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Comenzó a quitar los seguros de la puerta deseando que Omar llegara a detenerla. Sin embargo, sabía que si él se le acercaba, el orgullo le daría a Mariana el coraje suficiente para hacer lo que justamente no quería conseguir: abrir la puerta para salir de casa.
En realidad, lo que necesitaba era que Omar le mostrara una vez más cuánto se preocupaba por ella. Pero también Mariana tenía que mostrarle que ella no mentía, que estaba dispuesta a todo y que no iba a titubear, pero no sabía exactamente sobre qué. Dio lo mismo. Omar no llegó a tiempo y se sintió obligada a seguir hasta el final. Salió, cerró la puerta tras de sí y comenzó a caminar.
Afuera, la calle estaba desierta. Acatando las órdenes de las autoridades municipales, que habían declarado el toque de queda, nadie se atrevía a salir de casa al anochecer. Con lágrimas en los ojos, Mariana caminó hacia la avenida más cercana en medio de una guerra que nadie quería pelear. Ni siquiera el terror de lo que pudiera pasarle era tan grande como su orgullo; pero, conforme avanzaba en aquella calle desierta el miedo creció. Lo único que la acompañó en su caminar nervioso fue la necesidad de que Omar se disculpara por quién sabe qué, y el recuerdo de aquella tonta pelea, tan nimia como las otras, que finalmente desembocó en su huida temeraria.
Sacó el teléfono de su bolsillo y le conectó los audífonos. Se los puso y siguió avanzando como lo habría hecho en cualquier otro momento, a una hora razonable, pero no reprodujo la música. Pensó que si alguien se acercaba a hablarle podría usar el ruido como pretexto para justificar su indiferencia. Solo se los puso para evitar ver a la muerte de frente. No obstante, sabía que debía mantenerse alerta por si se encontraba con alguien a media calle. Sobre todo por si ese alguien fuera Omar pidiéndole que volviera. Nada anhelaba más que eso, pero con cada paso que daba se sentía cada vez más víctima de su propia sentencia.
Ningún ruido en la calle salvo el de su corazón taquicárdico. La atmósfera era tan densa que Mariana pensó que la pelea con su novio había salido con ella de casa, o que esa violencia exterior era en realidad el producto de lo que pasaba entre ellos dos.
Qué importa. No había nada más que hacer. Siguió caminando.
Qué pendejo Omar. Qué orgulloso. Prefirió encerrarse en la habitación que seguir hablando con ella. Qué pendeja soy, lo admitió de pronto, porque Omar sí lo había intentado, y si no lo consiguieron fue porque Mariana ya no quiso. O más bien, y para variar, no supo cómo hacerlo. Montada en ese carrusel lastimero de su obstinación, Mariana se aferró a su necesidad de pelear por todo, negándole a ambos la oportunidad de dialogar.
La discusión subió de tono; empezaron a decirse cosas hirientes. Tal vez fue Mariana la que empezó, pero daba igual. Nada sanaría el golpe en el ego por todo lo que Omar le dijo en ese instante. Y cuando él se encerró en la habitación, fue ella la que se sintió atrapada.
Fue entonces cuando decidió salir de casa, iracunda y herida, pensando que no había otra manera de terminar la pelea. Azotó la puerta lo suficientemente fuerte como para que Omar la escuchara, pero también con la suficiente delicadeza por si hubiera alguien afuera, para que no se diera cuenta.
Y por supuesto que Omar la escuchó, igual que había escuchado los reclamos de Mariana en los últimos meses. Pero esa noche decidió no ir tras ella. Realmente la amaba, pero ya estaba cansado de ser él quien siempre tuviera que ceder a sus reclamos para que su relación marchara bien.
Encerrado en aquel cuarto, tan ensimismado en su propio malestar, se olvidó del toque de queda; solo podía pensar en lo injusta que era esa situación. Claro que Mariana puso las cartas sobre la mesa desde el principio: desde los primeros meses de noviazgo fue clara sobre el trastorno que padecía, esa cosa que a veces le arrebataba la mesura y la condenaba a cometer esas estupideces que no podía frenar. Y por supuesto que Omar siempre intentó ser comprensivo para ayudarla, porque sabía que Mariana dejaba de ser dueña de sí misma y, aunque cada vez le costaba más trabajo, lo siguió haciendo en nombre del amor.
Pero incluso el amor se agota, y cuando el pueblo se volvió peligroso y declararon el toque de queda, vivir encerrado con Mariana y sus fantasmas se volvió cada vez más difícil. Ahí, reducidos a las paredes de su santuario que se volvía calabozo, Omar se cansó de ceder y muy pronto su casa estaba habitada por dos monstruos que vivían al límite.
A Mariana la invadía la ansiedad y comenzaba a sentir el mismo vacío en el pecho que la atormentaba desde la adolescencia; luego, el miedo al abandono se apoderaba de ella. Todo comenzaba con un reclamo irrelevante, a los que Omar terminó reaccionando de la misma forma. Así como Mariana dejaba de ser ella cuando perdía el control, Omar poco a poco fue dejando de sentirse él mismo. Él, tan detallista y dedicado, iba perdiendo el interés por resolver el problema. Se le fue agotando la paciencia para poner la otra mejilla. Pronto dejó de importarle en qué condiciones vivían o la hora que era. Se volvió distraído, apático. Dejó de hacerle regalos o escribirle notas; a cambio, la casa empezó a deteriorarse ante la falta de voluntad de ambos de poner orden en sus vidas.
Encerrado en esa habitación, llorando, se preguntó quién podría consolarlo a él. Y mientras pensaba de nuevo cómo le harían para salir de aquel agujero, Mariana había salido de casa para huir de él.
No tenían dinero para mudarse a otro lado. Tampoco podían costear la terapia o comprar las pastillas para controlar los episodios de Mariana. Apenas sobrevivían. La discusión se había vuelto su forma de comunicarse. Y la violencia con que se hablaban cada noche se convirtió en la única cosa que compartían.
Sin más remedio que encerrarse a llorar, Omar se dedicó a escuchar las canciones que le recordaran el amor que sentía por ella. Y es que si lo pensaba bien, no todo estaba perdido; es solo que ya habían llegado a un punto en el que empezaban una nueva pelea cuando aún no terminaban la anterior. Pero más que en el amor, era esa manera violenta de quererse en lo que Omar pensaba mientras escuchaba Borderline, de Madonna, una canción que le recordaba irremediablemente a Mariana. Pero esta vez no era por ella; fue él quien la reclamó como un mantra de vida: «Borderline, feels like I’m going to lose my mind…», la repitió una y otra vez preguntándose cómo podían volver a ser lo que alguna vez fueron, o tan siquiera la mitad de todo aquello por lo que, pese al costo, había decidido amarla en primer lugar.
Con la música sonando por lo bajo, y agotado por el llanto, Omar se quedó dormido. Se desconectó de Mariana y del peligro que corría afuera.
Una hora después lo despertó un golpe en la puerta. Entonces cayó en cuenta de que Mariana había salido de casa en pleno toque de queda. Sintió un dolor tan fuerte en el pecho, quizá como el que Mariana había sentido toda su vida. Abrumado, corrió sin aliento a la puerta de entrada pidiéndole al universo que fuera ella. Prefería recibir uno de sus insultos que una mala noticia por parte de otros. Giró la perilla rogando volver a verla viva y sana, aunque en el fondo, intuyó lo que se encontraría al otro lado de la puerta.