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—Si estás entre nosotros, manifiéstate —ordenó con marcado acento ruso mientras observaba con los ojos entrecerrados a sus invitados.
De repente, la mesa circular comenzó a vibrar.
—Señora Kensington, el espíritu de su adorada madre está entre nosotros. ¿Qué quiere saber? —preguntó a la mujer sentada a su derecha.
Antes de que la interpelada pudiera responder, la mesa se movió tan salvajemente que los participantes amagaron con levantar las manos.
—¡No rompan el círculo! —gritó con autoridad intentando mantener la compostura y ocultar que la virulencia de los movimientos la había sorprendido también.
—El círculo retiene a los espíritus; si lo traspasan, quedarían vagando entre dos mundos. El espíritu de la madre de la señora Kensington es blanco y puro y sería una desgracia que tuviera que abandonar su descanso eterno para errar en un mundo oscuro por toda la eternidad —recitó la retahíla que usaba cuando los presentes se asustaban de más—. Parece que ya se ha tranquilizado. Su pregunta, señora Kensington.
—Mi querida madre, es normal que haya reaccionado así. Ya sabrá que he perdido el anillo de la familia, el que ha pasado de generación en generación. Por favor, pregúntele dónde está —murmuró la compungida mujer con la voz entrecortada.
El tenso silencio y una helada corriente de aire a ras de suelo hicieron que los vellos de los presentes se erizaran.
—Querida niña, siempre has tenido la cabeza en las nubes y no es la primera vez que lo pierdes —dijo la médium simulando la voz de una viejecita regañona; levantó la cabeza y puso los ojos en blanco—. Está en el fondo de tu bolso de noche.
Todos se quedaron pasmados ante la revelación sin atreverse a mover un músculo.
—Se ha ido. Señora Kensington, el bolso al que se refería su madre, ¿no será el que ha dejado encima del aparador? —preguntó recuperando su impostado acento. Al ver que la mujer asentía, continuó—. Vaya a comprobar lo dicho por su madre.
La cara de alegría de la señora Kensington al mostrar la joya hizo que en el camarote resonaran aplausos y expresiones de admiración.
Madame Jolanka no estaba dispuesta a que aquel aplauso pusiera fin a su actuación. La señora Kensington, una crédula ricachona e impresionable, solo había sido un lucrativo aperitivo. El verdadero objetivo de la velada era desenmascarar al joven que cada noche acudía a las sesiones intentando pasar desapercibido. Bastó un solo vistazo para descubrir que no era quien decía ser. Los brillos del chaqué delataban que aquella prenda había pasado por innumerables portadores; las manchas de tinta en las uñas y el callo en el dedo donde reposaba la pluma la hicieron suponer que solo era un plumilla que buscaba una noticia que le permitiera llenar el estómago por unos días. Con lo que les había costado llegar hasta allí no iba a permitir que un don nadie le arruinara el negocio.
—No hay que temer a los del más allá, ellos velan por los que han dejado atrás —dijo alzando la voz para volver a captar la atención de los asombrados presentes—. La noche es joven y aún me quedan fuerzas para un contacto más. Por favor, tomen asiento y vuelvan a unir sus manos.
Al ver que la obedecían, continuó con el ensayado guion.
—Señor Jones, no es la primera vez que nos honra con su presencia. Supongo que no ha venido solo a curiosear, ¿qué le preocupa? —le lanzó el guante consciente de que si no lo recogía quedaría sin coartada.
—Madame Jolanka, estoy seguro de que las demandas de los aquí presentes serán más perentorias que las mías. No quisiera anteponer mis naderías a las necesidades de los demás.
A madame Jolanka le costó reprimir una victoriosa sonrisa al ver cómo la expectante concurrencia animaba al joven a sincerarse con ella.
—Está bien —dijo resignado—. Estoy aquí para interesarme por el paradero de mi padre. Desde que nos abandonó siento un profundo vacío en mi corazón.
Madame asintió. Cerró los ojos, inspiró profundamente; simuló que entraba en trance y preguntó sin abrir los ojos.
—Señor Jones, ¿está entre nosotros? Su hijo quiere hablarle.
El silencio se apoderó de la sala en espera de que el señor Jones se manifestara. La voz de la médium se hizo más grave perdiendo el acento ruso por completo.
