El último adiós

Francisco José Segovia ramos

Hace un día espléndido, querida, pero nadie de los presentes lo disfruta. La mañana se muestra limpia porque la lluvia del día anterior ha lavado su fea cara contaminada por los automóviles. Limpia y fresca como una niña de primera comunión, y vestida con un sol de primavera digno de su nombre. Pero, ya te digo, querida, ninguno goza del día porque asisten a tu funeral, y están aquí para darte el último adiós, que podría ser el definitivo si no hay nada más allá de nuestros inciertos cuerpos.

¿Acaso no es verdad que lo hablamos muchas veces a lo largo de nuestra relación? Tú dudabas que solo tuviéramos esta vida, y yo aseguraba que nada había después salvo la noche eterna. Lo discutimos cuando éramos jóvenes, en nuestro noviazgo, también en la madurez serena, y en la vejez complaciente sin llegar nunca a ningún acuerdo, pues ¿cómo podíamos demostrarlo si nadie había venido del otro lado para aseverarlo o desmentirlo? Las palabras no servían, ni las frases bonitas ni toda la filosofía escrita o por escribir. No había hechos, sino preguntas y más preguntas. Banales disquisiciones que no nos llevaban a ningún lado y que en estos momentos no me sirven para nada.

Tengo muchos más recuerdos tuyos, querida, más que de todos los familiares y amigos que contemplan entristecidos la llegada de tu ataúd; más recuerdos que flores depositadas en el coche fúnebre, que te ha traído desde el hospital en el que falleciste anoche hasta este camposanto, donde tendrás el último acto público. Y yo, presente en todo momento, como siempre. Las coronas dicen frases como «Tus hijos no te olvidan», o «Nunca te olvidaremos. Tus amigos». Las flores van despojándose de sus pétalos en el camino empedrado, y el coche eléctrico avanza lenta, sutilmente, por la calzada que te llevará hasta el recinto en el que incinerarán tu cuerpo, hermoso aunque envejecido por la edad y el sufrimiento, y por la vida vivida también; tu cuerpo, que amé desesperadamente al principio y con experimentado sosiego después. Ahora yace encerrado en el féretro, apartado de las miradas de nuestros hijos, de los nietos y de los amigos que nos han acompañado durante estos años. Sus lágrimas demuestran que te querían, que te quieren aun en la despedida última. Última para ellos, que no para mí, que te tengo aprehendida en el corazón para la eternidad.

¿Acaso no es verdad que lo hablamos muchas veces a lo largo de nuestra relación? Tú dudabas que solo tuviéramos esta vida, y yo aseguraba que nada había después salvo la noche eterna.

Caminamos tras el auto hasta que se detiene junto a un pequeño edificio, y los operarios –con rostro serio para evitar verse embargados por las emociones- extraen el ataúd del vehículo y lo introducen en lo que llaman la Sala del Adiós. Ellos entran primero, y luego, casi sin querer, lo hacemos yo, nuestros hijos y el resto de los asistentes.

Es entonces cuando hay más lágrimas y los pañuelos salen a relucir como flores de almendros. Es ahora cuando las rosas huelen más debido a que se encuentran en un lugar cerrado, y es ahora también cuando las coronas, multicolores y bellísimas, contrastan mágicamente con las lisas y sobrias paredes de la estancia.

La Sala del Adiós es circular y su techo acaba en una bóveda acristalada, como una pequeña capilla Sixtina dedicada a las despedidas más terribles, y está decorada con los azules del cielo. Casi nadie habla, y los pocos que lo hacen susurran livianas palabras y frases entrecortadas, como si tuvieran miedo a romper el hechizo de la muerte, o que tal vez el eco de sus voces pueda atraerla hasta nosotros, los desolados asistentes. De nuevo vuelvo a desvariar, querida, pero sabes que siempre he tenido algo de poeta, aunque tú insistías en que yo era más de la escuela del querido Poe con sus cuentos para asustar. Tal vez tenías razón, o tal vez la risa cantarina que acompañaba a tus palabras ocultaba el miedo a lo que pueda haber tras la muerte.

Y ahora empieza a sonar una música melódica. ¿A ver? ¿Cuál es, querida? Si estuvieras aquí seguro que ya sabrías su autor. Intento recordarlo yo también: una chispa se enciende en mi memoria, como si tu voz hubiese llegado de más allá y me lo hubiera susurrado al oído: «Strauss hijo». ¡Por supuesto, querida! No podían haber elegido mejor música para tu incineración que uno de los valses del compositor austríaco que tanto te gusta. ¿Acaso no escuchábamos todos los años en televisión el concierto de Año Nuevo que tocaban en Viena? ¡Cuánto voy a echar de menos esos momentos juntos, disfrutando de la música! 

