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Hace unas semanas me vi en el aprieto de tener que explicar de dónde vienen mis cuentos. Todos los escritores pasan por ese momento incómodo de tener que explicar de dónde sacaron tal o cual cosa. Hay quienes dicen escuchar una voz que les dicta; otros alegan tipear en automático, o bajo el control de algo o de alguien misterioso; otros hablan de trabajo duro, palabra por palabra. En mi caso, las historias me salen ya completas, yo solo las acomodo un poco. Hay palabras que me gustan más que otras. Eso fue lo que dije cuando me preguntaron de dónde sacaba mis relatos, y hubo un silencio incómodo, vergonzoso. Me quedó claro que no debo volver a decir una cosa como esa, o en todo caso tengo que ser más explícito.
Cuando tenía cinco años nos mudamos a Ushuaia. Mi madre estaba cansada de hablar por teléfono con su marido y ese año decidió que a donde fuera él iríamos nosotros. En esa época los regímenes laborales eran casi esclavistas, y Raúl podía pasar meses sin volver a casa. Trabajaba en una empresa vial, hacía rutas.
Cursé el jardín de infantes en Ushuaia. Vivíamos en una casa alquilada por la empresa, en un barrio nuevo, con calles de tierra y montañas de arena por todos lados. Hay todo un álbum de fotos de esa época: en una estoy parado sobre el hielo, muerto de miedo, en un lago congelado que a mi madre le gustaba visitar; en otra, con una máscara de Batman, abrazando a un perro negro; en otra, a la entrada del Jardín de Infantes número uno. En varias aparezco con Mónica Shell. Mi madre no recuerda si Mónica y yo íbamos al mismo jardín, si éramos compañeritos. En una de las fotos estamos parados, mirando a la cámara. En otra, sentados en el pasto jugando con autos. En todas parecemos parte de una campaña publicitaria de United Colors of Benetton. Mónica era rubia, de ojos verdes, blanquísima. Yo siempre fui morocho y achinado, supuestamente como mi padre. Raúl no era tan morocho y tenía rulos. Estábamos con él desde que yo tenía tres años.
Casi todas las tardes visitaba a Mónica. Jugábamos a los autos. La mayoría de mis juguetes eran autos. Mónica tenía algunos que habían sido de su papá. Armábamos calles, puentes y túneles en las montañas de arena. Mi auto favorito era un escarabajo amarillo al que se le abrían las puertas. Mónica, sin ningún criterio, prefería un helicóptero. Lo arrastraba por las calles y los puentes, y en los túneles lo arrojaba como una piedra; luego lo recuperaba del otro lado. Podíamos jugar a eso durante horas. Al final del juego lo desmoronábamos todo a patadas.
Una tarde olvidé el escarabajo en casa de Mónica. Recuerdo que hice un berrinche, quería volver por mi autito a como diera lugar. Mi madre primero me retó por distraído y luego por caprichoso; con toda seguridad tendría de nuevo mi auto al día siguiente. Mónica lo guardaría, no era necesario tanto escándalo. Por lo visto la casa de los Shell no quedaba cerca porque nunca fue una opción regresar a buscarlo, al menos no de la manera convencional.
Mientras mi madre me retaba, y a punto de tirarme las orejas, Raúl intervino:
—Yo lo busco, no se preocupen. Lo traigo con la mente —dijo.
Mi madre cambió la cara, me guiñó un ojo.
—Hace mucho que no lo intento —siguió Raúl—, pero creo que todavía puedo. ¿Nunca le contaste que tengo poderes mentales? Yo muevo cosas con el pensamiento. Si tengo suerte voy a encontrar el autito y lo voy a traer, pero me tenés que ayudar.
Me senté frente a él y me agarró las manos.
—Dale, ayudame —dijo.
Yo no sabía cómo ayudarlo, así que traté de hacer fuerza con la mente. Alguna cara rara puse porque mi madre largó una risita.
—¡Ya lo encontré! —dijo Raúl en un momento. Me soltó las manos y comenzó a masajearse las sienes—. Lo saqué de la casa. Ahora lo traigo por la avenida. Hay mucho tránsito. Doblé en nuestra calle. Uh, casi me chocan.
—Tené cuidado —dijo mi madre.
—Estoy muy cerca. Ya casi, ya casi.
Hizo una pausa, tomó aire como para inflar una piñata, y el escarabajo amarillo salió del centro de su frente.
—¿Es este? —dijo.
Agarré el autito y me fui a dormir.
A finales de ese año nos mudamos a Bariloche. En la nueva ciudad no había nadie como Mónica y me sentí muy solo. Los primeros años de la escuela primaria fueron difíciles. Yo era el chico que se quedaba en una esquina del patio mientras los demás jugaban. Nunca nadie me invitó y yo era demasiado tímido para sumarme al juego así porque sí. En Bariloche nació mi hermana, un hecho similar a la caída de una bomba atómica sobre una ciudad de arena. ¿Qué era yo ahora? ¿Hijo, medio hijo, absolutamente nada?
