Lástima

Zulay Saxe Castro

María colgó, ya había escuchado suficiente. Lanzó el celular a la cama y se acercó al único espejo que había en su habitación. Se quedó ahí un buen rato, parada frente a él, mirándolo con detenimiento. ¿Quién soy?, se preguntó tocándose el rostro. Vio las arrugas que comenzaban a asomarse en su cara, las líneas de expresión que la edad comenzaba a tatuar alrededor de sus ojos, en su frente, en su sonrisa; los cuarenta se abrían camino a paso lento por su cuerpo. 

El sonido de una notificación del celular la sacó de su estupor. Lo tomó y observó la fotografía: ahí estaba su marido cenando con otra mujer. Era un restaurante elegante y él iba bien vestido. Hacía años que María no iba a un lugar así con él, y más años todavía que no lo veía hacer un esfuerzo por arreglarse. Luego miró a la muchacha: se veía realmente joven, tendría aproximadamente veinte años; era guapa y llevaba un vestido juvenil. Parecía universitaria, claramente una de las alumnas de Adrián, pensó María con decepción. En la foto, los dos sonreían. Eso fue lo que más le impactó a María: ver sonreír así a Adrián, con los ojos brillando de una forma que ella ya no recordaba.

Dejó el celular y volvió a mirarse al espejo. Había sospechado que Adrián le ponía el cuerno desde hacía tiempo. Después de quince años viviendo con una persona y compartiendo todo aprendes a conocer el lenguaje corporal del otro, sabes cuando miente, cuando está feliz o triste con tan solo un gesto o por el tono de su voz. Pero María no tenía evidencias tangibles para probar su punto. Claro, le había preguntado a Adrián en un par de ocasiones si veía a alguien más, pero lógicamente él le había dicho que no, que estaba loca. 

Cuando recibió la llamada de su amiga contándole que vio a Adrián con una muchacha no quiso creerlo, aunque en el fondo ya lo presentía. Luego le llegó aquella foto y se volvió imposible de negar. María se desnudó y entró a la regadera. Se sentía vacía. En las películas, cuando pasa algo así, la protagonista siempre explota con furia y lágrimas, toma la ropa de su esposo y la lanza por la ventana, discuten y deciden si se divorcian o irán a terapia de pareja, alargando el inevitable fin.

Pero ella no sentía nada, absolutamente nada. El vacío se apoderó de su pecho. Abrió el agua caliente y dejó que quemara su piel; al menos podía sentir ese dolor. Se preguntó cómo se conocieron, si ella se le había acercado a Adrián o viceversa, cuánto tiempo llevaban saliendo, ¿irían a hoteles? Todos esos días que él llegó por la noche diciendo que se había quedado a trabajar en su cubículo, ¿estuvo con ella? La idea de su esposo coqueteándole a una de sus alumnas le causó horror. 

Cuando recibió la llamada de su amiga contándole que vio a Adrián con una muchacha no quiso creerlo, aunque en el fondo ya lo presentía. Luego le llegó aquella foto y se volvió imposible de negar.

María, que también era maestra en la universidad, pensó en sus jóvenes estudiantes, sobre todo los de licenciatura, lo perdidos y vulnerables que estaban con respecto a la vida y el futuro. Recordó su propia experiencia, cuando se enamoró de uno de sus profesores, al que le escribió poemas que no se atrevió a darle; al que miraba con admiración en sus clases hasta aquel último día del semestre, cuando no pudo contenerse más y le confesó su amor. Ese hombre simplemente tomó su mano entre las suyas con un gesto paternal, la miró a los ojos con una mezcla de ternura y pena y le dijo que eso que sentía tan solo era una ilusión. Le dijo que él era un hombre como cualquier otro, que no era nadie especial, aunque ella lo mirara de ese modo. «Y además, soy tu profesor», sentenció, «y siempre lo voy a ser». María recordó con una sonrisa cómo se había ido a llorar al baño, sintiéndose rechazada y enojada. Años después entendió que ese hombre había tomado la decisión correcta, y sin saberlo, se ganó todo su respeto por rechazarla.

En ese momento, ella no sentía odio ni resentimiento por aquella muchacha: solo lástima y una enorme decepción al darse cuenta de que Adrián no era el hombre que ella creyó, que había tomado la decisión fácil y equivocada, la decisión del ego y no la de la razón.

Cuando Adrián llegó por la noche a casa, María no lo cuestionó. Lo miró un largo rato desde la cama mientras él se desvestía y se metía a bañar. No sintió nada al verlo, absolutamente nada: ni furia, ni tristeza; solo aquella repentina lástima. Dicen que la lástima es aún peor que el odio.  

María se miró nuevamente al espejo y volvió a tocarse el rostro. No podía ni quería confrontar a Adrián o preguntarle sus razones, ninguna sería suficiente. Recordó la firmeza de su profesor al rechazarla. Siempre había pensado que Adrián sería así, que tendría el criterio para no caer en ese tipo de avances, para evitar ese abuso de poder. La certeza decepcionante de que no era ese hombre fue lo que realmente lastimó el corazón de María. Habría sido más tolerable si el cuerno fuera una mujer adulta y no una joven discípula. No creyó que Adrián fuera tan débil.  Así, quince años junto a él se derrumbaron frente a sus ojos; ese hombre que creyó conocer había perdido su respeto. ¿Cómo se puede amar a alguien a quien no respetas?

Mientras Adrián cantaba alegremente en la regadera, María empacó apresuradamente su ropa y salió de la casa sin despedirse, sin pensar en él, dejando atrás todo: su casa, sus cosas, su vida. No quería nada de lo que había construido a lado de ese hombre. Sabía que nunca más volvería a verlo y lo único que deseaba era que él muriera antes que ella, porque solo así volvería a buscarlo. Y ese día visitaría su tumba para dejarle flores.

Zulay Saxe Castro(Ciudad de México)Fotógrafa egresada de la Escuela Activa de Fotografía y licenciada en Antropología Social por parte de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ha publicado en las antologías «Amor y sexo en la pandemia» (editorial Gato descalzo, Perú) y en «Las nuevas venas: palabras e imágenes inspiradas en Eduardo Galeano», de la Universidad Nacional de Misiones, en Argentina.