Apoya a Cuentística
Para Faviana
En tiempos pandémicos, cuando la virtualidad se convirtió en la principal posibilidad de vernos, escucharnos y leernos, se ampliaron las publicaciones en medios digitales: las revistas literarias convocaron y los escritores emergentes hallaron una imperdible oportunidad de presentar sus creaciones. Para algunos significó el primer intento y también el primer rechazo, que es, por supuesto, un incómodo momento de afrontar. Cuando el texto no llega a buen puerto, o peor aún, cuando se queda en el tintero, confronta una íntima esfera de quien escribe: el ego. A veces, independientemente de que se trate de un novato o alguien con experiencia, se vienen en caída libre los cuestionamientos sobre sí mismos o el propio texto: ¿Será que mi relato carece de principios estéticos o el tema es anodino? ¿Mi texto cumple cabalmente con los criterios de la convocatoria? ¿Qué habilidades narrativas no estoy desarrollando? ¿Me falta disciplina o carezco de talento? Estas autointerpelaciones parten de la concepción general sobre la escritura como un acto individual, supeditada al literato solitario, frente a su libreta o computadora, valiéndose únicamente de su talento y disciplina. Indudablemente, escribir es una práctica íntima, pero también deviene de relaciones intersubjetivas, y sobre eso quiero argüir.
El leitmotiv de Cuentística, los relatos, son las estrellas en cada presentación, y suscitan reflexiones entre autores y lectores sobre el estilo, la temática, la estructura, los personajes, la estética, la narrativa. Empero, en Literacidad no indagaré en la literatura y sus aspectos formales, sino en el escritor y los procesos que lo llevaron a convertirse en tal. Conoceremos, pues, tres historias de vida (fragmentos de ellas, más bien). Nitz, Carmen y Hamid me compartieron sus recuerdos de infancia hasta la actual treintena de sus vidas. Su singular relación con la lengua escrita, particularmente con la ficción, permitirá descomponer el arquetipo del escritor con talentos puramente individuales. Esta perspectiva puede ayudar a entender al escritor como un sujeto inmerso en circunstancias que condicionan (no que determinan) el potencial de su creación literaria.
Partiré de lo obvio: la materia prima del escritor es su lenguaje; el bagaje lingüístico es un constructo que arranca en la primera infancia, a partir del vínculo y las experiencias con las primeras figuras de apego, que suceden en un contexto sociocultural y económico. Entonces, ¿importa el origen de quién escribe? Si atendemos que origen es «principio, motivo o causa moral de algo» (RAE), no podemos soslayar que el seno familiar desencadena filias, fobias, y si se tiene suerte, también experiencias gratas, como las que evoca Nitz:
Recuerdo que siempre estaba jugando. Tengo dos hermanos mayores, mi hermana me lleva diecinueve años. Es educadora [...], ella me ponía a pintar; fue una infancia muy creativa. Decían que era mi mamá, y de cierta manera sí fue como una segunda figura materna. Cuando estaba estudiando me llevaba a la Facultad de Filosofía y Letras, porque estudió dos carreras [...]. Yo tenía cuatro años.
Ese fue un acercamiento inusual con la vida académica: «ingresar» a la universidad con cuatro años, y la fortuna de tener una hermana mayor que fue apegada, empática y propició estímulos creativos. Vivencias como la de Nitz han sido referidas en el concepto de Alfabetización emergente, que explica que los niños infieren cosas sobre la lectura y la escritura antes de iniciar la educación formal, conocimientos que facilitarán su aprendizaje. Además, Nitz creció en una familia de tradición librera: su bisabuelo y abuelo fueron libreros en la Ciudad de México, ni más ni menos que en el Centro Histórico. Ella me dijo: «Mi papá sabe mucho de vender libros antiguos. En la casa siempre hubo libros. Mi papá y mi hermana son unos excelentes lectores». No es de sorprender que Nitz se convirtiera temprano en una afecta lectora, pues la apropiación de la lengua escrita se transmite intergeneracionalmente. La historia de Hamid tiene algunas similitudes:
Mis papás estaban en lo suyo y conviví más con mis hermanos mayores. Quien tuvo más influencia en mí fue mi hermana, la de en medio. Estudiaba Medicina y me acuerdo que traía unos librotes [...]. Tengo un recuerdo muy claro de ella diciéndome: «Me iré a estudiar; verás Plaza Sésamo y habrá una letra del día. Harás una plana de esa letra y cuando regrese te la reviso». Me emocionaba hacer mis planas, y cuando entré al kínder ya las conocía. Creo que con ella, con mi hermana, fue mi primer acercamiento a las letras.