Un día estaba jugando a patear una pelota contra el paredón cuando Raúl dijo:
—Yo jugaba muy bien al fútbol, llegué a probarme en Tigre. Tigre es un equipo de Buenos Aires.
Hicimos unos pases, atajé un par de remates y también pateé algunos.
—Yo quería ser futbolista —dijo Raúl—, ¿vos qué vas a ser cuando seas grande?
—Quiero manejar un helicóptero —dije.
Extrañaba mucho a Mónica.
Esa misma noche, después de cenar, Raúl volvió a hacer su truco, pero esta vez no dijo nada, solo tomó aire y, mientras exhalaba, un helicóptero igual al que Mónica arrastraba por las calles de arena salió del centro de su frente.
Seguro creerán que me la pasaba molestando a Raúl para que hiciera su truco, pero no era así. De hecho, el escarabajo y el helicóptero quedaron en un rincón; empecé a tener miedo de jugar con ellos. Además, yo no había pedido esos trucos, habían sido gestos espontáneos de Raúl. Y la única vez que pedí algo específico obtuve más de lo que quería, demasiado, una cantidad abrumadora.
Después vinieron más mudanzas: a San Luis, a Santa Fe, a Comodoro, a Neuquén. En cada nueva ciudad mi madre se las ingeniaba para que nuestra casa pareciera siempre la misma, lo cual es todo un arte; solo ella conocía las relaciones entre los muebles, los adornos, las cortinas, eso que constituía la identidad de nuestro hogar.
En Neuquén, al comienzo de la adolescencia, conocí a quien sería mi primera novia. Se llamaba Brisa, y tenía un ojo celeste y el otro marrón; parece una rareza, pero le quedaba muy bien. Como sabíamos que la relación tenía una fecha límite —cuando la obra en la que Raúl trabajaba terminara y una nueva mudanza me barriera del mapa—, nos propusimos disfrutar cada momento. A mitad de ese año, quedé libre por faltas. Mi madre tuvo que pedir una prórroga en el colegio y me dieron cinco faltas más para lo que restaba del año. Recuerdo que mientras volvíamos a casa, mi madre alternaba los retos con preguntas sobre Brisa. Le daba curiosidad esa chica capaz de desbaratarme de tal manera, ya que yo siempre había sido un joven estudioso y aplicado.
Tanto nos habíamos hecho a la idea de que la relación tenía un final inevitable —lo que desde entonces me ha parecido una de las mejores maneras de encarar una relación—, que cuando llegó la noticia de la nueva mudanza no nos afectó para nada. No hubo llantos ni lamentos. Pero algo no estaba bien; algo faltaba. Me llevó una noche de insomnio descubrirlo: me molestaba la idea de ser fugaz, desaparecer sin dejar huella. Y acá viene la única vez que pedí el truco. Vaya a saber de dónde había sacado la idea de que los poemas eran algo valioso, apreciado, inolvidable. El caso es que quería dejarle un poema a Brisa para que me recordara, pero no tenía idea de cómo escribir un poema. Todos mis intentos terminaban en rimas infantiles u obscenas, los únicos usos que conocía para la rima. Está de más decir que en esa época la noción de un poema sin rima me era tan inconcebible como un elefante africano de bolsillo.
Encontré a Raúl en el patio, bajo la parra, un tinglado mal hecho con dos ramas altas que nos cubrían a medias. Charlaba con los perros, un salchicha y un labrador. A pesar de que nunca nos quedábamos definitivamente en ningún lugar, mi madre siempre tenía dos perros con los que Raúl siempre se encariñaba. Días antes de irnos, mi madre se encargaba de buscarles un nuevo hogar, y nunca volvía a acordarse de ellos. En la nueva casa conseguía otros que por supuesto tenían la misma personalidad o esencia, no sé cómo se dice en el caso de los perros. Estaban hablando sobre las bondades del nuevo alimento, uno que salía carísimo. Raúl hacía las voces de ambos perros, voces de caricatura. El salchicha me saludó primero y luego el labrador.
—Hola, ¿cómo están? —dije, sin mucha gracia.
—¿Querés un mate?
Raúl era un gran cebador. Tomamos un rato en silencio mientras los perros competían por quedar más cerca de su cara. A pesar de la evidente inferioridad física, el salchicha se las ingeniaba para escabullirse entre las patas del labrador esquivando los falsos mordiscos, y llegaba casi a rozar la boca de Raúl. Ahí se detenían ambos; ninguno pasaba esa línea.
