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En el Picasso, a las seis; así fue nuestra primera cita. Mientras esperaba en el patio principal del museo, múltiples grupos de japoneses subían por la escalinata que da acceso a las salas de la primera planta. El día anterior se había inaugurado una exposición temporal sobre grabados al estilo japonés del artista malagueño, pero nosotras quedamos en visitar la colección general, así que confiaba en poder esquivar a buena parte de los guiris.
Era una calurosa tarde de julio. Yo llevaba puesta una blusa de color blanco y una minifalda amarilla. No miraba el reloj, entonces nunca llevaba, pero sabía que Astrid llegaba tarde. Nos habíamos conocido en las primeras clases de Historia del Arte, pero no comenzamos a hablar sino hasta mediados del curso. Todo en ella me parecía agradable, desde su carácter apasionado hasta su mirada vivaz. Lo que más me llamaba la atención de su rostro eran sus ojos color castaño, siempre despiertos, centelleantes, que no perdían de vista nada de lo que ocurría a su alrededor.
Cuando Astrid finalmente llegó, me saludó arqueando las cejas y, sin apenas detenerse, se dirigió a las escaleras. Enseguida la noté rara, diferente. Vestía un mono azul oscuro y unas deportivas grises un tanto desgastadas, una indumentaria muy diferente a los camiseros estampados que llevaba habitualmente en clase. Además, no dejaba de mirar a un lado y a otro, inquieta.
Entramos a la exposición. En la octava sala, la que alberga obras de las etapas azul y rosa de Picasso, Astrid se detuvo frente al cuadro Madre con niño enfermo. De pronto, sacó un spray de pintura y escribió encima del lienzo, en grande: «+1,5º».
—¿Qué coño estás haciendo? —le grité a sus espaldas.
Me quedé a su lado, estupefacta. Astrid se dio la vuelta, y con los brazos en alto, se dirigió en voz alta a los presentes:
—Me llamo Astrid y estoy aquí porque tengo miedo. El último informe sobre el cambio climático ha confirmado que ya es imposible detener el aumento de la temperatura en 1,5 grados, poniendo en riesgo nuestra vida en la Tierra.
Docenas de visitantes se amontonaron a nuestro alrededor. Varias personas sacaron sus móviles para grabar la escena; algunos increparon a Astrid.
—Se están incumpliendo los compromisos del Protocolo de Kioto —prosiguió, gritando más fuerte—. Tengo miedo de dejar a nuestros hijos un mundo enfermo, un futuro catastrófico provocado por…
En aquel momento apareció un agente de seguridad por la puerta. ¡Corre!, chilló Astrid cogiéndome del brazo. Salimos pitando, esquivando a los visitantes. Recorrimos a la carrera media docena de manzanas más, hasta que comprobamos que nadie nos seguía.
—¿Te has vuelto loca? —le grité, empujándola—. Si te hubieran pillado…
—No me hubieran hecho nada, Marta. Mira —me dijo enseñándome el aerosol que había utilizado—, son témperas de fácil limpieza.
—Es igual, es vandalismo, Astrid.
—Vandalismo es no hacer nada para evitar esta crisis. Mira cómo estamos, es el verano más jodido de la historia. ¿Cuántas personas han muerto por la ola de calor? Es una acción no violenta para concienciar, nada más. No habrá arte en un planeta muerto.
—Sí, pero esta no es la manera. Un museo es un lugar que contiene bienes públicos. Me parece una paradoja defender algo que es de todos atacando el patrimonio artístico, que también es de todos —protesté.
—Muy bien, pero respóndeme a esto —replicó—: ¿acaso nuestro clima no es patrimonio también? Protegemos al máximo el arte humano y en cambio damos por hecho que el medioambiente va a seguir estando siempre ahí. ¿Por qué no nos indignamos igual?
Miré el suelo, sin saber qué contestarle.
—Venga, dejémoslo ya. Vamos a cenar a algún sitio —dijo en un tono más suave, acariciándome una mejilla—. Esta carrera me ha abierto el apetito.
***
La protesta del Picasso fue la primera de muchas. Pensándolo ahora, cuando han pasado tantos años, no sé muy bien por qué me dejé llevar por Astrid. Supongo que al principio lo hice porque era la única manera de estar con ella fuera de la facultad. Reconozco que después aquellas performances despertaron algo en mí, tal vez la adrenalina de verme ante situaciones de peligro, o simplemente porque me hacían sentir otra persona, alguien diferente a la Marta sensata que no se metía en un lío nunca.