La familiaridad con la lectura, la escritura y sobre todo el vínculo amoroso con las figuras de apego facilitan diversos aprendizajes. Por otro lado, también hay buenos lectores y escritores que no tuvieron la misma suerte. El caso de Carmen me parece excepcional; la citaré extensamente:
Fue una infancia muy solitaria. Pese a que tengo muchos hermanos, cada uno estaba en su propia línea de vida [...]. No hice educación preescolar [...]. Mi papá siempre trabajó desde muy temprano hasta muy noche y mi mamá se encargaba del hogar; también ella trabajaba, salía casi todo el día [...]. En esa casa no había gran cosa [...], a veces pienso que era como una bodega, tenía mucho material de construcción. Y al estar tan carente de todo, no había libros; de hecho, mis primeros libros, ya tangibles, fueron los de texto gratuito, y a lo mejor alguno que había sobrado de mis hermanos [...]. Había un material de los Testigos de Jehová, una Biblia, una guía, un libro vaquero, periódicos viejos. De eso empecé a leer y obviamente muchas cosas me parecían totalmente raras o difíciles de entender. Me gustaba mucho leer, pero al no encontrar qué, mejor me dediqué a otras cosas.
Carecer de recursos materiales también desprovee de bienes culturales, concretamente de libros, que son un vehículo para salir del confinamiento, no solo físico, sino intelectual y lingüístico, de tal forma que se pueda trascender el estatus familiar, una proeza conseguida por Carmen y que conoceremos a lo largo de estas entregas. Luego, fuera del nido familiar, en la escuela, arranca el proceso enseñanza-aprendizaje conocido como Alfabetización inicial; al respecto, cuenta Nitz:
Fui primero a una escuela donde el método de aprendizaje era horrible, de hacer planas, de mucho estrés [...]. En la segunda escuela fue completamente distinto y el aprendizaje de leer fue muy orgánico, es de mis recuerdos bonitos [...]. No recuerdo cómo aprendí a contar. No recuerdo los números, por eso no soy matemática, pero recuerdo cómo aprendí a escribir y a leer, no se me olvida: mi maestra tenía unas cartulinas en las que escribió las letras en manuscrita y les puso texturas [...], tenía que pasar el dedo por el trazo de la letra y al sentir la textura algo en el cerebro se quedaba. Teníamos libros que mezclaban el texto con imágenes.
El cerebro lector, llamado así por el neurocientífico Stanislas Dehaene, no ha evolucionado para incluir los genes destinados a leer de forma espontánea; en cambio, sí poseemos la capacidad innata, biológica, para aprender a hablar. Leer no es natural, si así fuera no habría adultos analfabetos. Es más bien un proceso artificial que requiere enseñanza; involucra factores ambientales y la reutilización de los circuitos neurales encargados de escuchar, comprender y articular el lenguaje oral[1]. Los niños que crecen en ambientes empobrecidos suelen tener poco léxico, y aunque constituye una brecha, pueden aprender el código alfabético sin demasiados tropiezos si gozan de un adecuado desarrollo morfosintáctico y fonológico: el primero consiste en usar correctamente la gramática del idioma; el segundo conlleva articular con precisión los fonemas de dicha lengua. Carmen tuvo un desarrollo típico en esos aspectos y consiguió su alfabetización sin tropiezos, a pesar de no tener un ambiente lector en su hogar. La cito:
Se nos pidió un libro de caligrafía y allí empezaban a explicarnos las vocales [...]. Ese libro lo seguía haciendo en mi casa, porque no tenía nada más que hacer, y las lecciones para mí ocurrían muy rápido [...]. Diría que aprendí a leer sola. Me gustaba mucho ver los letreros en la calle y ponerle nombre a lo que veía: esa es una hache, esa es una te. En aquel entonces había un banco que se llamaba Atlántico y me quedé mirándolo y dije: Ban-co del Atlan-tí-co. Estaba superorgullosa y uno de mis hermanos me dijo: «Es Atlántico, mensa». A raíz de eso sentí que era mejor no comunicarle a otras personas lo que aprendía [...]. Mis hermanos de cinco, siete, ocho, nueve años más grandes, esperaban que en un instante me pusiera a su nivel. Creo que desde ahí empecé a esforzarme más, y para cuando tenía siete años ya leía de corrido.
