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De lo alto de un árbol seco penden dos cuerdas. A lo lejos, en el horizonte, se sospecha la bruma del mar; huele a sal. Las cuerdas sostienen dos cabezas infantiles de las que cuelgan dos cuerpos infantiles. Son los hijos de Medea, cuya tragedia ha sido no desear ser una mujer y sospechosamente anhelar ser un hombre. Ni las perras abandonan a sus hijos, reza un proverbio popular. Hizo una pausa en la escritura. «No, pero en ocasiones se los comen».
Patricia afirma esto frente a uno que le grita: «¡Eres una perra, una hija de la chingada!». Un grupo de vecinos, que a cada momento aumenta, la rodea. «¿Cómo pudiste?», gime otra con un llanto inconsolable. Incluso hay quien, entre sollozos, se tira al piso para persignarse y rezar. «¡Te vas a ir al infierno, desgraciada!». El aire huele a guayaba madura de carne rosa.
Patricia fue testigo de cómo este país se fue a la mierda cuando se le declaró la guerra al narcotráfico. Recordó cuando la amenazaron poniéndole una pistola en la cabeza, el sonido hueco de los disparos en pleno estacionamiento; cuando secuestraron al amigo de un amigo, y el rescate fallido que acabó en un funeral; los cinco cuerpos que colgaron de un puente envueltos en bolsas de basura, las cabezas embolsadas. Pero lo que más la impactó fue una manta colgada en la entrada de su calle: «Si te agarramos, delincuente, te vamos a linchar. Atte. La Justicia Vecinal».
Las letras rojas vaticinaban el color de esa justicia. Para evitar cualquier ambigüedad, la mitad de la lona estaba ilustrada con la imagen de una persona desnuda, tirada en el piso, morada de la cara, masacrada. Cuando Paty, como le decían de cariño los vecinos, vio aquello, le subió un frío que le erizó la piel. Luego de unos días, lo entendió. Ese era el último recurso para defenderse de la inseguridad.
—¿Fue porque Óscar te engañó con otra mujer? ¿Qué culpa tenían tus hijos? Así son los hombres —vocifera una mujer mientras se contiene para no soltarle un manotazo a Paty—. Así son —redunda—, y una es mujer para aguantarse, para sacrificarse.
—No. No fue por Óscar —responde Paty en un susurro—. No fue por Óscar —repite un poco más fuerte.
La multitud acalla sus voces en medio de onomatopeyas que convocan al silencio.
Aquella mañana de domingo, Patricia se levantó y algo le recordó al año nuevo. Fue el silencio. Anhelaba aquel mutismo profundo, casi devastador. Imaginaba que así sería el advenimiento del juicio final o de su desenlace, el silencio eterno que sucedería al final de toda la vida en este planeta. Sin cantos de aves, sin zorrillos, ardillas ni otros animales, sin moscos, sin hormigas, sin los pasos de alacranes que desde niña podía escuchar; sin ningún indicio sonoro de vida.
Las burbujas del agua hirviendo en la cafetera interrumpieron su pensamiento. Salió descalza al jardín trasero, miró al guayabo que aún cambiaba de piel, que calladamente moría y renacía. Desde pequeña le intrigaba saber si el árbol sentía dolor por aquel espectáculo de belleza abrumadora. Con sumo cuidado arrancaba la piel, casi transparente, y como un tesoro, depositaba la epidermis vegetal en una cajita de interiores aterciopelados y escarlatas que olía a cedro. Aún conservaba ese tesoro del lado izquierdo del ropero. De vez en vez abría la caja para aspirar su aroma, pues juraba que, aunque un poco agrio, así debía oler la vida eterna.
Óscar, como cada año, había decidido tomar un seminario de especialización en ingeniería, un trabajo que requiere estar siempre actualizado. A Patricia le gustaba aquella ausencia porque, al regreso, disfrutaba del humor alegre de su esposo. Pese a lo que su madre, sus amigas y las vecinas cuchicheaban y a veces se atrevían a reclamar, ella sabía que Óscar tenía otra relación, no solo con otra mujer, sino también con otros hijos. ¿Pero qué familia, en este país, no padece de esta demencia? ¿Quién no ha escuchado a un padre negar a sus propios hijos? El que esté libre de pecado, dijo Jesucristo.
Desde los primeros años de matrimonio, Paty sabía que Gloria, su propia amiga, tenía un vínculo con Óscar. Más tarde supo que, como su nombre lo indicaba, ella se convertiría en la felicidad plena y verdadera de aquel hombre compartido, dividido, fragmentado, como cualquier otro hombre. A Paty le daba lo mismo, pero el reclamo de las mujeres que la rodeaban era en realidad una protesta por su falta de celos, de odio hacia la Gloria. Nunca explicó, por simple pereza, que para ella los hombres no son un bien escaso por el que debemos pelearnos como perros por un pedazo de carne. «La cama poco tiene que ver con la familia y mucho menos con el matrimonio», eso pensaba aunque no lo dijera.
