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I
En el último de los relatos de Putas Asesinas, el segundo libro de cuentos de Roberto Bolaño, el chileno narra su encuentro con uno de sus compatriotas, el poeta Enrique Lihn. El texto se titula, para que no cupieran dudas sobre la intención de lo que planeaba relatar, «Encuentro con Enrique Lihn».
Era 1999, y a su regreso a España tras haber ganado el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes, el chileno sueña que un grupo de seguidores de Lihn lo lleva a conocerlo. Sabe –o quizá solo lo intuye porque en los sueños las reglas son otras– que ese encuentro es imposible. Lihn, para ese momento, tenía poco más de una década muerto. Además, advierte que la persona a la que le habla y con la que convive en algunos momentos oníricos en una ciudad infernal que pudo haber sido la Santiago de Chile de los recuerdos de Bolaño, no se parece al Enrique Lihn que llegó a ver en fotografías –ya que lo ve más guapo, más delgado y rejuvenecido– y con el que sostuvo, a principios de los ochenta, un breve intercambio epistolar.
Total, que Bolaño se encuentra en un reservado –en la primera planta de un edificio de siete pisos, que también es un bar y a la vez la casa del poeta–, con un Enrique Lihn más guapo que parece, más que un escritor chileno, un actor de Hollywood. Lo ve, además, disolviendo en un vaso con agua una pastilla que debe tomar cada tres horas porque, aparentemente, su existencia depende de ello. Y, más temprano que tarde, en uno de esos descubrimientos que solo pueden darse en los sueños, Bolaño termina dándose cuenta de que Lihn sabe muy bien que está muerto. Este le dice, pasado algún tiempo, que: «El corazón ya no me funciona. Mi corazón ya no existe». Y más adelante, casi al final del relato, también le dice: «aunque no te lo creas, Bolaño, presta atención, en este barrio solo los muertos salen a pasear». Después se ponen a mirar las calles, la gente y los autos, mientras conviven en el bar. Y eso es todo el relato. Aunque en el inter, cabe mencionar, Bolaño conoce a un par de gánsteres afuera del bar y también visita brevemente el departamento del poeta. Pero no pasa nada más.
Recuerdo que la primera vez que leí este relato me pareció un tanto extraño, sobre todo aburrido. No fui capaz de descifrar, al menos en ese momento, lo que subyace en el texto; algo se escapaba a mi comprensión. Su esencia viva, si existía, me evadía por completo. Por eso lo dejé pasar varios años, muchos años, hasta que volví hace poco a él, y con su relectura, acompañada de múltiples textos adicionales, he buscado la forma más adecuada de revalorizarlo. He aquí mis impresiones.
II
Enrique Lihn (1929-1988) fue un escritor, dibujante y crítico literario, reconocido en su momento como una de las voces fundamentales de la poesía en Chile. Con una intensa vida literaria que lo llevó a colaborar con diversos artistas de su época, como Nicanor Parra y Alejandro Jodorowsky, Lihn cultivó la poesía, el cuento, la novela, el ensayo, el cómic y la dramaturgia. Su discurso, que buscó romper con lo preestablecido durante la época del boom latinoamericano, le valió la reputación de iconoclasta y transgresor.
Pese a su prolífica obra, repleta de inteligencia y sensibilidad, Lihn se encontró en varios momentos de su vida con la adversidad, cobijada por el decaimiento del cuerpo frente a la enfermedad.
A finales de la década de los ochenta, y tras haber combatido varios padecimientos físicos, sucumbió a un cáncer de pulmón que lo disminuyó, poco a poco, día a día, hasta que el 10 de julio de 1988 los tumores acumulados en su cuerpo terminaron con su vida. No obstante, algunos meses antes de su fallecimiento, y sabiendo que el final era inevitable, Lihn erigió su último testamento literario: un poemario memorable que habla por sí solo y que nombró de la mejor forma posible: Diario de muerte.
El poemario vio la luz hasta el año siguiente, en 1989. El cuidado de la edición y la transcripción de los poemas fue una tarea que realizaron en conjunto dos de las amistades más cercanas del poeta: el también poeta y crítico literario Pedro Lastra, y Adriana Valdés, escritora y ensayista que dos décadas después de la muerte de Lihn publicó un libro íntimo y personal que ahonda en la relación que ambos establecieron desde el momento en el que ella lo conoció y hasta su muerte. El libro se titula Enrique Lihn: vistas parciales, y cuenta con varios ensayos que abordan diferentes perspectivas en torno a la vida y obra del poeta. El último de los textos escritos por Valdés, «La escritura de Diario de muerte: un testimonio presencial», es, en esencia, un relato sobre cómo Lihn se dedicó durante los últimos meses de su vida a engendrar los poemas que componen el Diario. Poemas que, por cierto, fueron escritos en un cuaderno desde la última semana de abril y hasta la última de junio de 1988, pocas semanas antes de su fallecimiento. Esa imagen del poeta que mantiene su lucidez intacta para compartir su experiencia vital pese a tener el cuerpo vapuleado, padeciendo en carne propia los estragos de una masa de células amorfas que crecían y se multiplicaban en su interior, me parece una de las imágenes más cautivadoras, sui generis y memorables de la literatura contemporánea. Habría que rescatarla junto con el poemario de Lihn.
