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And the heart of the great ocean
Sends a thrilling pulse through me.
Henry Wadsworth Longfellow
La merluza había dejado de moverse. Fueron doce los saltos que dio hasta que el hombre se acercó y terminó con su vida. Mientras padecía la asfixia que precedió a su muerte, intentó volver al agua de donde había sido arrebatada. Había nadado como cualquier otro día, abandonó las profundidades para alimentarse; encontró el alimento más fácil que otras veces, y de un saque se vio arrastrada fuera del agua, con el anzuelo en la boca que le atravesaba el paladar. Su rutina fue interrumpida y jamás volvió; sus hijitos pez muy probablemente la esperaron a que volviera, y jamás lo hizo. Seguro que ni se despidió de ellos. La inocencia del animal; cómo no se imaginó que era una trampa, que el alimento poco importaba si su vida acabaría un instante después. ¡Qué tonta! En su lugar, yo hubiera…
Serena tosió e interrumpió el hilo de mis pensamientos. El pescado fue depositado junto a otros en un balde; volví a estar sentado al borde del muelle, balanceando mis pies sobre el agua junto a mi hermana. Volví a mí y ya no pude huir del eco de las palabras que ella había acabado de decir: «A veces parece que las olas fueran el intento fallido de alguien que se arrastra e intenta escapar de la profundidad del mar, clavando sus manos en la arena. Pero falla, siempre falla». No supe qué responder; tampoco sus palabras estaban dirigidas a mí. Solo fue una expresión en voz alta. Una reflexión escalofriante, pasajera. La primera que tuvo luego de aquella tarde de otoño.
Mi hermana amaba el mar. Tenían una profunda conexión, como si hubiera sido compuesta por las mismas partículas con las que está hecho el mar. En cada viaje que hacíamos a la playa sus ojos celestes brillaban, y el sol celoso reflejaba sus destellos en el agua, imitando su mirada. Nos separaban largos kilómetros de la costa, y mientras estábamos en plena meseta, rodeados de un desierto de tierra y yuyos, su ánimo se volvía inquieto. Se movía nerviosa en su asiento, saltaba y no paraba de hablar de lo mucho que iba a hacer al llegar a la playa. En uno de esos viajes nos contó un dato curioso de esos que le encantaba hacernos saber: «¿sabían que el canto de una ballena en la costa argentina puede llegar a ser escuchado por una ballena en la costa de África? Eso pasa porque el sonido bajo el agua se propaga más rápido y no es absorbido como en el aire». Después juntó sus manos alrededor de su boca y comenzó a imitar el canto de los cetáceos. Sus datos, muchas veces, eran inventados o tergiversados por su comprensión infantil, pero igual le agradecíamos la información que nos brindaba. Cuando alcanzábamos la ruta costera, sus revoluciones bajaban: recostaba la cabeza en su puño y se dedicaba a contemplar las aguas de los ochenta kilómetros que hacíamos a la vera del mar.
Éramos una familia de clase media como cualquier otra (padres laburantes, mi hermana menor y yo), que cada vez que podía y le daban los francos a papá, salíamos con dirección a la playa en el cacharro viejo. Cargábamos sánguches, jugo en polvo, agua, todo dentro de una conservadora para pasar el día en la costa. Mi viejo solía llevar un libro, cosa que nunca entendí muy bien porque podía leer en cualquier lado, y la playa era para hacer cosas divertidas. Alguna vez me dijo que lo hacía para viajar doble, cosa que tampoco entendí en su momento. Mi hermanita se enojaba, decía que para qué venía si no iba a meterse al agua, ni a armar castillos de arena, ni a querer ser enterrado; que lo mejor era que se quedara en la casa. Yo también me enojaba, aunque sabía que si él no venía, nadie lo haría porque solo él conducía.