Al afirmar con más fuerza «no, no fue por Óscar», la enfurece esa suposición que la denigra y sus manos comienzan a temblar. ¿Por qué todo tiene que girar alrededor de los hombres como nuestro único leitmotiv? ¿Es esa la única razón para matar lo que más amamos, incluyéndonos a nosotras mismas?
Mientras miraba el árbol desollado y aspiraba profundo el aire mezclado con café recién hecho, Paty abrió el computador y buscó: «por qué las mujeres matan a sus hijos». Le sorprendió saber, nota tras nota, que los motivos siempre conducían a un hombre: celos, infidelidades, violaciones, abandonos. Medea misma, en una de sus versiones, se dice, mata a sus hijos por la traición de Jasón, que se casa con otra mujer. Medea era una hechicera, Medea era hija de una ninfa, sobrina de la diosa Circe. ¿Por qué una mujer con ese linaje sucumbiría a una emoción tan infantil como los celos? Sonrió con el café en los labios.
«Ay de mí llorona, llorona; llorona, llévame al río». La música rompió el silencio. A un volumen casi imperceptible escuchaba a Chavela Vargas. Si todos somos hijos de Pedro Páramo, como gritó borracho el personaje de Abundio en aquella vieja película, entonces también todos somos hijos de la llorona. «Hermoso huipil llevabas, llorona, que la virgen te creí». Todos somos hijos de quien nos ha dado vida y de quien puede, en otro acto, arrancárnosla. Porque si Cronos se puede comer a sus propios hijos, si el tiempo nos devora, ¿por qué no puede hacerlo el vientre que nos ha traído al mundo? Seguro nadie le preguntó a Cronos si sintió celos, inseguridad o rabia por la traición de alguna mujer. Volvió a sonreír.
—No. No es por Óscar —repite como una oración que Dios ya no escucha, y sacude la mano derecha con fuerza.
—Paty —alguien la rodea desesperadamente con los brazos; es su madre—. ¿Qué hiciste?
Otra mujer arranca a Raquel de ese abrazo, como si por tocarla corriera el riesgo de contagiarse del horror.
—Raquel —dice esa otra mujer, y las palabras se le ahogan en el llanto—, no solo los mató. Hizo algo peor.
Hay cosas peores que la muerte. Sufrir abuso sexual es una de ellas. Todas las mujeres lo sabemos. Pero su madre le decía: «Paty, debía estar agradecida», pues corrió con la buena suerte de que ni su padre ni su abuelo, ni sus tíos, sus primos ni sus hermanos, ni los vecinos, los amigos ni sus profesores, ni cualquier hombre la violara. Raquel, como millones de mujeres, no corrió con esa suerte, pero nunca dijo nada. Patricia no entendía por qué debía estar tan agradecida pero, igual que su madre, tampoco dijo nada. Ambas compartían el silencio firme con el que las mujeres son entrenadas desde su nacimiento, esa mudez tácita que llega a convertirse en una cualidad deseada y halagada.
Desde pequeña entendió que los cuerpos de los hombres son carne que provoca deseo y placer, y al mismo tiempo traen consigo la desgracia. Sabía, porque lo había escuchado una y otra vez, que en el transporte público se sacaban el pene y eyaculaban encima de las mujeres, en sus hombros, en su cara, «y, fíjate —cuchicheaban las vecinas entre dientes—, nadie dice nada». Sabía que cualquiera podía meterle la mano entre las piernas con la fuerza suficiente para arrancarle los calzones con todo y el útero. Por eso, desde niña preparaba las suelas de sus zapatos con alfileres o agujas. Cuando intuía la amenaza, balanceaba sus pies de princesa, siempre pequeños. Entonces escuchaba quejidos y maldiciones, y con ellos veía alejarse, momentáneamente, aquella violencia. En ocasiones, en la bolsa interior de su suéter cargaba unas tijeras, por si los alfileres no eran suficientes. Esto tampoco nunca lo compartió con nadie. ¿Para qué? Su experiencia le dictaba que, incluso cuando era interrogada, la gente no quería escucharla. En su mente recitaba aquel poema inquietante: «Me gusta cuando callas…».