En el museo de arte de Cataluña rociamos con pintura negra un paisaje veneciano de Canaletto, Regreso de ‘Il Bucintoro’ el día de la Ascensión, para alertar sobre el impacto que tendría en Venecia la subida del Adriático. En el CaixaForum, en una exposición fotográfica sobre el Sistema Solar, pintamos sobre imágenes de la Tierra y el sol frases como «NO HAY PLANETA B», y denunciamos a gritos el lavado de imagen que suponen estos eventos culturales para los bancos. En el museo de arte contemporáneo de Barcelona, en una retrospectiva de Félix González-Torres, pegamos las manos a sus famosos relojes de pared para manifestar la inacción de los gobiernos y el paso del tiempo sin una estrategia contundente en favor del clima. En un par de ocasiones nos detuvieron, pero nos soltaron el mismo día o al siguiente, ya que no causamos ningún daño real en las obras.
—Tenemos que ponernos un seudónimo, Astrid —le dije una noche que estábamos acostadas en mi cama.
Ella parecía ausente. Me acerqué, le di un beso en el cuello y le susurré:
—¿«Las bolleras»?
Se apartó ligeramente de mí y suspiró. Luego me miró con una expresión tediosa. Creo que fue la primera vez que la percibí en su cara.
—No podemos seguir haciendo esto, Marta; al menos no durante mucho más tiempo.
—¿Qué dices? Cada vez somos más y hemos salido en algunos medios.
—Pero no estamos consiguiendo ningún cambio real. Es guay decir que eres ac-ti-vis-ta —lo dijo así, remarcando las sílabas—, pero estas acciones se están convirtiendo en una moda: se comparten, se imitan; luego se pervierten y pierden su mensaje original.
—Entonces… ¿qué hacemos?
—¿Y por qué siempre tengo que ser yo la que diga lo que hay que hacer?
Ladeó la cabeza en dirección a la ventana. Quise acariciarle el pelo, sus hermosos rizos negros, para tranquilizarla, pero no me atreví a hacerlo.
***
El siguiente semestre Astrid se fue de Erasmus a Ámsterdam. Antes de marcharse le dije que iría a verla algún fin de semana, pero noté agobio en su mirada. Ahora me doy cuenta de que meses atrás ella ya se encontraba en otro lugar. Era como si algo se hubiera perdido entre nosotras. Hicimos todo lo que se nos ocurrió: lanzar salsa de tomate y otras cosas en los museos, tapar con cemento los hoyos de un campo de golf, petar las ruedas de los coches más contaminantes…, pero advertí que ella actuaba por inercia, como el pintor que se queda en un estilo. Rememorando aquella época, veo claro que conforme yo quería hacer más y más cosas, cada fin de semana, ella fue perdiendo el entusiasmo inicial. Ya no veía en sus ojos la misma pasión. Al final me dijo que necesitaba espacio, que no fuera a visitarla. Por eso simplemente esperé a que regresara.
Cuando Karen, una amiga en común, me dijo que había vuelto de Ámsterdam, y que le había contado que iba a dejar la universidad, la llamé preocupada, y quedamos una tarde en su casa. Tras abrir la puerta pensé que me había equivocado de piso: Astrid se había rapado, llevaba gafas de pasta y todo el brazo izquierdo tatuado.
—Venga, idiota, entra —dijo al ver que me quedaba quieta en el rellano, después de abrazarme.
Llevaba una camiseta de tirantes que me permitió ver unas líneas que se entrecruzaban a lo largo de su brazo, del hombro a la muñeca.
—Pensé que eras antitatuajes —exclamé sin salir de mi sorpresa.
Ella se encogió de hombros y simplemente respondió que le entraron ganas de hacerlo.
Me pareció que su piso también había mutado: encontré muebles nuevos, o los mismos pero dispuestos de otra manera, y en el salón había colgado un par de reproducciones de arte abstracto, bastante horribles para mi gusto.
—Los compré allí —señaló—. Un Rooskens y un De Kooning. ¿Te gustan?
—Bueno, ya sabes que la pintura moderna y yo…
—Ya, ya, pero no deberías cerrarte tanto. El arte es arte —sentenció.