A mamá le gustaba sumarse a las actividades con nosotros, aunque no por mucho tiempo: se refrescaba en el agua y luego se iba a tomar el sol al lado de papá. Por suerte, Serena y yo nos teníamos el uno al otro. Hacíamos carreritas hasta el agua mientras mamá gritaba alguna advertencia que se perdía entre los graznidos de las gaviotas, el rumor del mar y el latido agitado de nuestros corazones. Ella jamás ganaba por más ventaja que le diera. Era tanta la distancia que le sacaba que tenía la vanidad de correr hacia atrás para ver sus inútiles esfuerzos por alcanzarme. Su furia hacía que tropezara y su cara terminara clavada en la arena húmeda. Cuando la levantaba, no solo estaba llena de arena, sino también de lágrimas y mocos. Aun así, no había nada que el contacto con el agua no solucionara: se olvidaba de su enojo con papá por no hacer nada más que leer, por perder la carrera, de mis burlas, de su cara lastimada. Todo se volvía secundario: los problemas y malestares que podía tener una niña de diez años se disipaban cuando el agua salada entraba en contacto con sus pies.
A principios de abril papá estaba estresado por el trabajo, por lo que, apenas le dieron el día, salimos hacia la playa. El viaje había sido como cualquier otro: papá al volante, mamá dormía, mi hermana hablaba sobre el mar y yo la escuchaba. Ese día las esquirlas del sol no se veían en el agua; las nubes tapaban su fulgor y el mar, como si estuviera enojado por ello, se movía con bravura. A pesar de eso, Serena lo miraba con la misma fascinación.
Al llegar, papá se dispuso a leer y mamá, como no había sol, jugó con nosotros un rato. Eran las cuatro cuando el sol se asomó entre las nubes y las olas cesaron su brío. Esto fue para nosotros una clara señal para arrojarnos al agua. Bastó una rabieta insistente para que mamá nos diera permiso. Corrimos al agua en una playa semivacía; al llegar cerca de la marea nos tomamos de la mano, y marchando, nos metimos de a poco al agua, como era la costumbre. Una ola se abalanzó sobre nosotros y la saltamos sin soltarnos. Continuamos con nuestra marcha saltando uno, dos y tres, hasta que un muro de agua se levantó frente a nosotros y, sin tiempo de hacer nada, nos tumbó. Me levanté enseguida, riéndome por la adrenalina que me había producido, pero me detuve cuando vi a Serena recostada, con las antiparras llenas de agua, sacudiéndose sobre la arena, intentando respirar. Un guardavida que estaba cerca corrió desesperado hacia nosotros y le hizo primeros auxilios. Mamá, que a lo lejos había visto toda la secuencia, llegó a nosotros agitada, con lágrimas en los ojos y un toallón en las manos. No dejó de gritar «mi hijita, mi hijita», ni siquiera cuando Serena ya se había recuperado. La abrazó secándola con la toalla, y le acarició el pelo mientras se culpaba por haberla dejado tan sola.
El guardavida nos impidió volver a meternos; el mar estaba revuelto y era peligroso bañarse. Todavía impactada, Serena se quedó con papá sentada, envuelta en la toalla, tiritando de frío sin decir una palabra. Mamá y yo caminamos por lo ancho de la playa y recolectamos almejas, estrellas, y otras cosas que la marea había arrastrado.
—Mirá lo que te trajimos —le dijo mamá a Serena mostrándole el balde.
Serena no respondió. Siguió con la mirada perdida, puesta allí donde se difuminaba el límite entre el cielo y el mar.
—Con esta —le dijo mientras sacaba una caracola—, si te la pones cerca del oído, podés escuchar los secretos del mar.
Mostró un poco de interés. Sin dejar de mirar el horizonte, escuchó lo que el mar tenía para decirle. Nunca pude saber qué fue lo que escuchó, jamás me lo contó, pero vi que sus ojos, tan llenos de brillo y alegría que los caracterizaba, se vaciaron en un instante, como si de repente la caracola le hubiera absorbido la vida que había en ellos. Desde ese día, jamás la soltó.
Poco después su carácter cambió. Su fascinación había menguado, o al menos, se había transformado. Ya no hablaba del mar ni de sus curiosidades con nadie; los secretos que escondían esas grandes masas de agua salada no eran algo que debía ser compartido ni ser descifrado por cualquiera.
