Apoya a Cuentística
Una luciérnaga verde resplandece y tiembla por la brisa asfixiante del verano. Sigámosla, te digo, pero sin hacer ruido. Nos lleva hasta una casita del pueblo custodiada por un limonero que este año no ha dado limones. Hay un pastor alemán muerto a la entrada, con las costillas asomando de su vientre y las patas tiesas para arriba. Entramos, pero no hay nadie. En el salón, alumbradas por una bombilla moribunda, hay tres cunas vacías que aúllan por la ausencia de los niños. La televisión está encendida, aunque es muy vieja y su señal, borrosa. «¿Hola?», susurramos. Parece que no hay nadie. Regañas al televisor por hacer tanto ruido. Luego, no sé por qué, empiezo a vomitar dientes.
Las señoras han salido a la calle con sus sillas plegables. Los abanicos decorados con claveles blancos se mueven violentos, como látigos abiertos, bajo sus barbillas fruncidas. Hablan entre ellas, aunque no se les ven las bocas de carmín derretido porque ya es de noche, así que es lo mismo que si hablaran las piedras o las grietas de la carretera. «¿Sabes que están remodelando la ermita?» «Mentira. La están destruyendo. Han roto el jardín». «Lo único vivo que había en el pueblo». «Han cortado los árboles». «Y han quebrado los rosales». «¿Y la cerámica?» «Rota, toda rota». «¿Y qué dice la Virgen de todo esto?» «¿Y qué va a decir, la pobre?» «¡Tenías que verle la carita! Qué triste estaba, Dios mío, ¡qué triste!».
La luciérnaga cambia el rumbo y nos lleva a la ermita a ver a la Virgen de los Dolores. Es verdad que la ermita está hecha una pena. El jardincito ahora es polvo, escombros, cemento hecho añicos. Avanzamos. El portón chirría al abrirse. La Virgen está de negro, y el corazón, con las arterias y las venas inflamadas, se le ha salido del pecho. Es de un tamaño desmesurado, y está traspasado por tres puñales de oro. Casi grita al palpitar. Se nota que le duele porque tiene las mejillas pálidas, y por ellas se le escapan lagrimones de cristal ensangrentado. La luciérnaga se posa en su pequeña nariz. Las velas de la ermita se iluminan y forman claroscuros temblorosos en su rostro. En su manto aparecen tachonadas las estrellas que esta noche no brillan en el cielo. «¿Por qué llora?», me preguntas. «Porque han matado a su Hijo», te respondo. «¿Cuándo?» «El Viernes Santo». «¿Y por qué?». Dudo un momento antes de responder. Finalmente, te miro y susurro: «Porque estaba escrito».
Un rugido de la tierra sacude la ermita y apaga las velas. La Dolorosa deja escapar un grito por su garganta de lija. La luciérnaga, asustada, se despega de su rostro y prosigue su vuelo, con nosotros detrás de ella.
Volvemos a pasar al lado de las vecinas que, ya de madrugada, recogen sus sillas. «El pueblo se muere». «El pueblo se murió hace por lo menos diez años». «Cuando apareció aquella dichosa plaga». «¡Esta plaga del demonio nos va a devorar a todos, uno por uno! Ya lo veréis. Caeremos como moscas. Tiempo al tiempo». «¿Y por qué no nos vamos todos?» «¿Estás loca? La mitad de nuestra alma estará siempre atada a los árboles secos de esta tierra. Ninguno tendría la fuerza de voluntad suficiente para marcharse sin mirar atrás. Seríamos como la mujer de Lot al abandonar Sodoma: eternas estatuas de sal» «Además, ¿dónde empezaríamos de nuevo? Ya no somos más que almas del purgatorio».
Perdemos de vista a las vecinas. Seguimos nuestro camino en procesión tras la luciérnaga a través de las calles vacías del pueblo. Nos cruzamos con una gata famélica que lleva cogida en el hocico una cría muerta. Al vernos, nos suelta un maullido quebradizo. Me encojo de hombros y murmuro: «Estaba escrito».
Llegamos al cementerio. Las tumbas están superpuestas unas sobre otras por la falta de espacio. Las lápidas están agrietadas, y las flores de los muertos se han arrugado por el intenso calor que asfixia incluso a las cigarras. Los dos observamos las inscripciones de las lápidas, que están custodiadas por querubines rotos. «¿Quiénes son?», me preguntas. «Los niños de la plaga, que no cesa», respondo. Un llanto agudo nos cosquillea en los pies. La luciérnaga se posa en una de las lápidas, pero su débil luz no alcanza para leer el nombre.
La luciérnaga emprende el vuelo otra vez y nosotros andamos tras ella. Nos lleva de nuevo a la casita donde comenzó nuestro viaje. «¿Otra vez aquí?», preguntas. «Ella sabe lo que hace», replico. Entramos. Todo está igual: el pastor alemán, las tres cunas, la televisión encendida. Pero esta vez oímos una voz quebrada, apagada, que chapotea en una pena de petróleo. Veo en tus ojos la intención de preguntar «¿quién está ahí?», y por eso te hago una seña para que te calles. Avanzamos en silencio por la oscuridad del pasillo, con nuestra luciérnaga haciendo de farol verde. Empezamos a escuchar el graznido femenil de una garganta raspada:
Mi niño, no llores más,
porque la luna esta noche
se quiere ir a descansar.
Nanas de llanto y cal
abrasan las cicatrices
de pimienta, furia y sal.
Recubierta de alquitrán,
la luna cierra las tumbas
en la tierra del trigal.
Mi niño, no llores más
porque la luna esta noche
en brazos te llevará.
Porque la luna esta noche
te clavará su puñal.