El tiempo pasa con desesperante lentitud. El tiempo es un torturador inmisericorde que no conoce de corazones sensibles ni de citas de trabajo. Apenas ha pasado media hora y los asistentes comienzan a despedirse y a abandonar la sala. La cremación, que se está produciendo al otro lado de la puerta, durará aún un buen rato: el suficiente para que tus carnes sean aire y tus huesos se conviertan en tierra. Aire y tierra que volverán al lugar de donde brotaron y se harán uno con esa naturaleza que amaste hasta la extenuación.

Nuestros hijos son los últimos en abandonar el recinto. Fuera esperan amigos y familiares, que se van despidiendo con lágrimas y pesar. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, querida, nos vamos quedando solos mientras las horas pasan, y la mañana da paso al mediodía. Recuerdo la primera vez que te vi: tan hermosa como en un sueño. ¡Quién nos iba a decir que estaríamos tanto tiempo juntos! Entonces apareces de nuevo, vestida de urna y despojada de toda sustancia terrena. Y es ahora cuando es mayor el dolor porque no se valora más un cuerpo que cuando no queda de él más que un leve recuerdo, apenas unas motas de polvo que el aire se llevará por los cuatro puntos cardinales.

De nuevo vuelvo a desvariar, querida, pero sabes que siempre he tenido algo de poeta, aunque tú insistías en que yo era más de la escuela del querido Poe con sus cuentos para asustar.

El camino hacia donde se depositan los restos incinerados, el Bosque de las Cenizas, se hace a pie, con lentitud. El Bosque de las Cenizas canta con melodías inaudibles a los oídos de los vivos. Y la tierra se mece al son de las olas de los espíritus. Nada es lo que parece, amor, porque ni los vivos estamos tan vivos como creemos, ni los muertos están muertos vivan en nuestra memoria. Llegando a aquel lugar, el adiós parece, ahora sí, un adiós concluyente, total. No somos más que unos pocos -los que más te quisieron- los que me acompañan con la urna hasta su lugar de reposo. Aquí, entre árboles de varias especies y el musgo que crece fresco y verde entre ellos, deposito tus cenizas, que caen con suavidad alada, como plumas de gansos etéreos. La tierra las recibe con ansia. Nuestros hijos se limpian las últimas lágrimas y se alejan con dolor, como si cada paso les costase un esfuerzo sublime, o porque dejan atrás mucho más que una madre amorosa y unos recuerdos de infancia y adolescencia difíciles de olvidar. Es el tesoro que tienen y que deberán guardar a toda costa si no quieren dejar de ser lo que son. Noto un nudo en el estómago, y te siento ahora más cerca que nunca. Mucho más cerca, querida. Como nunca antes lo hemos estado.

Se levanta una pequeña brisa. La tierra se remueve y las ramas de los altos álamos se sacuden. Cierro los ojos y ahora, en este mismo instante de luces de primavera y vientos frescos, te siento junto a mí. Ahora estamos solos tú y yo, querida Elena. Solos en mitad de este bosque. En mitad del camposanto, que es como decir en mitad de la nada, porque los vivos se han ido y los muertos bastante tienen con intentar reposar en paz, lejos de la vorágine, en esa eternidad de la que tanto debatimos en vida. Estamos solos, y la brisa agita las hojas de los árboles con susurros que me recuerdan a ti.

Pero no, querida, no quiero ni puedo engañarme. No estás aquí conmigo, solo son ensoñaciones, deseos, aspiraciones de un pobre hombre.

Las flores quedaron atrás. Y atrás quedó el ataúd incinerado, y los parientes y amigos que se han marchado lejos, a la relativa tranquilidad de sus hogares. Atrás quedaron también nuestros hijos, que ahora llorarán tu partida. Atrás quedan las coronas, y los adioses, y la música de Strauss y las películas de fantasía que tanto te gustaron. Todo es un mero recuerdo, apenas una gota en un mar de infinitas promesas incumplidas. Porque la vida es corta, a pesar de todo. Corta a pesar de lo mucho que pensemos que se ha vivido. Se nos hace breve porque la queremos. Y ahora, querida, ¿qué piensas de nuestros debates sobre lo que había más allá de esta última frontera?

Francisco José Segovia Ramos(Granada, España)Ganador de diferentes certámenes de relato y poesía. Ha sido publicado varias obras, entre las que destacan las novelas El enigma del Moldava y Cuatro días de julio; y el poemario Recital de difuntos. Participó en distintas antologías de poesía y relato. Colaborador en periódicos y revistas literarias en España e hispanoamérica.