Una vez, antes de dormir, asomé la cabeza desde la cama superior de la cucheta para preguntarle qué era lo que estaba escuchando. «Los llantos de ballena», me dijo sin mucho interés. «¿Me dejás escuchar?» Hizo un gesto de indiferencia con los hombros y me acercó la caracola. «Ah, los cantos de ballena», le corregí a pesar de no haber escuchado nada. «No. Llantos», respondió tajante, me arrebató la caracola y se dio vuelta, lo que entendí como el punto final de la conversación.
No fueron solo sus relaciones sociales las que se vieron transformadas, también sus hábitos cotidianos. Algunos estaban relacionados con la sal. El uso excesivo que hacía de ella era alarmante: solía ponerle desmesuradamente a las comidas, al agua que tomaba, y también al agua con la que se bañaba. Se robaba los paquetes de sal de la mesada a hurtadillas y los vaciaba en la bañera. Las primeras veces la cubrí porque solo me parecía un juego que hacía porque extrañaba el mar, pero se tornó preocupante cuando la falta del condimento en la mesa se hizo una costumbre. Sus baños salados consistían en llevar los trofeos que habíamos conseguido en la playa y arrojarlos en el agua. Serena se sumergía junto a las estrellas, caracolas y almejas y trataba de aguantar la respiración lo más posible. Una vez me tocó entrar al baño para exigirle que dejara a los demás hacer sus necesidades, y la vi flotando en la bañera, mirando al techo, con la caracola en la oreja. Abandonó su letargo, me dirigió una mirada vacía mientras negaba con su cabeza. «¿No, qué?, ¿no te vas a apurar?», me salió decirle, enojado. Sin responder, salió de la bañera con la caracola en la mano, y cuando pasó a mi lado, se paró de puntillas y me susurró al oído: «solo aquellos que desafían sus peligros entienden sus misterios». Mi hermana menor, ridícula como se veía, empapada con agua salada y un olor marino nauseabundo, logró lo que ninguna historia de fantasmas que me contaron ni video de terror que hubiera visto a escondidas había podido hacer: producirme un escalofrío que me alertara de un peligro real. Intenté atenuar la sensación con una pequeña mentira: «es una broma. Está jugando».
Mis padres también notaron sus cambios y decidieron que lo mejor era consultar a un profesional de la salud. Luego de varias reuniones con mis papás, conmigo, y sobre todo con mi hermana, el psicólogo concluyó que el comportamiento podría ser una reacción a un evento traumático que experimentó. Mis padres se miraron extrañados como si buscaran en su memoria la génesis del trauma. En su momento, no presté atención a lo que hablaban los adultos; estaba demasiado ocupado recorriendo la oficina del doctor buscando algo entretenido para hacer. Años después, al reconstruir los hechos, reconocí aquel día de otoño en la playa como el inicio de todo. Como es normal para un niño, no comprendí qué era el trastorno por estrés postraumático, por lo que mis padres me lo tradujeron: «tu hermana está mal y necesita de nuestra comprensión para acompañarla».
Y la acompañamos: le dimos su espacio, respetamos sus silencios y sus extrañezas siempre que no perjudicaran a nadie. Papá, aunque nunca había sido muy dado para la conversación, evitaba hablarle. A mamá, cada vez que quería dirigirle la palabra, se le quebraba la voz y se interrumpía para recomponerse. A mí me tocaba ver esa pantomima en la mesa, en los viajes, en el día a día. Serena era indiferente a la preocupación de mamá y al nerviosismo de papá; hablaba solo para pedir algo concreto, como para que le alcanzaran la sal, o para responder sí, no y no sé.