Tras más de seis meses sin vernos, sin saber nada la una de la otra, pensé que hablaríamos de nosotras, pero durante la mayor parte del tiempo Astrid charló de aquellos cuadros horribles, de lo impresionante que era el Rijksmuseum, de una exposición de Banksy que le había hecho ver el arte desde otra perspectiva, de un grupo de bohemios que había conocido… Yo la escuché, sentada en una esquina de su sofá de tela de tres plazas, fingiendo cierto interés por todo aquello.
—Te quiero enseñar una cosa —dijo, emocionada.
Salió del salón y regresó con un portafolio.
—Hice un curso fantástico de Land art, y como proyecto final Clara y yo hicimos estas fotos —dijo mientras me enseñaba unas fotografías donde se veían bolsas de plástico, latas y otros desechos en un paisaje marítimo— para denunciar la cantidad de…
—¿Quién es Clara?
—Ah, sí. Clara es una chica que conocí allí. Es muy inteligente. Me gustaría que la conocieras algún día. Es inglesa, pero se marchó de casa de sus padres al acabar ingeniería. Se fue porque quería hacer algo creativo con su vida, y Ámsterdam es el lugar, ¿no te lo he dicho? Se respira arte en las calles…
—Karen me dijo que quieres dejar la carrera.
—Sí, es cierto. No me matricularé para el próximo año. No me mires así: no es lo mío, Marta. A ti se te da bien estudiar, hacer trabajos, pero yo… En Ámsterdam decidí que me quiero dedicar al arte ecológico —dijo con una expresión de plena confianza en sí misma.
—¿Qué dices? Pensaba que no creías en el mundo del arte, en los museos.
—Bueno, nunca he dicho que quiera exponer en grandes galerías.
—¿Y qué hay del activismo? ¿De nuestras acciones?
—Nuestras acciones no han servido para nada —zanjó con desdén—. Cuando hablan de nosotras, de nuestras protestas, la conversación se centra en la propia acción, si es adecuada o no, en lugar de comentar lo que criticamos. Pero todas las acciones de lucha son buenas. Si quieres seguir liándola en los museos, adelante. Yo ahora quiero llegar a la gente de otra forma, despertar su conciencia ambientalista a través de mis creaciones.
Se acercó, me agarró de los brazos y me dijo en un tono fraternal:
—Tienes que encontrar tu propio camino, Marta. Aquello que te haga bien en cada momento, no lo que quieran los demás.
Seguimos hablando hasta que la noche cayó. Me contó que iría de nuevo a Ámsterdam y luego a París, o al revés, para reencontrarse con su nuevo grupo de amigos artistas, y con Clara. Clara esto, Clara lo otro: así pasamos la tarde en su piso del barrio de Gracia hasta que, ya derrotada, le dije que tenía que irme a casa.
Aquella noche de insomnio llegué a la conclusión de que para Astrid, yo solo había sido una etapa más de su vida, de su proceso vital. Nos unieron las performances, y cuando se acabaron, se agotó nuestra relación. Me dormí cuando los primeros rayos del día se colaban por mi habitación, con la creencia de que no volvería a verla.
***
Me equivoqué: la volví a ver dos veces más. Para la primera estaba preparada; la segunda me cogió totalmente desarmada.
Cuando acabé Historia del Arte entré a trabajar en un cine. Era un trabajo sencillo, sin aspiraciones, a la medida de mis escasas ambiciones. Habían pasado ocho años y permanecía quieta, en el mismo lugar. Una mujer de casi treinta años viendo los días pasar desde una taquilla, con los codos sobre el mostrador y los puños en las mejillas, como si la cabeza -o la vida- me pesara cada vez más.
Cada semana en el cine recibíamos un programa de descuentos con el carnet de socio: teatros, museos, parques de atracciones, etcétera. Cierto día, entre las promociones destacadas, encontré la entrada a mitad de precio para ver una exposición de artistas noveles en el nuevo centro de arte contemporáneo de Barcelona, entre las que estaba Astrid.
Decidí ir el día de la inauguración con la esperanza de verla, después de tanto tiempo. Me puse la misma ropa que llevé en nuestra primera cita, la minifalda amarilla y la blusa blanca, con la ilusión de revivir las sensaciones de aquel día.
Tras rondar por diversas salas la vi en una de ellas, junto a un conjunto de botellas de agua vacías, apiladas unas encima de otras. Eché a andar hacia ella, decidida. Al verme, Astrid me saludó con la afabilidad rutinaria: dos besos y una leve sonrisa.
—Tranquila, no he venido a hacer nada —dije sonriéndole.