—No soy el señor Jones. Ese viejo estará durmiendo la mona en cualquier pestilente callejón de Whitechapel.
Hizo una pausa dramática antes de continuar con su interpretación.
—Soy James, ¿me recuerdas? Tu compañero de juegos y amigo de la infancia: tu hermano menor.
Con disimulo, la médium echó un vistazo al joven para ver cómo su inexpresivo rostro se transformaba en una mueca de auténtico terror.
—¿Pensabas que no te buscaría? Parece que has prosperado. Al menos le sacaste buen partido a mi sacrificio. Siempre tuviste buen pico y buena mano con las cartas. ¡Qué poco te costó convencerme para qué yo cargara con la culpa! ¿Cuáles fueron tus palabras? «No es necesario que vayamos los dos a la cárcel, con que lo haga uno será suficiente. Es un pequeño hurto. Al que le toque, en una semana estará en la calle». ¿Quién iba a pensar que una discusión por una triste colilla con otro recluso acabaría con mi vida? De haberlo sabido, estoy seguro de que no me hubieras engañado y te habrías ofrecido como voluntario. Para eso eras el mayor.
—¡Perdóname! No hay día que no me arrepienta —el joven comenzó a gemir totalmente descompuesto.
—Si hasta has renegado de nuestro apellido. Si yo hubiese sido la única víctima de tus trapicheos, tal vez te perdonaría. Pero madre murió de pena por tu culpa. No hay día que no me diga que solo tuvo un hijo, que el otro fue un error.
—¡Madre, perdóname! Solo era un niño —gritó con la cara surcada por las lágrimas.
—¡No tienes perdón!
En ese momento, una ráfaga de viento abrió el ojo de buey del camarote y recorrió la estancia. Los muebles se sacudieron como si un terremoto se hubiera desatado en la habitación. Una espesa niebla invadió el lugar. Se oyó un grito helador, y el espejo que colgaba encima del aparador estalló en mil pedazos. Luego se hizo el silencio.
Todos los allí presentes estaban aterrados. Sus manos seguían unidas, doloridas por la presión con la que se sujetaban, y en algunos casos la sangre afloró de las laceraciones causadas por las uñas que sin ningún miramiento se clavaron en carne ajena. Cuando recuperaron la compostura, se levantaron, y en silencio recogieron sus pertenencias para abandonar el camarote.
El último en salir fue el plumilla. Al ver el daño que le había provocado al pobre desgraciado, a Lucy se le encogió por un segundo el corazón. Pero él se lo había buscado. ¿Quién se había creído que era aquel impostor para intentar arruinarles el negocio?
—Richard, ya puedes salir. Ha estado genial, aunque te has pasado un poco con la puesta en escena. Hasta yo me he cagado de miedo. Ese espejo vale una pasta y nos tocará pagarlo —dijo la joven mientras se servía una copa de oporto.
Después de dar el primer sorbo, y al ver que Richard no respondía, se puso a buscar a su compañero de fechorías. Descorrió la cortina que separaba la zona del dormitorio del saloncito donde recibía a los crédulos ricachones que les permitían vivir sin estrecheces. No sería la primera vez que se durmiera durante una sesión. Pero allí no estaba, ni tampoco en el diminuto aseo. Supuso que aprovechando el clímax de la sesión se habría escabullido y ya estaría en el salón de baile buscando a su próxima víctima.
Al deshacerse del ridículo tocado que la convertía en madame Jolanka, Lucy volvía a ser la joven londinense que había escapado de los suburbios y que vivía del engaño. No se sentía orgullosa de lo que acababa de pasar en la habitación, pero había sido necesario. En el fondo, aquel no era más que otro infeliz que intentaba salir adelante.
Mientras se desmaquillaba, rememoró los oscuros días de su infancia. Aunque había nacido en el pozo de miseria que era el East End, desde cría tuvo claro que no había venido al mundo a limpiar la mierda de otros ni a aguantar a un hombre que la llenara de hijos y la moliera a palos. Cada mañana acompañaba a su madre a Covent Garden para vender flores y se quedaba embelesada mirando durante horas a los transeúntes que recorrían la zona. Disfrutaba observando a las señoras de alta alcurnia. Intentaba captar todos los matices de sus conversaciones, forma de vestir y refinados gestos. Por la noche, en su camastro, soñaba con convertirse en una de ellas.