—¿Te acordás de ese truco que hacías? —dije— ¿El de sacar cosas de la frente?
—No es un truco, es algo serio.
—No quise decir truco en ese sentido. Necesito que lo hagas de nuevo.
Me miró.
—¿No estás grande para juguetes?
—No quiero ningún juguete, quiero un poema para Brisa.
—Ah, no funciona así. Esto es como un servicio de mudanzas muy especializado. Yo solo muevo juguetes de un lugar a otro.
—¿Por qué solo juguetes?
—Porque una vez moví un juguete y ya quedó así. Te puedo enseñar a mover cosas y tal vez vos sí puedas mover papeles, un poema, o algo de eso.
Cambió la yerba al mate y me enseñó el sencillo arte de mover cosas con la mente. Constaba de cuatro pasos, y eran tan simples que pensé que me estaba tomando el pelo.
—Es imposible que sea tan fácil. Todo el mundo lo haría.
—No, porque no se lo enseñé a todo el mundo. Y además, lo sencillo resulta ser lo más difícil. Ya lo verás, te va a llevar un montón de tiempo lograrlo. Ahora mismo no podrías hacerlo, ni siquiera creés que sea posible.
Como se imaginarán, no hubo poema para Brisa y hoy no recordará ni mi nombre.
Nuevas mudanzas me llevaron a Concordia, a La Rioja, a Córdoba, a Río Gallegos. En el año 2000 me presenté a un concurso municipal de poesía en Las Grutas y lo gané. Estuve meses esperando a que alguien apareciera para denunciarme por robo, pero por lo visto perder un manuscrito es tan común como perder un juguete.
Dos años más tarde volví a intentarlo. Ponía la mente en blanco, y en medio de esa oscuridad —porque la mente en blanco es negra—, veía un escritorio, un cajón, una mesa de luz. Agarraba los papeles a las apuradas y los sacaba por mi frente. No sabía a quién le robaba los textos; a veces se repetían nombres de personajes, temas, pero otras el texto era raro, singular. Podía tratarse de uno o de varios escritores. Ninguno firmaba sus escritos, o yo se los arrebataba antes de que lo hicieran. Pero un día apareció un nombre, en la última página de un cuento de tono autobiográfico: Alfredo Marinetti. No parecía un seudónimo, no tenía la gracia, la impronta de un seudónimo. Lo busqué en internet; encontré cuatro en Argentina y, si ampliaba la búsqueda, aparecían doce más desperdigados por el mundo. Al menos era lo que el algoritmo elegía mostrar. No parecía el texto de un venezolano, menos de un holandés…, descarté a todos los extranjeros. De los cuatro argentinos, solo uno publicaba en su blog cosas «artísticas». En el perfil tenía vinculada una página de trabajos tipo detailing, ya saben, esas limpiezas a fondo, obsesivas, de autos. Había un número de teléfono y una dirección. Marinetti Car Detailing, se llamaba el negocio de mi escritor. Quedaba en Resistencia, a tres o cuatro horas de viaje.
Raúl me prestó el Duna, y un martes, pasadas las cinco de la tarde, lo estacioné justo en frente del local. Parecía un negocio próspero, los tres gabinetes estaban ocupados y cuando entré en la oficina había otras seis personas esperando. La oficina era una estructura completa dentro del mismo galpón, con dos de sus paredes vidriadas y hasta con su propio techo, pensé en una casa dentro de una casa. Me entretuve viendo las maniobras. Cada auto era atendido por dos operarios, a veces se sumaba un tercer hombre. Tenían todo tipo de cepillos, franelas, aerosoles, y una aspiradora gigante y muy ruidosa que iba y venía entre los gabinetes como un robot servicial. El tercer hombre era una especie de inspector que verificaba los trabajos y daba los toques finales. Busqué en mi celular la foto de Alfredo Marinetti que había sacado de la internet: definitivamente, aunque con el pelo más largo, se trataba de mi hombre. Estuve a punto de ir a su encuentro; bastaba con salir de la oficina y saltar la soga con cartelitos de «no pasar». Vendría a echarme (de seguro ahuyentar intrusos era parte de su trabajo), y entre empujón y empujón le preguntaría si escribía, si era escritor. Por supuesto que no hice nada de eso. Tampoco saqué un turno para el Duna, mi segunda idea, algo que Raúl habría apreciado. Solo di media vuelta y volví al auto, lo adelanté unos metros, hasta la esquina, y esperé. A las ocho de la noche despacharon al último cliente, un Volkswagen Gol.
Los empleados empezaron a irse, también la chica de la oficina. Agarré el cuento y comencé a acercarme. El ruido de la hidrolavadora tapó mis pasos y hasta mis primeras palabras. Tuve que gritarle al oído. Marinetti dio un salto y casi dejó caer la lanza de la hidrolavadora.
