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El día que festejaba mi onomástico número treintaitrés sufrí mi primera crisis existencial. Durante la fiesta celebrada en la finca familiar, que reunía para la ocasión a mi numerosa familia, comprendí, de golpe y porrazo, luego de cierto fatal sermón que detallaré más adelante, que mi vida era ya un completo fracaso. No haber llegado a ser lo que se esperaba de mí constituía una omisión irreparable; ya no quedaba tiempo para enmendar tan penoso yerro.
Cumplir treintaitrés años puede parecer hasta agradable. ¡Linda edad, suele decirse! La flor de la vida. Tía Matilde y tía Albertina insistieron tanto con eso de la edad de Cristo que casi me hicieron creer en el privilegio religioso de llegar a los treintaitrés. Estrujando sus rosarios me bendijeron al igual que cada integrante de mi gran familia, orgullosa de su abolengo.
Mi familia, precisamente, ostenta una tradición cultural. Papá, Augusto Domeq, es un laureado escritor, autor de una veintena de novelas policiales. Ganó su primer galardón a los treinta años con el cuento «La noche se tiñe en sangre» (premio Emecé, 1955), incluido en la antología Cuentos policiales argentinos, de Manuel Peyrou. El abuelo, Hernán Bustos Domeq, bueno…, habrán oído hablar de él. Es una leyenda. Decano de la facultad de filosofía y letras, se consagró a los veintiún años con la novela La muerte empuña grueso calibre (premio Graham Greene, 1942), que sorprendió al mundillo literario por su insuperable ingenio narrativo. Marco Denevi supo elogiar largamente esa obra, y es un secreto a voces que Bioy Casares tomó el apellido del abuelo como seudónimo para su afamado volumen de relatos policiales. El abuelo ya casi no escribe, pero es autor de más de un centenar de cuentos del mismo género y que la editorial Séptimo círculo ha reunido en la colección Bustos Domeq – Grandes escritores argentinos, en una edición de lujo con la que lo homenajearon el año pasado, en ocasión de cumplir ochenta años. Es un hombre realizado y por eso lo admiro. Los foros académicos no dejan de citarlo como un autor fundamental de la lengua castellana. Respetado, leído, venerado, lleva sobre sí el aura de prócer viviente que mira al mundo por lo bajo de sus ojos grises, con desdén. Es evidente su desprecio por el animal humano.
Yo soy Agustín Bustos Domeq, el vástago más joven de la familia. Profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires. ¿Publicaciones? Ninguna. A mi edad, mi padre y abuelo ya tenían obra escrita, y no poca. Si bien yo desconté desde jovencito mis aptitudes literarias, no me percaté de que jamás las había puesto en práctica. Semejante omisión debería haber llamado mi atención; al menos, de unos años a esta parte. Pero fue el abuelo el que evidenció mi negligencia pronunciando las palabras justas para ponerme en mi lugar. Un lugar cercano al piso desde el que podía levantar la alfombra con la punta de su zapato para barrerme debajo.
Faltando unos minutos para mi aniquilación, y armado de calmosa cortesía, condescendí a los rituales ordinarios de un nuevo aniversario: abrí obsequios y recibí abrazos procurando mostrarme sorprendido, feliz. Difícil, pues el momento del brindis se aproximaba despertando en mí raras aprensiones. Mi intuición no se equivocaba. El solo paso del tiempo tiene siempre un cierto toque de aversión por lo que no puede ya recuperarse del pasado. Corté la torta en porciones con mano trémula; aguardé el reparto de copas a la retaguardia de la mesa familiar, de pie y sintiendo cómo temblaban mis rodillas. Se sirvió la acostumbrada sidra helada. A la cabecera de la mesa, el abuelo. Se veía magnífico en su bata de seda negra. Blancos cabellos, rostro altivo. Aguardaba su momento de hablar con serenidad. Alzó su copa. Lo imitamos. Cada uno de sus gestos resultaba tan señorial como él mismo. Tomó la palabra.