Recordó a su adorada abuela y la destreza con la que la anciana echaba las cartas. En su inocencia infantil, nunca pensó que una vieja baraja de tarot y los conocimientos heredados de la abuela serían su pasaporte para salir de la pobreza.
Con los años había entendido el motivo por el que su madre la había dejado a cargo del señor Grey, un timador de poca monta que reclutaba chavales desamparados que trabajaban para él. Ella solo quiso evitar que acabara en una taberna rodeada de borrachos, o en algún sitio peor.
Gracias a su soltura para interpretar las desvaídas figuras e imitar sus ademanes refinados, Lucy se convirtió en su mayor activo, ya que en una tarde leyendo la mano o echando las cartas ganaba más que el enjambre de ladronzuelos que estaba a su servicio. Sonrió al recordar el rostro aniñado y tiznado de Richard, siempre en busca de despistados a los que robar.
Aplicando todo tipo de triquiñuelas, el señor Grey, consiguió que los más crédulos de Londres admiraran a aquella refinada joven que, gracias a sus poderes psíquicos, podía comunicarse con los muertos. Lucy adoraba sus elegantes vestidos, plagados de ocultos bolsillos en los que escondía esencias que liberaba para crear un ambiente propicio, acorde a la información que Grey había sonsacado previamente a sus clientes. Y sus zapatos con suelas modificadas le permitían simular todo tipo de crujidos y golpes que, sin la menor duda, los presentes achacaban al difunto invocado.
Al recordar el momento en que le contó a Grey que la señora Taylor quería que fuera su médium privada y la acompañara a Nueva York, se le encogió el corazón. Grey, lejos de alegrarse, la emprendió a golpes, acusándola de desleal. Si no hubiera sido por Richard, no la habría contado. Un solo botellazo bastó para que el cráneo del malnacido Grey crujiera como una nuez. Acongojados, recogieron sus escasas pertenencias y huyeron. Días más tarde se embarcaron en su primer crucero, ella como la atracción de feria de la señora Taylor, y Richard como polizón.
Ya había perdido la cuenta de los viajes que llevaban. Aunque las navieras no quisieran reconocerlo, todo crucero de lujo debía llevar a bordo a una reputada médium como parte del entretenimiento. Así, madame Jolanka se había ganado el derecho a disponer de un modesto camarote en primera donde practicaba su arte para un selecto grupo de afortunados. Envidiaba a Richard ya que, aunque no disfrutaba del lujo de primera, él podía ir y venir a su antojo mezclándose entre los pasajeros, escuchando las conversaciones que ella usaba en sus trances, o sustrayendo joyas que más tarde aparecían milagrosamente. Además, tenía un don especial para la puesta en escena: con cuatro cuerdas y dos poleas era capaz de mover cualquier mueble sin que nadie se diera cuenta.
Lucy sonrió al reconocer que, aunque con más estilo, seguían siendo unos ladronzuelos, pero se entristeció de inmediato al recordar lo cruel que había sido utilizar las confesiones que el ebrio plumilla le hizo entre las sábanas a una de las amiguitas de Richard.
Un golpe en la puerta la sacó de sus ensoñaciones. Perezosamente, se volvió a colocar el tocado y se envolvió en una colorida bata para abrirle al mozo que traía los jugosos donativos de los asistentes a la última sesión.
—Buenas noches, madame. Esta noche me ha costado recoger los sobres. Menudo lío hay en cubierta —comentó un pecoso jovenzuelo pelirrojo.
—Pasa, Charlie, y cuéntame el chisme —dijo madame Jolanka retomando su acento ruso.
—Una desgracia, madame. Uno de los pasajeros ha caído por la borda. Bueno, no ha caído. Parece ser que ha sido un agraviado marido el que ha tirado por la borda al pobre diablo —dijo el joven ocultando su sorpresa al ver los desperfectos del camarote por miedo a quedarse sin propina—. Están haciendo todo lo posible por localizar el cuerpo, pero con lo oscura que está la mar no creo que vayan a encontrarlo. Una pena, con lo simpático que era el señor Richard.
Al escuchar el nombre, Lucy luchó por mantener la compostura. Con un par de preguntas formuladas que parecieran de forma casual, y evitando desvelar su relación, verificó que se trataba de su Richard. Luego recompensó al chaval con una cantidad de monedas suficiente para que olvidara del estado de la sala.