Termina la nana con un quiebre de voz. Luego, susurra entre hipidos: «Las hormigas se lo llevaron. Yo estaba haciendo la comida, y mientras tanto, las hormigas devoraron a mi niño. Me di cuenta porque hacía rato que no lo oía llorar, con lo escandaloso que era. Cuando llegué ya no quedaban más que huesos. Esas pinzas asquerosas que tienen las hormigas, que se mueven como sierras de moco endurecido, lo habían despedazado. Solo quedaban de mi bebé sus huesos limpios, pequeñitos, con una última expresión de horror grabada en las cuencas vacías de su calavera. Lo llevaron a enterrar al mediodía del día de san Lorenzo, con el asfalto tan agrietado que parecía una parrilla ardiendo. Mi niño… Iba en un ataúd tan pequeñito, tan blanco… Supliqué que me dejaran acurrucarme con él, pero me sujetaron entre varias mujeres y me apartaron para que no enterrara mi cabeza en la tierra yerma. Ojalá no me hubieran sujetado. Esta plaga acabará con nosotros, tarde o temprano. La sangre del cordero en las puertas ya no funciona. Luego pasó con mi segundo hijo, y más tarde con el tercero. Tres veces lo intenté, y las tres veces las hormigas me arrebataron a mis retoñitos. Siempre en el mes de agosto, hiciese lo que hiciese, venía la plaga. Mientras nuestros niños mueren, la tierra sonríe enseñando sus dientes codiciosos. Las hormigas solo son esbirros, insectos sin voluntad. Es la misma tierra la que tiene hambre».
Te echas para atrás y cruje la madera del suelo. La mujer lo escucha. Su cabeza temblorosa gira hacia nosotros lentamente. Nos ve. Se levanta de la cama. Parece la Dolorosa, pero de carne. Es un esqueleto con pellejo. No tiene ojos. En su lugar, las cuencas están rellenas de barro reseco y lombrices.
«Este pueblo está maldito», susurra. Nos señala con el brazo convulso, y entre tartamudeos, dice: «¡El ángel exterminador!». Da un paso hacia nosotros y aplasta con su pie desnudo a la luciérnaga. Ahora estamos a oscuras. La mujer llora y vomita los dientes que le quedaban en la boca. Las paredes de la habitación se arremolinan a nuestro alrededor. Un llanto de bebé brota de la tierra; el barro trata de ahogarlo con una carcajada que abrasa las raíces del limonero infértil. Los cimientos de la casa tiemblan hasta que se nos cae encima.
Vosotros os quedáis allí, tendidos entre los escombros, pero yo salgo de nuevo a la calle. Sonrío, pero no porque sea malo, sino porque ya os he llevado a un lugar mejor.
Deben de ser alrededor de las tres de la madrugada.
Miro las casas del pueblo. Decido colarme en una para echar un vistazo. Entro a una habitación y veo a un matrimonio de mediana edad durmiendo destapado, casi desnudos, moviéndose por el calor. Decido dejarlos por ahora. Ya me los llevaré otro día. No me gustan los números pares.
En la otra habitación hay un joven durmiendo, con el torso moreno, respirando un poco rápido. Lo conozco. En alguna ocasión ya nos hemos visto de lejos. Ahora está tumbado, pero hay que verlo de pie: es un portento de hombría. Tiene el pelo desordenado en rizos oscuros, que ahora están desparramados en la almohada. La brisa cálida que entra por la ventana abierta los acaricia. Los brazos, fuertes como dos bueyes, le huelen siempre a jazmín. Las piernas son juncos de bronce. Es un chico demasiado guapo para envejecer en este pueblo. Pobrecito. Qué derroche de cuerpo, pienso, que no será para nadie. Qué desperdicio de manos, con esas venas marcadas, que vayan a pasarse la vida sobre un volante mugriento de tractor para arar una tierra que no tiene remedio.
Me subo a él. Cuando le veo tan de cerca no sé si me da envidia o es que lo deseo. Quizá las dos cosas. Quizá son lo mismo. Acerco mis labios a los suyos y le doy un beso. Él, aún dormido, me sigue el juego. Su cuerpo se tensa y sus labios se encienden. Por un momento parece que va a despertarse para pelear. Pero, finalmente, sus músculos se relajan y se queda muy quietecito, recostado en las sábanas blancas. Me aparto de él y lo contemplo igual que se contemplan las estatuas de mármol. En el fondo, me jacto de que su último beso se lo he robado yo.
Antes de irme entro un momento en la habitación de los padres para exhalar mi aliento al lado de su cama, dejando un olor a flores e incienso. Así, cuando se levanten por la mañana y encuentren muerto a su hijo, sabrán que he sido yo, que me gusta rondar por su casa, que les obligo a que estén ojo avizor porque, aunque todo esté escrito, nadie sabe ni el día ni la hora.
Otra vez salgo a la calle. Todo está en silencio. Siento los ronquidos entrecortados de las viejas como hilos tensados, próximos al filo de unas tijeras. Cuando amanezca, el pueblo se llenará de quejidos y lamentos. De lágrimas no, porque aquí ni llueve ni se llora nunca. Hay escasez de agua. Por eso la tierra está resquebrajada.
Una luciérnaga se enciende parpadeando delante de mí. «Vámonos», susurra, y la sigo. Tarareamos una melodía suave que, como una gotera persistente, erosiona los cráneos de la gente del pueblo mientras todos duermen:
Ay, nana, nanita, nana
de la luciérnaga rota,
que en el camino torcido
vas arrancando las rosas.
No dejes secar la miel
en el valle de las bocas.
¡Ay, las cadenas frías!
¡Ay, las legañas locas!
¡Ay, las venas tronchadas!
Mira, luciérnaga rota,
que ya se acerca el momento
de las mil tijeras sordas.