A quemarropa

Adriana Carrión-Carlson

Es media tarde y el sol característico del mes de agosto cae a plomo en la ciudad. El calor chisporroteante y pegajoso del asfalto, que burbujea entre el cielo y la tierra, le sube a Carlos por los zapatos de goma hasta llegarle a la espalda, y luego le ataca el cuello. Carlos va caminando con movimientos excesivos y pasos irregulares tratando de alinear las ruedas delanteras de la andadera con la línea blanca que está marcada en el piso; su mente le exige mantener el balance del cuerpo que ya no le responde como antes. 

Las cigarras zumban hasta encender el aire que casi no se mueve. Carlos pone toda su energía en no desviarse del camino; no quiere acabar por donde pasan los carros. Entre tanto trabajo mental y esfuerzo físico escucha un crujido inesperado; piensa que es algo en el piso que se cruzó en su camino y no alcanzó a ver. El sonido le eriza los pelos de la nuca y se detiene por completo.

El temblor de sus manos le hace empujar involuntariamente la andadera, y entonces la ve, agonizante: una cigarra de gran tamaño con los ojos saltones. En realidad, son varios ocelos juntos en cada cuenca. La cigarra, con sus grandes alas membranosas y tornasoles, tiembla de manera errática con un movimiento que a él le parece muy similar al que hace su cabeza cuando está tratando de fijar la vista en un punto lejano. La aplastó por la cola y ahora se encuentra adherida al piso por la hemolinfa que emana de la parte atropellada. El insecto lucha con desesperación, mueve las patas que le quedan libres tratando de hacer contrapeso para ponerse en pie, pero Carlos sabe que no hay manera de salvarla porque está quebrada y sus movimientos rotos delatan la gravedad del accidente. Se ve obligado a decidir entre apachurrarla contra el ardiente suelo para terminar con su sufrimiento o dejarla sucumbir hasta que se le acabe la cuerda al timbal cónico con el que produce su llamado, estridente y monótono, desde el anonimato de los árboles.

A muchos, el solazo de verano les produce emoción, pero a Carlos ya no. Hace tiempo que perdió el interés de departir en las interminables carnes asadas y fiestas a la orilla de la alberca. Eso sí: extraña las cervezas bien frías y la satisfacción de tener a la familia reunida en casa. Afortunadamente, ya no tiene que organizar más de esos eventos, un poco porque ya casi nadie viene, y otro tanto porque se ha aislado desde que murió Elisa.

Desde entonces, ha comenzado a imponerse tareas que lo mantengan activo, como caminar. Está consciente de sus dolores físicos, pero no claudica y sale casi todas las tardes después de realizar el largo proceso que inicia al ponerse los zapatos, ir al baño y cerrar con llave la puerta principal. No le importa el cansancio que le causa cada movimiento: ese es el único momento en que tiene cierto control sobre sus actividades. Solo existe un detalle que lo irrita más que los otros ajustes: usar la andadera, que le parece un apéndice monstruoso. Su hijo insistió en que fuera de color rojo metálico, y que tuviera un cojín plegable que nunca le ha inspirado confianza para sentarse en él. Sacarla por la puerta del frente es un triunfo porque siempre la empuja con movimientos descontrolados que no coinciden con la dirección y la fuerza que calcula. En el fondo sabe que si no fuera por ese armatoste solo podría desplazarse dentro de la casa, así que soporta el calvario porque no quiere perder más libertades ante el fiero padecimiento que le va causando rigidez.


Solo existe un detalle que lo irrita más que los otros ajustes: usar la andadera, que le parece un apéndice monstruoso.

El bicho sigue batallando, y mientras Carlos lo ve se pregunta si así lo perciben las educadas enfermeras cuando va a su cita con el especialista. Quizá ellas, que conocen los padecimientos obvios del párkinson, le tienen alguna consideración y por eso no dicen nada. Sabe que lo tratan de apoyar en lo que pueden, y seguro acaban agotadas —las ha escuchado hablar acerca de lo demacrados que están la mayoría de los pacientes que atiende su neurólogo—. Carlos intuye que también hablan de él porque siempre rechaza la ayuda; es voluntarioso y le gusta que lo dejen tranquilo. Su médico le ha dicho que está bien tratar de sobreponerse a la enfermedad pero que no gana nada comportándose como que no necesita la ayuda. Carlos exige respeto a su dignidad de paciente y el derecho humano que le corresponde en lo relacionado con su salud. Es crucial para él mantener su forma de hacer las cosas porque de eso depende su cordura —con esa misma determinación lleva a cabo sus tareas cotidianas, especialmente después de la última caída, por la que ya no puede caminar erguido.

Se queda pensando en su lucha interna mientras ve que la cigarra está a punto de expirar. Sin embargo, ella no deja de patalear. Contrario a su método de recluirse para cavilar en soledad, ahí afuera en la calle, con el calorón y el cuerpecillo verdoso y moribundo a la vista, se da cuenta que sus pensamientos se desbocan y lo empujan a reflexionar sobre los últimos dos años de su «muerte en vida»; no ha querido tocar el tema acerca de sus verdaderos sentimientos con el médico, ni con la familia —a él no le gusta recibir la compasión de nadie—. Descubrir a la cigarra maltrecha lo ha sorprendido porque sus temores, guardados celosamente en su coraza interior, lo están asaltando al reflejar sus propias dolencias y exponer su nerviosismo en un espacio público —a su alrededor se escuchan voces de la gente que va pasando; le ofrecen apoyo porque lo ven confundido bajo el sol.

Carlos se siente molesto por estar atorado en un cuerpo que no merece y siente que su coraje se tambalea por la impresión de ver la lucha de la cigarra por sobrevivir. Es un bofetón que lo desequilibra porque el sufrimiento del diminuto ser es como un golpe en la cara, o una patada en el estómago que lo lanza fuera del lugar, donde trata desesperadamente de conservar el control. Pese a escuchar los múltiples ofrecimientos de llevarlo a su casa, decide permanecer al lado de la cigarra sintiendo el dolor de la escena, porque esa pena es la suya y lo cimbra igual que cuando se atraganta con el agua turbia que le dan de beber sus terrores nocturnos.

Le sobreviene un retortijón seguido por una náusea incontrolable que lo hace vomitar en la banqueta. Saca su pañuelo y trata de limpiarse la boca, pero solo alcanza a embarrarse más con su propio vómito. Piensa que estar presenciando la escena de la cigarra es como verse reflejado en un espejo que amplifica la necesidad del encuentro postergado consigo mismo. La emoción es tan potente como el canto escandaloso que emiten estos pequeños insectos. La sincronización entre su estado actual y el accidente lo confunde todavía más y le hace pensar si sirve de algo tanto esfuerzo cuando no se tiene la certeza de seguir viviendo de un modo digno. 

El temor y la conmoción que está experimentando lo instan a arrojar el pañuelo sucio para cubrir el cuerpo destrozado de la cigarra, cuya cabeza gruesa e inmóvil está contemplándolo desde el piso, pero la tela con que está confeccionado lo hace muy pesado para sus manos, así como la falta de coordinación, y no puede lanzarlo hasta ella; en cambio, se le cae encima manchando su único chaleco limpio. Damn it! Ahora sí tendrá que pedir ayuda.

Adriana Carrión-Carlson(Chicago, Illinois)Mexicoamericana. Tallerista de cuentos y minificciones. Profesional de la edición, revisión técnica y corrección de estilo (inglés). Interesada en la difusión cultural y literaria. Domina el arte de ratonear en biblioteca, propia y ajena. Escritora y lectora de terror, ciencia ficción, novela negra y lo inquietante.