«Celebramos hoy el cumpleaños de Agustín, nieto sucesor del apellido paterno. Un joven prometedor que, algún día, escribirá un libro que continúe la tradición de literatos de la familia, y el orgullo de quienes hemos sabido conquistar triunfos, pero sobre todo, prestigio». Intercambió con mi padre una mirada cómplice, frunciendo el entrecejo, y terminó diciendo: «por ahora, eso parece lejos y deberá trabajar duro para alcanzar lo que otros hemos conseguido hace rato», me miró con sus acerados ojos mientras sorbía su copa, y los demás apuramos el trago para poder aplaudirlo. Yo, con más fervor que el resto para, de algún modo, calmar mis temblores. Había abrigado, como cada año, la esperanza de un discurso sencillamente laudatorio. Este había sido más bien lapidario. Se me recordaba —sutil, diplomáticamente— que, fuera de algunos poemas olvidables garrapateados en mis épocas de estudiante, hasta la fecha era un perfecto desconocido; un escritor sin escritos; un fracasado.
El denuesto pudo haber finalizado ahí; la humillación, rematarse con un bocado dulce y un buen trago de espumante de los que abundaban en la mesa. Después de todo era un cumpleaños más; las visitas se retirarían y los platos sucios quedaban para el día siguiente. Pero está visto que soy un hombre de papel, dócil a la presión del bolígrafo impiadoso. Me explico: tía Albertina, evidenciando su antaña sordera, amén de su extemporaneidad, preguntó a grito pelado —justo al finalizar la arenga del abuelo y los aplausos— si yo estaba por escribir algún libro. Se hizo un silencio embarazoso. Cárdeno de vergüenza observé los rostros expectantes de mi parentela. Al extremo de la mesa y cual jueces, papá y el abuelo aguardaban mis palabras. El primero con su sonrisa ladeada y sus cejas inquisidoras. El segundo, detenido en una mueca de desdén. Eran Watson y Holmes, aburridos ante un caso sin solución.
Llené una copa de malbec y lo bebí apuradamente. Luego, hablé. Referí estar concluyendo una nouvelle en la que venía trabajando desde hacía tiempo, y cuyo propósito era renovar el género policial, algo decaído a falta de buenos autores… En ese punto tuve la desgracia de toparme con las miradas de Sherlock y su camarada; airadas o escépticas. Al percatarme del desbarro, mi falta de tacto quedó acusada por un intenso brote de sed que calmé de inmediato con otro buen trago del malbec. Luego bebí otro más, para darme el valor de continuar mi perorata.
«El relato policial —comencé, pontificando— se basa en el develamiento metódico de un misterio criminal, mediante el uso de la indagación racional. El interés se centra en el argumento, que debe ser sólido, bien articulado. Pues bien —dije, tomando valor— me propongo trasuntar el misterio a un elemento de tensión entre dos protagonistas únicos de una trama criminal que jueguen con esa unidad también básica de intriga, conjugando los elementos propios del relato policial en una apuesta hacia la síntesis total del género…»
—¿Y el argumento?
La pregunta, lanzada a voz de cuello, había partido de boca del abuelo, que aguardaba mi respuesta del otro lado de la mesa con expresión desafiante. No respondí inmediatamente, sino que bebí otra dosis del espumante malbec, que se estaba poniendo buenísimo. Calculé que tenía al menos un as bajo la manga: la teoría literaria era, de algún modo, mi campo por ser catedrático en literatura. Podría arrostrar, sin mucho esfuerzo, una respuesta satisfactoria que superara la pregunta formulada. Lo que no calculé fue que uno no desafía a una autoridad en la materia. No tenía ni un solo as en ninguna de mis mangas; nada más que una correntada de frío recorriendo mis brazos…
¿Qué podía hacer? Respondí:
«El argumento, que sigue un eje psicológico de acuerdo a las concepciones modernistas del género, merece (creo yo) derivar hacia una sutileza de acción e intelecto entre una voluntad criminal y otra voluntad que sea su contracara…» Y orgulloso de mi originalidad, añadí: «haré del perfecto mecanismo de relojería que se supone es el relato policial un juego de ajedrez puramente cerebral dedicado al goce intelectual de los mejores lectores».