Sonrió levemente. Sus ojos me parecieron más pequeños y advertí unas ojeras crecientes. Llevaba el pelo corto, no tan corto como aquella tarde en su piso, y se había hecho perforaciones en los lóbulos de las orejas. Nos quedamos unos segundos en silencio y luego me preguntó qué me parecía la instalación, refiriéndose a las botellas.
—Se podría decir que eres una artista plástica —respondí.
Astrid soltó una carcajada. Yo también me reí, sorprendida por mi rápida ocurrencia. Quise alargar aquel momento de complicidad de alguna manera, pero nos volvimos a quedar en silencio. Segundos después, alguien detrás de mí la llamó.
—Perdona, tengo que ir a la entrada, creo que han llegado los periodistas. Si quieres dar una vuelta por aquí mientras tanto, luego te puedo presentar a Clara y a los demás.
Asentí y forcé una sonrisa; ella dio media vuelta y desapareció. Estuve unos minutos más y me marché, no tenía nada más que hacer allí. La Astrid que había conocido ya no existía: era otra persona, una desconocida. Solo me queda su recuerdo, pensé con tristeza.
Cuatro años después pude comprobar hasta qué punto fue así.
***
Cuando llegué a la puerta del tanatorio, Karen me puso una mano en el hombro. Me acompañó dentro, donde estaban unas personas que jamás había visto.
Lo primero que pensé al verla amortajada fue en la Ofelia de Everett Millais, una de mis pinturas favoritas: los motivos florales del féretro, el rostro blanquecino de Astrid y sus manos relajadas, como la enamorada de Hamlet.
—¿Sabías que estaba embarazada? Murió durante el parto —me reveló Karen—. Preeclampsia,. Tuvo un parto prematuro, y con este calor asfixiante se deshidrató.
—¿Y el bebé? —balbuceé con el último hálito de voz que me quedaba.
Karen negó con la cabeza.
—Salió con poco peso y no aguantó.
Karen trató de sostenerme, pero no pudo. Me dejé caer, grité, golpeé el suelo una y otra vez. En algún momento me levanté y salí de allí, tambaleándome. Compré un bote de pintura, uno cualquiera, o lo cogí sin más, no lo sé, y llegué al Picasso cegada de rabia. Me planté en la sala de Las Meninas, no porque lo hubiera premeditado sino porque fue la primera obra que vi. En segundos, dos agentes me apresaron. No opuse resistencia.
Pasé la noche en una comisaría y luego me dejaron en libertad. Creí que se acabaría ahí, como otras veces, ya que el cuadro permanecía intacto gracias al vidrio de protección. Pero resultó que el marco, de más de setenta años de antigüedad, había sufrido graves daños. El museo me llevó a juicio y me condenaron a ocho meses de prisión.
Me enviaron a la cárcel de mujeres de Wad-Ras. Pasé buena parte de aquellos meses en la biblioteca: acababa de llegar una gran donación de libros y me pusieron a mí a clasificarlos, tal vez porque era de las pocas con estudios universitarios, y a organizar la entrega a las reclusas. Pasaron muchos libros por mis manos, de todo tipo, y tuve tiempo de leer mucho, más que nunca en mi vida, y de pensar y de escribir.
Cuando salí, seguí leyendo sobre cambio climático y activismo social. Contacté y me entrevisté con diversos grupos que estaban realizando una labor extraordinaria a la hora de concienciar a la población, como la gente de Fridays For Future, o los integrantes del movimiento español de desobediencia civil Futuro vegetal. Plasmé todo lo que sabía en un libro titulado El arte de salvar el clima. Dediqué el libro a Astrid, en primer lugar, ya que sin ella nada de esto hubiera pasado, y luego a todas las mujeres luchadoras, libres o presas, que me encontré por el camino. Uno de los capítulos, por supuesto el que más me costó escribir, trata sobre el activismo climático en el mundo del arte.
Algunos días me pregunto qué pensaría Astrid si me viera ahora, dando charlas sobre la lucha contra el cambio climático y escribiendo artículos para la prensa. ¿A qué se dedicaría ella? ¿Seguiría con el arte ecológico? Nunca lo sabré. Mientras escribo esto para evocarla y mantenerla viva en el recuerdo, me doy cuenta de que apenas la conocía. Solo sé que la amé con veinte años, con veintitantos, de la única forma que se puede amar a esas edades, con la idea de que seríamos para siempre.
Un trocito de mí murió con Astrid, pero encontré mi propia forma de vivir.