Sé que mamá lloraba antes de dormir y que papá se ataba con un nudo la garganta para no decir todo lo que quería, y se limitaba a decir un «ya va a pasar, ya va a pasar». Los espiaba cada noche, quería compartir con ellos lo que me pasaba. No lloré; de mis ojos jamás cayó una lágrima. Tampoco tenía un nudo como papá. Mi pecho se había acostumbrado a la falta de aire, como si desde que Serena cambió, cada mañana al despertar, alguien me pegara un puñetazo en el estómago y me viera obligado a buscar, por el resto del día, bocanadas de aire para no ahogarme. Era una molestia que cargaba sobre mí y pensaba que compartirla con alguien me ayudaría, pero era demasiado el dolor que llevaban ambos y no quería sumarles el mío. A pesar de todo, intentábamos que la rutina familiar no se viera afectada; seguíamos yendo a la playa, solo que ahora a los viajes los colmaba un silencio incómodo. No cambió nada, simplemente lo normalizamos. Y el paso del tiempo maquilló las relaciones.
Serena continuó con la apatía hacia los que la rodeaban, y solo aparecía una tenue emoción frente al mar. Allí —por lo que había comprendido luego de cada viaje a la playa— era en donde ella se soltaba y llegaba a hablar con más cadencia.
Aquella última tarde decidí empezar la conversación antes de que pronunciara alguna de sus frases crípticas.
—¿Vos no te das cuenta de lo mal que le estás haciendo a papá y mamá?
Creí, por su abrupto detenimiento, que algo le habían tocado mis palabras.
Serena presionó sus pies sobre la arena mojada y no dejó de verlos hasta que el agua los sumergió. Alzó la mirada hacia una bandada de gaviotas que marchaban en dirección al horizonte. Cuando se fueron, me respondió:
—No lo entenderían. Espero que vos lo hagas algún día.
No lo entendí y tampoco pude preguntarle más. Ese dolor en el pecho frecuente se me acentuó por unos segundos luego de escucharla. No noté el desdén en sus palabras, como tantas otras veces. Se había asomado por primera vez, con recelo, un sentimiento de culpa. Ya se había alejado cuando me recuperé del ahogo. Ella caminaba por la ribera, sobre los restos que la marea devolvía a la playa. Las moscas atraídas por el aroma pestilente rondaban alrededor de las algas, plásticos, estrellas, caracoles y almejas que el mar revuelto había sacado. Serena corría las algas que cruzaban su camino con los pies hasta que dio con un par de pescados. Se agachó y los acarició con el revés de los dedos, como si lamentara su muerte. Ese ritual mortuorio, entre el olor a maresía y la viscosidad de los desechos, fue desagradable.
—Lo vieron —dijo señalando los amplios ojos abiertos—, lo saben.
Su voz regresó a la fría normalidad, y sus palabras, una vez más, se tornaron enigmáticas. Decidí no seguir su juego. Ya había alcanzado un atisbo de humanidad en ella, no iba a dejarla ir. Tenía que extraer una pista de qué le ocurría, por qué era distante, qué podíamos hacer para volver a ser la familia que alguna vez fuimos.
—¿Cómo vamos a entender, Sere, si nunca nos decís qué te pasa?
Fue lo único que se me ocurrió para retomar la conversación. El esfuerzo que hice para que no se me quebrara la voz no fue suficiente para evitar que las lágrimas se me escaparan de los ojos. No me escuchó o fingió no hacerlo, y siguió mirando lo que había devuelto el océano.
Por el mismo camino que se habían ido, surcando el horizonte, volvían con un graznido discordante, la bandada de aves.
—Se está acercando —dijo Serena apenas oyó a las gaviotas— Hay que volver.
No estoy seguro, y tal vez es un pequeño consuelo, uno muy tonto, pero cuando me miró a los ojos, por un segundo volví a sentir a mi hermana. ¡Era ella! ¡Mi hermana menor me había hablado! Puede que haya sido por mis ojos llorosos que no pude ver con claridad los suyos; sin embargo, cuando me habló creí ver un brillo que emergía en su mirada. Un brillo triste, un vestigio de la niña que aún quedaba en ella.
Al caer la tarde el clima cambió abruptamente. En el sur acostumbramos los cambios repentinos, aunque esta vez nos agarró por sorpresa. El cielo se transformó en un gris mortecino, atestado de pesadas nubes que escondieron al sol. En consonancia con el gemelo celeste, el mar se agitó embravecido y clavó sus garras en la tierra. Para colmar tal reunión de agentes meteorológicos, el viento sopló en todas las direcciones. Aquellas ráfagas que surcaron la ancha estepa llegaron al mar y chocaron con él intentando recuperar lo que el agua le había arrebatado a la tierra. En esa colisión de fuerzas se gestaron pequeños torbellinos que arrastraron lo que encontraban en la playa.