Trascender el analfabetismo es crucial en la conformación de la autonomía, porque aquel que no lee necesita ser asistido permanentemente, no responde a los mensajes escritos cotidianos (un cartel, una indicación, un aviso), no opina y con frecuencia se retrae.
No obstante, estar alfabetizado tampoco implica participar activamente en la cultura letrada, por lo que es preciso distinguir entre adquisición y apropiación: el primero consiste en adquirir las habilidades técnicas para descifrar; apropiación proviene del latín proprius, que significa propio o característico, que deriva en propriare: hacer propio o poseer. Apropiarse de la lengua escrita es, pues, el proceso por el que un individuo o grupo adquiere no solo las habilidades técnicas para leer y escribir, sino también la capacidad de comprender y usar el lenguaje escrito significativamente. Este salto puede iniciarse precisamente con la escritura creativa; en el mejor de los casos, estas prácticas se fomentan al interior de la familia, pero si no, es en la escuela donde se organizan, si se corre con suerte. Nitz recuerda una de sus primeras creaciones:
Cuando iba en kínder comenzó la guerra de Irak. Nos pusieron unos cortos animados sobre la guerra. Me impresionaron mucho, me impactó la sola presencia de la guerra. Entendí que existe la maldad en el mundo, una maldad desmedida de seres humanos contra otros seres humanos. Cuando iba en tercero de primaria la guerra continuaba y surgió una convocatoria para escribir un cuento, yo escribí uno sobre la guerra. Tenía nueve años. Mi cuento trataba de la guerra, no de quien la vive, sino de quien la ve desde el exterior, desde las noticias. Mi cuento ganó el concurso a nivel primaria y para mí fue muy gratificante [...]. Esa escuela propiciaba mucho la escritura y la lectura: cada año publicaba un libro con los cuentos de los alumnos.
Lo significativo permanece en la memoria, y la experiencia de Nitz rompe la limitante creencia de que los niños no deberían escuchar, ver, hablar o escribir sobre determinados temas, que subestima su capacidad de simbolizar el mundo que les rodea. Si bien, la hoy talentosa cuentista no considera que ese fue su inicio como escritora, es un hecho que este tipo de prácticas fomentan las habilidades narrativas. Hamid realizó un ensayo parecido:
Recuerdo una dinámica: los niños escribían y publicaban sus cuentos en un libro, se llamaba Ellos también cuentan [...]. Uno se encontraba ahí y pensaba: «ahí está mi nombre y mi cuento» [...]. Mi cuento era exagerado, estaba obsesionado con Jurassic Park, como muchos niños de los noventa. Recuerdo que era sobre una pirámide en Egipto llena de dinosaurios, y tenías que ir a pelear con ellos, una cosa así [...]. Habré estado como en cuarto o quinto.
La inventiva se detona tempranamente en los niños a partir de cualquier estímulo: un documental, las noticias, una película. Las experiencias no son nimias en ninguna etapa de la vida: aquello que captura los sentidos, placenteramente o no, son fuente de inspiración. Y si eres cuentista, lo sabes de sobra.
Volveré a la escuela. Si bien las hay ocupadas en prácticas significativas en torno a la escritura, también hay otras que segregan a los niños, que los arrinconan, negándoles la posibilidad de acceder a la riqueza cultural que no tienen en su hogar, como en el caso de Carmen:
Yo iba en la tarde. Siento que los turnos vespertinos son como las «sobras»: están los estudiantes un poco más grandes, los que tienen algún problema. En mi caso fue porque era más fácil administrar el tiempo en la tarde […] y así nadie tenía que hacerse cargo de mí. En el turno matutino había más niños, tenían un salón con una computadora; nosotros solo escuchábamos que existía pero no podíamos usarla. Ellos sí tenían su Biblioteca del Rincón; nosotros solo sabíamos que existía, pero no teníamos libros. Estábamos muy atrasados en todo.