—¿Me quiere matar de un susto? Ya cerramos; abrimos mañana a las nueve.
—No, no es por un auto que vine a verlo. Es por esto —dije y le mostré las hojas.
—Tengo las manos mojadas, no puedo ¿de qué se trata?
—¿Usted escribe cuentos? Verá, yo…
—¿Quién es? ¿Quién lo mandó a verme?
Marinetti dio un paso atrás y corrigió el agarre de la lanza.
—Nadie me mandó. ¿Usted escribió esto?
Agarró las hojas.
—¿De dónde lo sacó?
—Es suyo, entonces. Verá, yo…
—Váyase —dijo y me apuntó con la lanza de la hidrolavadora.
Hacía frío, así que se trataba de una amenaza real; además, el agua a presión duele, y mucho.
—Solamente quería…
—Váyase, dije. ¡Fuera! —Me apoyó la punta de la lanza en el pecho—. No lo voy a repetir.
—Tranquilo, tranquilo, me voy.
Mientras me alejaba largó un chorro de agua. Con la espalda empapada subí al Duna y desaparecí.
No volví a sacar un texto firmado por Marinetti, aunque me pareció reconocer su estilo una vez, en un cuento sobre perros que cazan humanos.
El relato más perturbador que salió de mi frente fue uno que se publicó en el libro Aquí, allá, en ninguna parte. Porque con el tiempo empecé a tener cierto criterio, no todo lo que salía de mi frente valía el riesgo de una demanda por plagio o un ataque con hidrolavadora, y empecé a seleccionar el material, a agrupar textos por temáticas, por estilos, a pensar en libros. Ese relato se llamaba «Moving service»; pensé en traducir el título, pero al final lo dejé tal cual figuraba en el manuscrito. Lo perturbador fue que me reconocí en cada página, en la idiosincrasia del narrador, en las ironías; incluso había un personaje femenino que se llamaba Mónica. ¿Era posible que yo lo hubiera escrito? Quizás en mi deambular a oscuras había roto el tiempo y me había robado a mí mismo en el futuro. Lo consulté con Raúl.
—No te sabría decir. Nunca traje un juguete del futuro, ¿o sí? En todo caso para cada persona es distinto: vos movés papeles, yo no puedo mover papeles, y vos no movés juguetes.
La posibilidad de que ese texto hubiera sido —o fuera a ser— escrito por mí me enfrentó a una paradoja: en algún momento comenzaría a escribir mis propias historias y produciría un texto llamado «Moving service», y de un día para el otro el manuscrito iba a desaparecer; pero yo ya conocía ese texto porque acababa de leerlo, y además sabía que en algún momento lo escribiría. Entonces, ¿lo iba a escribir solo para extraviarlo y no romper el círculo? Pero más que escribirlo tendría que copiarlo, no podía errar una coma. A menos que perdiera la memoria y en un rapto de escritura automática —como mis colegas que dicen solo tipear— lo garabateara exactamente igual a como salió de mi frente. Me hice un nudo pensando esas cosas. Al final dejé de preocuparme y sumé ese cuento al conjunto que envié a la editorial. El entonces editor le agregó unos cuantos párrafos alegando cuestiones de ritmo.
Hasta el día de hoy no he recibido demandas por plagio, así que hay chances de que, salvo por Marinetti, yo esté tomando mis textos del futuro o de un pasado remoto. Aunque también puede deberse a que las tiradas de mis libros son tan pequeñas que nadie se entera de los robos; los libros apenas si salen de la provincia. Se ha dicho que mis obras son desparejas, que no tengo un estilo, que parecen un rejunte; debe ser de las pocas veces que los críticos dan en el clavo. Hay un grupo de jóvenes que me tiene como referente; a su entusiasmo debo las invitaciones a ferias y las pocas entrevistas que me hacen y las preguntas incómodas.
Como sea, este es mi método, así consigo mis historias: solo muevo cosas de un lugar a otro, como un servicio de mudanza que nadie pidió; y todo se lo debo a Raúl, donde sea que se encuentre. Una tarde —mi madre había ganado y Raúl ya no trabajaba en empresas viales, ahora se dedicaba a hacer instalaciones de gas—, salió a visitar a un mecánico del barrio con el que solía juntarse a mirar los partidos de Boca, y nunca llegó a su destino. Se pensó en un secuestro, pero nosotros no teníamos dinero y jamás nadie llamó pidiendo rescate; también se habló de venta de órganos, pero se trataba de un hombre grande y con un historial médico complicado. Mi madre y mi hermana perdieron la cabeza buscándolo. Yo prefiero pensar que un gigante se lo llevó, que alguien lo pidió en la otra punta del universo, quizás necesitaban un capataz, y que salió completo, allá, un poco asustado, de entre las arrugas de una frente enorme.