Muy pronto sintió odio hacia su madre porque apenas a los once años le dijo con orgullo que se había convertido en una mujer, con pechos grandes, deseados, que con seguridad le ayudarían a encontrar un buen marido. Paty, avergonzada, encorvaba el cuerpo. Pero todo eso cambió cuando finalmente llegó la menarquía y entonces supo que desde ese momento podía ser violada, acosada, manoseada, violada otra vez, burlada e insultada, solo por ser mujer. Y así fue: Paty fue mujer como cualquier otra. Pero, a diferencia de muchas, debía estar agradecida.
Raquel, llora, pierde las fuerzas al escuchar a la vecina y azota las rodillas contra el suelo. Se escucha el golpe seco de sus huesos contra el piso y también cómo se le fractura el alma.
¿Por qué las mujeres matan a sus hijos? En su búsqueda por la red, Patricia advirtió que esto es mucho más común de lo que pensaba. En ciertos casos, las mujeres afirmaron que así salvarían a sus hijos, que fueron accidentes, o simplemente alegaban que eran suyos, y que no los querían; en muchos otros casos, esas mujeres no decían nada. Silencio estoico. De cualquier manera, inclusive si dijeran la verdad, nadie las escucharía.
Paty investigaba desde hacía tiempo el tema en la literatura, en el arte, en la vida real. Desde joven se inclinó por la medicina interna, psiquiatría, estudios que de manera natural la condujeron hasta el arte. ¿Cómo pudieron hacerlo? Se preguntaba una periodista en una nota y Paty susurraba mientras leía: «¿y por qué no podrían hacerlo?». Las filicidas —término aséptico que permitía acercarse al fenómeno con menos asco— son la encarnación más acabada de la verdadera maldad. «¡Hijos de la chingada!», susurró apretando los labios y torciendo la boca. Pero violar a una mujer, descuartizarla, quemarla, mutilarla, quebrarle los huesos, asfixiarlas y golpearlas hasta morir, algo que sucede de siete a diez veces al día en este pinche país, eso seguro está en una escala menor que este culmen de la maldad.
Luego, de manera casi natural, los artículos y notas pasaban del asesinato de los hijos al aborto. Ahí Patricia no aguantó: se levantó de la mesa, miró de nuevo el guayabo, respiró hondo y recordó los anuncios que, a manera de protesta, colocaron en las paradas de autobuses de aquella ciudad, en los que aludían a los curas de la iglesia católica que habían abusado sexualmente de miles de niños: «no abortes porque en cinco o seis años, ¿a quién nos vamos a coger?». Ese cartel le provocó una carcajada a Paty por lo oscuro del asunto. Se sirvió más café y sintió que el vapor le quemaba la boca.
Raquel sigue llorando en el piso.
—¿Por qué lo hiciste, hija?
Es la duda que crece entre la marabunta de chismosos y mirones que se apretujan alrededor.
—¡Estás loca! —alguien le grita y luego le escupe en la cara.
Alguien más se le va encima y la golpea en el rostro, pero la multitud lo contiene. Su mano deja de temblar y, ahí sí, Paty habla alto.
—¡No estoy loca, porque los locos no saben que lo están, y yo, escúchenme bien, yo sé lo que hice y por qué lo hice!
Silencio.
—¿No querías ser madre? Hija, me lo hubieras dicho antes —susurra Raquel, aún de rodillas en el suelo.
Pero Patricia sabe que esa suposición también es absurda.
Desde pequeña fue la niña modelo, la niña perfecta, todo rosa, suave y lindo; toda obediencia y sumisión. Estudió, fue cumplida; tuvo un novio, como Dios manda, y pidieron su mano; se casaron por el civil y por la iglesia; tuvieron un hijo deseado y amado, tuvieron otro; vacaciones, escuela, reuniones familiares, cumpleaños. Las fotos que cubrían las paredes de la casa atestiguaban que su vida era, si no perfecta, sí la deseada por muchas mujeres. Trabajaba en la Facultad de Artes de la universidad, y en la de Psiquiatría; tenía una vida tranquila y acomodada con Óscar, sin grandes lujos pero sin carencias. Aun así, se negó a ser el recipiente abnegado de la violencia exigida que trae consigo la maternidad.
Las mujeres no siempre amaron a sus hijos de la manera contemporánea. Le parecía gracioso imaginar a las mujeres del pasado desviviéndose por sus hijos de cuarenta años, dando todo por nada, madrecitas sacrificadas sin que nadie comprendiera esa entrega, ese amor rodeado y condicionado por el abuso. Recordó a un niño que berreaba y le escurrían babas y mocos en el transporte público. Su madre, incapaz de controlarlo, le suplicaba con una voz suave mientras recibía golpes y patadas infantiles. No se hicieron esperar las miradas de condena de otras mujeres, los golpes de la vergüenza por actuar justo como se esperaba. Esa era, le pareció, la imagen más acabada de la maternidad contemporánea: violencia y abuso.