«Pamplinas», creo que musitó el abuelo en voz baja, antes de retirarse.
Algunos invitados también creyeron oportuno empezar a levantarse de la mesa. Los animé a quedarse unos instantes más; me faltaba referir lo sustancial de mi teoría: la aplicación del diálogo como fundamento del relato moderno:
«Verán: tan solo el relato de tipo dialógico se ajusta a mi fórmula de tensión de cuarto cerrado para confrontar a dos protagonistas únicos. Solo el diálogo permite reproducir con espontaneidad los caracteres de los personajes, y como decía Chandler, todo cuanto se diga debe sonar verosímil. El realismo del diálogo sustituye al enigma, lo sobrepasa a la dimensión de lo dramático, eje de toda obra seria. Exploraré la relación siempre compleja entre un erudito cínico que pretende manipular la voluntad de su contrincante, y a un joven inexperto que se pone a su nivel para confrontar al primero. En tal situación, el diálogo es importantísimo para caracterizar los personajes. Estilo directo, coloquial, las formas verbales propias: deícticos, interjecciones, oraciones exclamativas e interrogativas, etcétera. Es muy adecuado para el caso y debe (por lo menos lo intentaré) combinarse con referencias no explícitas dentro del diálogo. Lo no dicho, las sutilezas, deberán estar presentes tácitamente a la conciencia del lector, que participará activamente en la resolución del juego intelectual entre los protagonistas».
Fue más o menos lo que dije. La voz me patinaba un poco, creo que a causa de los nervios. Lo último fue citar al guionista Frederick Knott, que escribió el maravilloso diálogo entre Ray Milland y Tony Dawson en aquel film de Hitchcock, Crimen perfecto, y me detuve, pues me fallaba la voz y reía demasiado.
Fue entonces que papá se me acercó; sentí la fuerza de su mano en mi hombro, y su rostro cercano para decirme al oído: «el abuelo quiere hablarte. Arriba». Sufrí el deja vu de los lejanos días de infancia, cuando se me escapaba alguna palabrota o cometía una travesura. No era mi padre quien me reprendía, sino el que me anunciaba que el abuelo, desde su estudio en el piso superior, deseaba hablar conmigo. Tratándose del abuelo, eso significaba que debía subir inmediatamente.
Y lo hice, como en los días de infancia. Ya no en pantalones cortos y con las rodillas sucias de tierra, pero sintiendo temblores iguales en todo mi cuerpo a causa del terror ante la inminente reprimenda. Porque las reprobaciones del abuelo solían ser peores que cualquier amenaza de castigo. Sus palabras horadaban el ánimo. Sabía dónde apuntar para arrancarte lágrimas; y lo peor es que lo hacía metódicamente, como si disfrutara del quebranto. Su intelecto se regodeaba en ello. Era un experto para los ataques verbales, esos con los que desarmaba a los escasos críticos que cada tanto juzgaban su obra escrita.
El estudio era el lugar donde el abuelo estaba a sus anchas. Su reino personal. Aposentado en su alto sillón de ratán solía meditar con su pipa de brezo encendida en una mano. Las volutas ascendían por la pared donde colgaban fotografías que testimoniaban su gloria vivida. De izquierda a derecha: en Juárez, México, recibiendo el premio Juan José Arreola; otra, galardonado con la faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Mi preferida: con Ernesto Sábato, estrechando su mano durante un mitin político de los radicales; y varias más: en la Universidad de Columbia, donde fue nombrado Doctor honoris causa. Con Albert Camus, Vargas Llosa, el doctor Raúl Alfonsín, Harold Bloom, Umberto Eco, Octavio Paz, ¡Borges!, Kurt Vonnegut, Guillermo Cabrera Infante, George Simenon, Alan Tourain, Václav Havel… Escritores, intelectuales, políticos, todos admiraron al abuelo hasta la veneración, y él lo sabía.