Esa «educación» que confina asienta memorias de aburrimiento, y en algunos niños puede infundir la sensación de «no pertenencia» de un bien que solo existe para «los más aptos». ¿Cómo pueden emerger lectores y escritores en esas circunstancias? Algunos tienen la suerte de hallar figuras que devuelven el aliento y hacen saber que es posible; puede ser un familiar, un bibliotecario, un amigo o un docente. En palabras de la antropóloga Michèl Petit: «Salvo los casos donde leer es algo “dado”, salvo los casos en que se ha nacido entre libros, los iniciadores al libro han desempeñado un papel clave». Al respecto, Carmen también rememora:
Mis maestras sí creían en los alumnos [...]. Recuerdo con especial cariño una frase, creo que en quinto. Mi maestra me decía: «Carmelita, si tú quisieras, podrías ser presidente» [...]. Cuando terminaba el ciclo escolar se daba un reconocimiento al mejor promedio de sexto año, y cuando iba en cuarto, un maestro me dijo: «Cuando tú te gradúes, ahí vas a estar». Y sucedió. En mi casa era todo lo contrario; creía que la gente de afuera te daba ánimos, pero la familia era la que sí te ponía los pies en la tierra. La verdad no sabía a quién creerle, fue una lucha con la confianza…
En este punto, estimado lector, te invito a que evoques el inicio de tu relación con los libros: ¿Había lectores en tu familia? ¿Cuál era el discurso en torno a la lectura en tu hogar? ¿Tus maestros te abrieron o cerraron las páginas? ¿Aquella educación te expandió o confinó? Ese tiempo, aunque parezca lejano o sin importancia, impactó en tu identidad, en tu confianza para enunciar tu propia palabra, construyó un repertorio que te permitió entender otros libros, incluso los temas que te interesan pueden tener relación con esa etapa. Esa es tu literacidad: cualidad del ser letrado.
Como expliqué, el umbral entre adquisición y apropiación se atraviesa con prácticas significativas, creativas. No obstante, con frecuencia se aproxima la lectura a los niños y adolescentes con un enfoque utilitario, para que «sirva de algo». Esa idea, que se asocia con las «buenas calificaciones», deja de lado la riqueza que proporciona la ficción: imaginar otras épocas y geografías, reflejarnos en las pasiones humanas, recrear hechos improbables y al mismo tiempo verosímiles, etc. Si se crece en una familia que solo usa la lengua para referirse a cuestiones inmediatas, se menoscaba el placer de la lengua y de contar historias. Recurro nuevamente a las palabras de Michèl Petit, que en sus investigaciones ha enfatizado en contextos vulnerables, especialmente con población migrante en Francia:
Cuando los niños de esas familias entran en contacto con el lenguaje escrito, que se desarrolla precisamente en el registro de la lengua del relato, del tiempo diferido, les faltan referencias, y se encuentran ampliamente marginados en relación con quienes, en el seno de sus familias, tienen acceso a diversos registros lingüísticos: el registro de la utilidad inmediata, pero también el registro de la narrativa.
¿Y cómo se accede a esos registros? En la niñez temprana, idealmente a través de una voz ajena que recree el texto de forma cautivadora. Luego, es indispensable proveer variedad de textos, incluso si se trata de la ficción de moda, como rememora Hamid: «Disfruté mucho leer Harry Potter, comencé al final de la primaria [...]. Recuerdo que el tercer libro de la saga me lo eché en un par de días. No sabía que podía estar tan clavado en algo. Allí se me fue haciendo la identidad de lector».
Los superventas suscitan controversias sobre si se trata o no de buena literatura; de hecho, se desestiman en algunos círculos literarios que aluden a sus tramas simplistas o predecibles, se les critica por complacer la demanda comercial y su carencia de originalidad artística. Lo cierto es que cualquier publicación es susceptible al escrutinio, pero los análisis formales no suelen interesarle a los lectores principiantes; sería como intentar aprender ortografía sin tener experiencia con las palabras escritas: la reflexión metalingüística es posterior. En ese tenor, hay quienes bienintencionadamente acercan obras clásicas a niños y jóvenes pero, ya sea por el lenguaje, la temática o la traducción, no están listos para asimilarlas y terminan ahuyentando al lector.
Mi postura es evitar la censura y admitir que los lectores evolucionan, que no son sujetos pasivos frente al texto, pues lo significan a partir de sus vivencias. En ese sentido, no son baladíes las experiencias tempranas con la lengua escrita; en el placer que provee pueden germinar protoescritores de ficción, y los vínculos profundos con quienes fungen como mediadores (familia, maestros, amigos) influye favorablemente en el acceso a la cultura letrada. Las niñeces de Nitz, Carmen y Hamid personifican un proceso que nos atraviesa a todos, inherente a la construcción de nosotros mismos, ¿qué más íntimo puede haber? En la próxima entrega continuaré con la adolescencia de estas tres vidas, y confío en que te anime a evocar la tuya.