¿Acaso Nefertiti hizo eso? ¿Y Mary Shelly? ¿O María? Capitalismo: nos ha hecho creer que vivir como prisioneras de un hombre, nuestro carcelario (que termina preso en la misma celda con nosotras), que estar sola en una casa, trabajando sin salario para reproducir la vida y aumentar la plusvalía con nuestro sudor y lágrimas, está bien, y nos ha convencido de que todo eso es eterno y que siempre fue así. Nos han engañado porque esta esclavitud no es destino: es apenas una elección, como lo ha sido… ¿para mí? No, las mujeres no matamos por amor, ¿quién podría pensar algo así? Arrancar una vida nunca puede ser un acto de amor…, ese es un pensamiento y una justificación feminicida.
—¡Patricia! —es Óscar.
Con un gesto desencajado, toma a Paty por los brazos y la sacude. Ella lo mira, le acaricia la cara, el sudor caliente y las barbas recién acicaladas.
—¡Qué hiciste, Paty!
Ver a un hombre quebrarse de llanto posee una sutil belleza. Paty cierra los ojos para capturar aquella imagen de Óscar, tan frágil, tan desnudando el niño que es. De nuevo, la embiste:
—¡Por qué, carajo, por qué! Yo te di todo, ¿qué te faltaba? ¡Por qué me hiciste esto!
Entonces, Paty recuerda la pintura de Clitemnestra, de Collier. Había estudiado detenidamente aquella pieza. Le producía un sentimiento inquietante que aquella mujer, de silencio imperturbable y mirada perdida, con su túnica ensangrentada y sosteniéndose en el hacha homicida, que aquella mujer pareciera tan triste. Ante la inquietud, revisó todas las piezas de mujeres asesinas pintadas por mujeres. En aquellas imágenes, quienes blandían el cuchillo y sostenían cabezas varoniles parecían satisfechas, feroces, orgullosas, e incluso felices, nunca tristes o arrepentidas. Esos sentimientos son adjudicados por la mirada masculina.
Óscar llora desmenuzado, fragmentado, dividido como cualquier otro hombre. Raquel, de rodillas; la gente entra y sale de la casa, algunos vomitan dentro, otros fuera. La casa de Paty es como uno de esos museos que resguardan restos de los mundos que fueron destruidos por quienes, paradójicamente, construyeron aquellos mismos recintos. Si tu deseo es la destrucción, ¿para qué conservar el testimonio de lo que deseas que desaparezca de la faz de la tierra? Tal vez porque solo así podrías contar con testigos y comprobar que tenías motivos suficientes, motivos justificados…, motivos. Porque tal vez la destrucción goza de una belleza que nos negamos a aceptar.
La gente entra y sale de la casa como si se tratara de una atracción o de un parque. Algunos morbosos toman fotos, otros se persignan, se desmayan, y algunos más recogen piedras, palos o cualquier objeto con el que puedan desquitar la rabia que los invade. En general, la conclusión es un enojo que crece y crece, como la masa que se arremolina en la calle. «¿Por qué?». Repiten la letanía los paseantes. Pero Patricia no dice nada.
Dejó la taza de café sobre la mesa, pasó una servilleta por la base, porque le escurrieron unas gotas y le molestaba que la madera se marcara. Las uñas de Paty estaban llenas de sangre, un poco oscura, un poco seca. Es difícil sacar la sangre de ahí. Se levantó y volvió a mirar el guayabo. Cada brazo de aquel árbol viejo que vio crecer desde niña sostenía dos cabezas infantiles de las que pendían dos cuerpos infantiles. Eran los hijos de Patricia. Del árbol sin piel colgaban dos cuerpos sin piel.
Paty sigue con los ojos cerrados para conservar la imagen de Óscar, y la del guayabo desollado. De su cabeza brota un chorro de líquido caliente. Siente el olor de su sangre mezclándose con el aroma a guayaba, con el café frío, con el olor de la vida eterna de la piel arrancada sin dolor. Desde el fondo de aquella masa informe que busca desesperadamente una respuesta, alguien lanzó la primera piedra. Siempre habrá quien se sienta merecedor de aquel acto. Recuerda a Shirley Jackson. Mientras leía «La Lotería» se preguntaba para qué se llenaban los niños sus bolsillos con piedras, y por qué algunos elegían las más lisas, las más redondas: la tradición de tirar piedras. Prueba su propia sangre; sabe a metal, tibia y viscosa, y se entrega a doscientas manos, a dos mil uñas, a cientos de bocas y lenguas. Sonríe por última vez al pensar: «atte. La Justicia Vecinal», y aunque no podrá decírselo a nadie, ahora todo tiene sentido.