III
Diario de muerte es una obra difícil de asimilar. En ella hay versos punzantes que nos colocan, como lectores, en una posición límite; es decir, en la posición del que atestigua cómo el poeta se enfrenta a la muerte, de cómo se siente sitiado por ella. Por eso sorprende que la voz poética, justo en el poema que abre el libro, diga cosas como: «Nada tiene que ver el dolor con el dolor / nada tiene que ver la desesperación con la desesperación / Las palabras que usamos para designar estas cosas están viciadas / No hay nombres en la zona muda…».
Me repito estas palabras: «No hay nombres en la zona muda». No hay nombres en la zona muda, reflexiono, porque no hay mecanismos lingüísticos que permitan transmitir lo que experimenta el poeta, su cara a cara con su condición mortal y perecedera.
La consciencia de la muerte, al parecer, no había estado tan presente en la vida de Lihn como cuando supo que tenía los días contados. Por eso las palabras que usa para tratar de designar el dolor y la desesperación carecen de referentes. Significado y significante se vacían, dejando vocablos que no representan emoción alguna, que no denotan nada porque frente a la enfermedad y la muerte no hay palabra que valga.
Sin embargo, el poeta, como artesano del lenguaje que es, pretende, aun con las dificultades que se le presentan, tomar una postura estética para tratar, aunque fracase, aunque la escritura no le dé para más, de devolverle a la palabra su capacidad expresiva. Intenta hacer arte, decir lo indecible, narrar lo inenarrable.
A esa labor se abocó durante sus últimos días, en un esfuerzo extremo por comunicarse no solo desde el país de los enfermos, sino desde la frontera del país de los enfermos con el mundo de la muerte. Al expresarme de este modo lo único que hago es retomar algunas de las categorías que Lihn estableció en su Diario: la dicotomía entre vivos y muertos, y entre sanos y enfermos. Por ello he considerado prudente compartir en este texto el que es, para mí, uno de los mejores poemas del libro, y que a la letra dice:
Hay sólo dos países
Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos
por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene sentido
Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes
seguiremos unidos, hasta la muerte
separadamente unidos
Con los enfermos cabe una creciente complicidad
que en nada se parece a la amistad o el amor
(esas mitologías que dan sus últimos frutos
a unos pasos del hacha)
Empezamos a enviar y recibir mensajes de nuestros verdaderos
/conciudadanos
una palabra de aliento
un folleto sobre el cáncer.
IV
Llevo poco tiempo habitando el país de los enfermos. Arribé a estas tierras por conducto de los médicos, esos que siempre dan malas noticias; esos que, según Lihn, no son más que los peluqueros, manicuros, usurarios de la muerte. No los culpo, ese es su trabajo: convivir con ella, tratar de retrasarla, dosificarla, domesticarla.
Este país es cálido y hospitalario. Sobran las palmadas en la espalda, los buenos ánimos, pero también las lágrimas y el desaliento. Entre esperanza y angustia se nos va la vida tanto como las visitas al doctor, o acudir a otra extracción de sangre, a otro estudio de imagen, a otra terapia con químicos y radiación. Vivimos para acampar varias horas en la sala de espera de un hospital, aguardando pacientemente a que un profesional de la salud, con todos sus conocimientos transformados en lenguaje comprensible, nos brinde una interpretación sesuda de los análisis y estudios de laboratorio, y que su respuesta nos otorgue la tranquilidad de saber que viviremos un día más sin signos de alarma, un día más sin un sobresalto, de esos que te recuerdan que aún hay algo dentro de ti que tiene otros planes para tu futuro: un viaje sin retorno a la necrópolis.
Durante el tiempo en el que Lihn supo que ya contaba con un boleto para realizar este viaje sin retorno, Adriana Valdés relató una ocasión en la que el poeta recibió la visita de uno de sus amigos, el también poeta Alberto Rubio. En su lecho de enfermo, Lihn le preguntó: «Alberto, ¿qué emoción crees tú que puede sentir alguien en mi situación?», a lo que Rubio respondió, después de un largo silencio, lo siguiente: «Una emoción posible […] es la curiosidad».
Lihn pareció complacido con dicha respuesta. Uno como lector puede quedarse complacido con esa respuesta porque no hay nada tan humano como la curiosidad. Y aunque imperen el miedo y el dolor, el interés por la muerte será tan intenso como el interés por la vida.
V
Mi curiosidad por otorgarle un nuevo valor a «Encuentro con Enrique Lihn» me llevó no solo a volver a Bolaño, sino a adentrarme en la poesía de Lihn. Por eso considero que este relato se comunica indirectamente con su obra y sitúa a Bolaño no solo en el país de los enfermos, sino en una especie de antesala al mundo de la muerte. Lihn parece darle la bienvenida a un Bolaño que también sabe que su enfermedad le está empezando a cobrar factura. El chileno parece decirnos que pronto esa convivencia en el reservado de un bar en una ciudad infernal que bien podría ser Santiago de Chile será definitiva. Y que, además, está conforme con ello.
A ambos ya no les funciona el corazón, pero la literatura seguirá latiendo en sus obras y en sus lectores. Y así los acompañaremos hasta que nosotros también nos sentemos en uno de los reservados de ese bar, divisando a la distancia la figura de dos escritores que, más que escritores, parecerán actores de Hollywood, esperando a que alguno de sus seguidores espectrales nos invite a conocerlos, a estrechar sus manos mientras disuelven en un vaso con agua pastillas que deben tomar cada tres horas, y que cuando nos sentemos, después de la aparición de uno de esos silencios incómodos que suelen formarse entre personas –o fantasmas– que acaban de conocerse, uno de ellos se dirija muy serio a nosotros y nos diga: «Ey, presten atención, Santos y compañía, en este barrio solo los muertos salen a pasear».