de decepción.
Cerré la puerta y me dejé caer en la cama. Después, me quedé dormido. Cuando abrí los ojos, una franja de luz atravesaba la cortina.
Lo primero que hice fue tocarme para sentir que los billetes seguían abultando mi calzoncillo.