Cuando se quedó sola, cayó abatida al suelo y lloró por su compañero. Le advirtió cientos de veces sobre el peligro de picar en corral ajeno, pero su espíritu de conquistador no le dejaba ver el riesgo.
Desconcertada, Lucy buscó una explicación al hecho de que Richard hubiera podido estar en dos lugares a la vez. ¿Quién sino él podía realizar aquellos efectos? Tal vez el sinvergüenza había contratado un ayudante sin decírselo…
De repente, un destello cerca del aparador captó su atención. Se secó las lágrimas y, sin importarle los cristales que poblaban la alfombra, se lanzó en busca de lo que emitía aquella extraña luminiscencia. A diferencia de los demás trozos irregulares de espejo, este era un círculo perfecto. Ya en su mano, se estremeció cuando una extraña energía le recorrió el cuerpo.
Después de fingir por tanto tiempo, por primera vez experimentó lo que era entrar en trance y ser poseída por un espíritu atormentado incapaz de cruzar al otro lado: a través de unos ojos ajenos se vio a sí misma dirigiendo la sesión de espiritismo en la que invocó a la madre de la señora Kensington, y la cara de asombro de los presentes cuando la mesa se agitó más de lo normal. También vio cómo su huésped, divertido y amparado por los aplausos del espectáculo, abandonaba el camarote. Sintió el latido de aquel corazón alterado por la carrera y la ilusión de volver a ver a la mujer de la que se había encaprichado. Sintió la excitación por los besos furtivos con los que se devoraban escondidos entre los botes salvavidas, y luego una dolorosa punzada. Escuchó el aterrador grito del amante, y el «vete al infierno, malnacido» susurrado a su oído por el agraviado marido. Vio la hoja de la fina daga saliendo de su pecho y la mancha roja en su inmaculada camisa. Sintió el vértigo de la caída, y a una extraordinaria fuerza reclamando su espíritu. Antes de entrar por la ventana del camarote como un ciclón, vio cómo su cuerpo se sumergía en las aguas negras de la mar. Desesperado por no encontrar el camino que su alma debía seguir, y tras descargar su frustración en contra del mobiliario del camarote, ante la atónita mirada de los que aún seguían rodeando la mesa, se lanzó contra el espejo que le devolvió la imagen del espectro en el que se había convertido.
En ese momento Lucy recobró su cuerpo. El corazón le latía a tal velocidad que pensaba que le iba a estallar. Quiso salir del camarote a recorrer la cubierta para llamar a su amigo, pero se quedó paralizada mirando fijamente el trozo de cristal que aún reposaba en su mano. Distinguió el demacrado rostro de su adorado Richard suplicando que le ayudara a avanzar.
Nunca olvidó aquella noche y la dura decisión que tomó. Lucy necesitaba la ayuda de Richard para que su espectáculo fuera algo más que una buena actriz recitando perogrulladas.
Noche tras noche, mientras contaba el dinero recaudado por sus cada vez más impactantes sesiones, y sintiendo el calor del camafeo que contenía el pedazo de cristal donde su amigo purgaba su pena, le prometía que sería la última vez.
Cincuenta años más tarde, madame Jolanka decidió colgar su turbante.
Atardecía cuando aquel moderno crucero alcanzaba las coordenadas exactas en las que el despiadado océano se tragó el cuerpo de Richard. La anciana, que aparentemente disfrutaba de la brisa marina en cubierta, se quitó por primera vez el camafeo del cuello y esperó a que la preciosa joya se iluminara. Se descalzó con tranquilidad, y no sin esfuerzo cogió uno de sus zapatos, y la reventó con el tacón. Sin importarle las laceraciones, atesoró los añicos en su puño, y con una sonrisa iluminando su ajada cara, saltó por la borda con el convencimiento de que su cuerpo descansaría junto al de su adorado Richard, y sus almas emprenderían juntas el incierto camino hacía el otro lado.
Escritora con tintes siniestros y oscuros. Ha publicado relatos en diversas antologías y revistas, como Pulporama, Literentropía, Droids & Druids, Metahumanos, Sangría, Espejo Humeante, Entre Lusco y Fusco, Interesantes relatos, Relatos increíbles, Weird Review, Teoría Ómicrom o Tentacle Pulp, y algunos han sido premiados en concursos.