—¿A qué dios hijo de puta se le ocurrió agitar la bola de cristal justo hoy? —dijo mi papá enfadado apenas entramos a la cabaña alquilada.
—Bueno, gordo, ya estamos resguardados. Tranquilizate un poco —respondió mamá.
—Justo en mi franco, justo hoy —se fue quejando papá a una de las habitaciones.
Serena siguió la furia natural mirando por las ventanas, que tiritaban ante las incesantes sacudidas, y así se estuvo hasta que me fui a dormir.
La llegada de la noche no consiguió apaciguar la tormenta. La cadena de cabañas era testigo del encuentro feroz del viento con los zarpazos del mar, y los que estábamos allí no pudimos hacer otra cosa que esperar e intentar dormir, a pesar del fragor de la disputa.
Ya en la madrugada el frío me golpeó la cara y me sacó del sueño. Me levanté molesto y seguí la corriente fresca hasta la puerta principal, abierta de par en par. La cerré y volví a mi cama pensando que había sido el viento el que la abrió. Antes de acostarme vi que la cama de Serena estaba hecha. Un frío acarició mi nuca y esperé lo peor. En pijama y en pata, busqué a mi hermana en el complejo de cabañas y no hallé ni rastro.
¡Qué tonto, por dios, qué tonto! ¿Dónde podría estar?
A lo lejos, desde la quebrada que separa a las cabañas de la playa, pude ver que alguien caminaba hacia el mar. Bajé corriendo ignorando el dolor que sentía en los pies al pisar los vidrios rotos y las piedras. La bajada era demasiado empinada como para no tropezarme. Me estampé contra el piso, y sin quejarme, me levanté para seguir corriendo. Ya no sabía si eran mis lágrimas o mis mocos los que me escurrían por la cara. No importaba. Nada importaba más que alcanzarla.
Trastabillé con torpeza, el viento me sacudió como a una hoja más, y a la distancia vi su caminar firme en dirección al enorme monstruo salado que hacía temblar la tierra. Grité, la llamé incontables veces, pero ¿qué podía ser el agudo sonido de mi voz ante el bramido del mar? La impotencia de no haber podido llegar hasta ella me quebró. Intenté arrastrarme, clavando mis dedos en la arena, como si escalara una pendiente. Nada más podía hacer para avanzar. ¿Cuántos metros tenía la playa esa noche?
Fue la primera vez que Serena llegó al mar antes que yo. Miró hacia atrás y fue la última vez que la vi. Sus ojos ya no eran el espejo del cielo y el mar; eran una niebla densa, como la de alguien ciego por cataratas. Vi que su boca se movió para decir algo que solo el viento escuchó. Y antes de que terminara, la egoísta mano del mar se la llevó. Lo último que vi de ella fue su mano levantada sosteniendo aún la caracola.
Esa noche no hubo nadie que intentara escapar del océano. Fue el mismísimo Mar quien avanzó sobre la playa y, como un mago, tapó con el oleaje a Serena, deslizó su pañuelo de espuma hacia atrás y cerró su acto.
No dejé de ir al mar ni a la misma playa. Aunque todo me recuerda a ella. Suelo sentarme en donde la espuma me moja los pies a esperar la llegada del ocaso. Tengo la esperanza —para mis padres absurda— de que ella vuelva. He adquirido la costumbre de recoger las caracolas que encuentro entre la arena para ver si oigo su voz o, al menos, noticias de ella. Tengo una colección de más de cien en mi repisa. Por ahora no he tenido suerte, pero suelo imaginar, no sin esfuerzo, que oigo una voz lejana que brota de la fosa oceánica que me advierte que esté preparado para cuando llegue el día.
Estudiante de Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Cuando no hace otra cosa, escribe poco y mal.