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Fui el primero en escuchar los golpes provenientes de la caja. Como si fuera un rescatista buscando sobrevivientes entre los escombros de un terremoto, levanté el brazo con el puño cerrado pidiendo silencio. Ordené a los sepultureros que dejaran de echar tierra sobre el ataúd y que lo abrieran. Dentro de él, mi papá, con sus ochenta años a cuestas y vistiendo el uniforme del equipo de futbol llanero con el que había pedido que lo enterráramos, recibió el aire fresco con una amplia sonrisa. Se sacudió la tierra que le había caído en el rostro y abrió los ojos. Es fácil imaginar la conmoción: mamá echó a llorar con un llanto histérico y a la vez jubiloso, y entre sus sollozos alcancé a escuchar varias veces la palabra milagro. La tía Jacinta, siempre bordeando los excesos del drama, se desmayó como si fuera Dolores del Río; el párroco se hincó y comenzó una vertiginosa serie de persignaciones sobre su pecho y frente.
Papá se disculpó por el alboroto que estaba causando, y con una voz apacible dijo que no le era posible descansar en paz hasta que resolviera un asunto que tenía pendiente. Aclaró que no sabía bien a bien cuál era, pero que tendría que desandar sus pasos hasta encontrarlo, y que solo después de resolverlo podría morirse.
Ya en pie abrazó a mamá, y exigiendo mi brazo como punto de apoyo, nos preguntó si queríamos acompañarlo a desandar su camino. Yo lo miré como se mira a un mago que es capaz de sacar un elefante de su sombrero. Le dijimos que sí, y apretándonos contra su frágil pecho echamos a andar.
Al principio resultó complicado eso de caminar hacia atrás sin tropezarnos, sobre todo para papá, que llevaba puestos sus entachonados zapatos de futbol. Pero en cuanto descaminamos los primeros pasos, pareció como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Y así, descaminando el tiempo, regresamos al hospital donde pasó los últimos tres meses postrado en una cama y soportando con estoicismo su dolorosa enfermedad. Dijo que ahí no estaba el asunto que tenía que resolver.
Continuamos desandando el camino y pasamos por las librerías que solía frecuentar, por las cantinas donde jugó al dominó con sus amigos, por los restaurantes donde desayunábamos los domingos y, por fin, llegamos a nuestra casa. Nada más al entrar comencé a llorar porque tenía hambre. Mamá me tomó en brazos, me puso el biberón en la boca y me recostó en mi cuna. Papá buscó por todas las habitaciones pero, al parecer, el asunto pendiente tampoco estaba ahí. Cuando salieron de la casa sentí un desvanecimiento, y después de una amniótica y breve escala intrauterina me vi convertido en una pequeña partícula cósmica que se elevó por encima de las nubes, desde donde seguí viendo su desandar. Los vi retroceder hasta la iglesia en la que se casaron; apenas los reconocí. Se veían guapos y jóvenes, todavía sin la brutal erosión que causan los años.
En cuanto se dieron el sí al pie del altar, aceptando ser marido y mujer, papá se despidió de mamá y continuó descaminando solo hasta la oficina donde trabajó toda su vida, hasta la universidad donde se graduó de licenciado en administración, hasta la estación de autobuses que lo trajo a la ciudad hace cuatro décadas. Desabordó el autobús, que, en reversa, lo regresó al pueblo que tanto añoraba, a la escuela donde hizo sus estudios básicos, a los juegos en la calle. En la plaza, frente a una iglesia y bajo un frondoso flamboyán, unos niños que jugaban a las canicas lo invitaron a jugar con ellos, pero papá les dijo que no podía, que tenía que resolver un asunto. Siguió desandando por unas calles polvorientas hasta llegar al campo de futbol del pueblo, donde se disputaba un partido que, supongo, era importante por la cantidad de personas que había alrededor de la cancha.
Ante el asombro de todos papá aminoró su paso, y todavía descaminando entró al terreno de juego. Al llegar al punto de penalti se dio la vuelta y finalmente enderezó el rumbo. Tomó la pelota con las dos manos, le dio un beso, la colocó sobre el pequeño montículo del manchón, retrocedió tres o cuatro pasos y esperó a que el árbitro pitara. Al escuchar el silbato arrancó, y al llegar le pegó de una forma magistral con la parte interna del pie. La pelota entró a la portería, pegada al poste izquierdo, engañando al portero, que voló con rumbo al poste derecho. La gente del pueblo estalló en una ovación tan ruidosa que asustó a una parvada de palomas que picoteaban el suelo en busca de gusanos. Parecía que celebraban la obtención de un campeonato estatal. Papá echó a correr festejando el gol que había fallado setenta años atrás, y cuyo recuerdo lo perseguía desde entonces. Y así, liberando un grito de triunfo que se le había quedado atrapado en la cárcel de la memoria, cruzó de tres zancadas las siete décadas que lo separaban del cementerio, y llegando de nuevo a su tumba se metió al ataúd, que permanecía abierto.
«Ahora sí», dijo, más para sí mismo que para nosotros, «a descansar en paz», y cerró los ojos.
Autor del libro El juicio de los libros y otros cuentos irreverentes (2024). Cancunense, admirador de Borges y de Cortázar, cazador de palabras y de historias.