El cazador

rOBERTO ARIAS

Para Ollin

Never explain

Disraeli

Después de toda una vida el cazador al fin consiguió atravesar a la bestia con la afilada punta de su lanza. Hasta donde se sabe, esta especie es la más escurridiza y peligrosa creación que habita sobre la faz de la tierra. Su epidermis es casi transparente, y puede cambiar de forma con la misma disposición que el agua que se vierte en cualquier cántaro. Sus maneras son taciturnas, pero no por ello menos mortíferas. La letalidad de esta bestia, o de este «extraño Ouroboro», como se le llamó en cierta Enciclopedia de analogías intempestivas, es que la herida que produce no parece «provenir del exterior». No hay zarpazo mortal, como sucede con los tigres de bengala; no hay colmillos afilados que desgarren la carne hasta llegar a la médula ósea; y tampoco hay cuerno que atraviese músculos y arterias, como sucede con los cuernos de los rinocerontes o de los toros de lidia. Aún no se sabe cómo, pero la bestia ataca desde adentro, destrozando principalmente las vértebras de la imaginación. Cualquier herida cutánea parece un hecho secundario; un juego de niños si se considera que su alimento favorito yace en los nutrientes que consigue extraer de la glándula pineal. La ilustración impresa en la enciclopedia muestra el cadáver de un cazador de bigotes ralos, con los ojos vidriosos, y con un gesto liso y perfecto, como el de una estatua, que produce en algunos espectadores susceptibles apenas un ligero escalofrío. Al principio, esta historia fue injuriada por una cuadrilla de banqueros y alpinistas euclidianos. Pero desde que un monje capuchino encontró algunas notas en un convento de Palermo (notas que luego un puñado de astrólogos, algunos matarifes de Chicago y uno que otro volatinero atribuyeron al pulso firme del cazador), una diáspora de trashumantes y dementes de la más diversa índole se ha encargado de estudiar más sobre la naturaleza de aquella insuperable bestia. Desde entonces se han creado toda suerte de taxonomías y se han escrito toda clase de hipótesis a las que ha tenido acceso el razonamiento humano, pero siempre con resultados inconclusos e insatisfactorios. No fue hasta hace algunos meses que, acodado en un bar de la calle Castells, encontré una secuencia de palabras que más tarde o más temprano provocarán un gran revuelo entre los académicos y trovadores que han prestado atención a este caso. «El hombre», se dejaba leer en un manual zen de reparación de una bicicleta, «es incapaz de mirar el sol sin arder en el intento». Y es que, privadas nuestras capacidades para traspasar los engaños del mundo, durante un tiempo se pensó que la instantaneidad solo podía apresarse en cementerios, prostíbulos o en los desérticos páramos de los arrepentimientos y de los crímenes frustrados. Lo que no concordaba con el hecho de que la prueba fehaciente de la existencia del cazador, fuera hallada en uno de los sueños de Madame Azur, cuando esta dio con su exánime cuerpo mientras dormitaba en su habitación de alquimista de la 11 de la rue Bleue. «Jamás le he visto en mi vida», le declaró a Stendhal, llegado el primer rayo de la aurora, y no sin cierto aburrimiento mientras sus dedos planchaban su largo vestido de terciopelo negro. Desde entonces, lo poco que se logró extraer sobre la identidad de P. W. Patera, antiguo oficial del imperio austrohúngaro, fue gracias a un puñado de gitanos, estafadores, espiritistas, y a los lacónicos sueños que Alberthe de Rubempré dejó escritos por allí. Pero hoy, tras ser aprobada la primera biografía de P. W. Patera por el condado de Oxfordshire, escrita por un respetable sinólogo alemán, no nos cabe la menor duda de que el destino humano ha sufrido un brusco giro gnoseológico del que apenas nos hemos enterado. Imperceptible para la mayoría, tal vez el cambio solo pueda dibujarse mediante la aparición de súbitos colores emocionales que achaquen los cuerpos de aquellos que sin saberlo se dan por desentendidos. En los últimos meses, un compacto grupo de científicos, ateos y otros monomaniacos, se ha reunido con un solo propósito: reconocer los exactos efectos que sufrió el cazador tras haber alcanzado a su presa. Porque, sí: guiados por uno de los desperdigados delirios que la guapa amante de Mérimée escribiera en el borde de un boceto de La muerte de Sardanápalo, «se sabe» que al momento de morir, el cazador logró atravesar con su confiable lanza de bosquimano la epidermis del animal. Se desconoce cómo consiguió profanar la evanescencia de aquella piel ubicua. Lo que algunos intuimos es que la única forma de conocer el destino de Patera es acercándonos oblicuamente a él, tal y como lo hiciera el presidente Schreber con los nervios de su malvado demiurgo, el doctor Flechsig. Al fin y al cabo, si el cazador alargó las magnitudes del conocimiento mistérico, o si en este instante su alma galopa sin descanso y revestida bajo la forma del espíritu del mundo, esto en nada cambia el temperamento de la muerte. A la postre, para todos aquellos que también pretendan ejercer el arte de cazar lo imposible, dos son las recomendaciones que podemos extraer de estos hechos: no hay mejor terreno para cazar a Dios que el plano onírico; si uno busca convertirse en cazador, no hay hábitat que se compare en dificultad a estas tierras. La segunda recomendación es más bien una advertencia, pero no por ello resulta menos importante: jamás debe olvidarse que todo cazador resulta a su vez cazado.

Roberto Arias(Ciudad de México)

Politólogo egresado de la UNAM y miembro fundador de Grupo Editorial Lectio. Actualmente profesa el anarquismo equilibrista.