Su estudio contaba su historia. No solo eran las fotografías, los diplomas, los regios muebles ni los estantes atiborrados de galardones de una vida exitosa. Eran, sobre todo, los recuerdos con que su ego gigantesco se regodeaba en un sentimiento de superioridad, que sin duda estaba fundamentado en un talento genuino. El abuelo era un ser ilustre. Un ser de bronce.
Como imaginarán, subí al estudio hecho un tremedal de nervios. Abrí la puerta y allí lo vi, mirándome con fijeza a través de las volutas de humo de su pipa, sentado en su sillón favorito. Soberbio. No me invitó a sentarme, por lo que me sostuve del alto respaldo de una silla frente a él. Debía hacerlo, pues creo que ya estaba descaradamente ebrio. Al verme hizo una mueca de desaprobación.
Comenzó por descalificar, uno por uno y detalladamente, los argumentos con los que minutos antes había armado una teoría del cuento policial. Su discurso fue tan puntilloso, tan metódico y tan frío que me dejó boquiabierto. Yo todavía tenía la noción de que era mi cumpleaños, por ende, no esperaba tan descomedida andanada de reproches. Me quebré, pero mis lágrimas solo le promovieron una reacción: la de explicar que sencillamente se estaba limitando a enumerar mis errores conceptuales. Calma, entonces. Mi despedazamiento apenas se iniciaba.
Después de tan prolijo inventario de defectos, el abuelo pasó al capítulo de la humillación pura y dura: me recordó, con toda crudeza, mi falta de obra literaria propia. Toda mi «cháchara en la mesa» había sido un pobre tapujo verbal para ocultar mi carencia de ideas verdaderas sobre cómo escribir una buena historia. A mi edad, claro, mi padre ya tenía tanta y tanta cosa escrita; y él, tal y tal premio. Mi incapacidad le resultaba vergonzante. Reiteró lo dicho durante el brindis, pero no aquello de que me quedaba poco tiempo para demostrar mis talentos, sino que a los treintaitrés se es casi un viejo para enmendar ninguna cosa; el oprobio causado al apellido familiar era ya irremediable. Respecto a lo que quedaba de su consideración hacia mi persona, si bien no recuerdo las palabras exactas, habló de «decepción», y dijo «profunda decepción» varias veces más.
Así finalizó su fe de erratas de mi vida.
El abuelo calló evitando mi mirada. Cerré los ojos abatido, y en el fondo de mi dolor comprendí todo de una vez. Yo era un hombre de papel, sin entidad, inexistente. Un dibujo en una hoja de cuaderno. También papá, pero al menos tenía un nombre literario. Y el abuelo, que no era de carne y hueso pero sí casi de bronce, ¿se entiende? Era, soy, pero no seré, más allá del fin de este relato, más que el pergeño de una imagen, la fantasía del autor que escribe el cuento de mi vida. Se me ha usado para trazar la alegoría del perdedor nato, y por lo visto ya he cumplido argumentalmente esa función. Mi sufrimiento, mi caída, no ha provocado un ápice de lástima en el gélido intelecto de mi creador. Despídase el lector de Hernán Bustos Domeq, de don Augusto, y de las tías Matilde y Albertina. Evoque por última vez la tarde ficticia de festejos en la finca familiar, esa comedia con ribetes de humor negro que dispuso mi aparición a punta de bolígrafo. Retenga en su propia imaginación el color del mantel y las copas, y el aroma del vino escanciado en mi honor. Si no es mucho pedir, dígale adiós a este personaje que expirará sin una queja antes de que un implacable punto final ponga fin a mi existencia.