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Enterramos a Erasmo el jueves, después del mediodía.
Su piel, que parecía de una extraña goma, había adoptado una coloración gris verdosa horrenda. Sus pómulos, que muchas veces mordí suavemente entre risas y juegos, ahora parecían dos pedazos de mortadela congelada recién puesta en la sartén.
Sus manitas, que mamá y yo embadurnamos tantas veces con crema de miel para evitar la resequedad en el frío del invierno y la humedad del verano, ahora estaban como hinchadas, dos globos de tamaño curioso que hasta el mismo Erasmo hubiera mordido para ver si les salía alguna sustancia extraña, como a esos muñecos que están llenos de un fluido viscoso que les da una contextura flexible. Las manos de un muñeco de hule, eran iguales a eso, de un color verdoso a gris que comenzaba a descomponerse, inflamándose con su propia agua hedionda.
Lidia, nuestra tonta hermana (como le enseñé a Erasmo que debía decirle para molestarla porque ella parecía estar siempre en otro mundo), la que le abrochaba la chamarra cada vez que bajábamos del camión para ir a la escuela; Lidia, la que había sido la hija más chica, la pequeña, se convirtió en la de en medio cuando nació Erasmo. En poco menos de un año había pasado de ser la menor a tener un hermanito que debía proteger. Eso que siempre le dicen a los menores cuando se convierten en hermanos mayores.
Claro, Lidia no es la mayor ni por error; siempre fue, de cierta forma, la chiquita, y ahora volvió a serlo definitivamente. Ya sin Erasmo, no hay Lidia la de «en medio». Es como si hubiéramos vuelto a los tiempos antes de él, antes de sus ojos rasgados como los de Lidia, antes de su pelo crespo como el de mamá, de sus dientes grandes como los de padre, antes de sus manos pequeñas y torpes como las mías.
Mentira. Erasmo no era torpe con las manos; era listo y muy capaz. Con solo cinco años ya recortaba derechito, derechito, y coloreaba rellenito, rellenito, así como le había enseñado la abuela, y que le aplaudieron las maestras en su escuelita.
Erasmo. Tierno, suave y pequeño Erasmo. Lidia. Ilusa, hermosa y mediana Lidia. Elvira. Torpe, angustiada y mayor Elvira.
Tres preciosos hijos nacidos cada uno en una estación del año diferente para que los árboles y las flores de temporada les brindaran sus cualidades y les enseñaran a crecer. Cada uno bajo un sol diferente, uno más intenso que el anterior, quizás cada hijo más capaz que el anterior.
Mentira de nuevo. Erasmo no demostró ser más capaz que Lidia, o que yo.
A fin de cuentas, enterramos a Erasmo el jueves, poco después del mediodía.
Así que, a la muerte de un hijo, es normal que las cualidades de este deban pasar espiritualmente a sus hermanos vivos, a sus hermanas vivas; es como un tipo de herencia, si es que las cualidades de la personalidad se pueden heredar. Basta con aprender sobre la persona o con comprometerse a ser como ella.
¿Bastará con que los padres recuerden cómo era su hijo muerto?
¿Cómo quedaría el orden entonces? ¿Tierna y pequeña Lidia? ¿Suave Elvira? ¿Muerto Erasmo?
Porque si fuese necesario, yo podría legarle a Erasmo parte de mis cualidades ahora que está muerto; después de todo, no podrían juzgarlo por torpe o angustiado en el panteón o en el más allá. A los muertos no les importa ser tontos, niños, o mayores. Los muertos son muertos, y todas las cualidades que a los vivos les interesan pierden validez o importancia cuando se convierten en muertos. Bajo esta lógica, de primer momento considero que los muertos no pueden ser vanidosos porque la vanidad solo puede expresarse en la vida, cuando puedes ser arrogante y superficial y preocuparte por cosas que en realidad no importan; no como en la muerte, donde todo lo que parecía importante, definitivamente es vano. No hay lugar para las ridiculeces cuando se está muerto, es parte de morir.
Pero, claro, ¿tendría sentido explicarle todo esto a Erasmo, que ya no puede ser nada más que un niño muerto metido en esa caja cubierta de fango y cochinillas? ¿Tiene sentido intentar cuidarlo estando tan lejos de él? ¿Sirve de algo que los vivos se preocupen por los muertos? De cualquier modo ya no hay nada que se pueda hacer.
Erasmo: el querido, el anhelado, el muerto. Su nombre lleno de gracia, su rostro que era pura luz, su ser que era el cielo hecho carne, todo eso, ¿que será ahora?
¡Cuántas interrogantes hay que responder cuando tu amado hermano queda bajo tierra para siempre! Cuando tu hermana menor jamás volverá a ser una hermana mayor, y cuando tus padres ahora son menos padres que antes, y —sientes tú— que jamás podrán volver serlo completamente.
¿Qué soy yo entonces? ¿Soy menos hermana mayor? ¿Soy más hija que antes? ¿Soy el vacío que dejan sus peluches en mi habitación?
Siento que repetiré su nombre toda mi vida, y que Lidia le pondrá así a su primer hijo. Siento que nuestros padres abandonarán aún más la felicidad. Así comienza a sentirse la vida sin Erasmo. Eterna. Vacía. Tortuosamente detenida en este momento.
Atrapado para siempre en ese último grito, su cráneo roto entre mis manos cuando levanté su cuerpecito y lo abracé temblorosa, su vida arrebatada por la velocidad. El dolor agudo que terminó rápidamente, los alaridos de locura de mamá que corrió hasta nosotros; la cara absorta y petrificada de Lidia, la ausencia de papá.
¿Valió la pena apostar la vida por cruzar rápido la avenida? ¿Cuánto costó huir de casa con tus hijos en medio de una noche de tormenta, tras encontrar a tu marido con otra?
Toda la rabia y desesperación, el recelo, el odio y la traición, ¿hubieran sido más tolerables que la muerte de un hijo? Los gemidos de esa mujer, ¿serían menos dolorosos que el sonido de los huesos de tu pequeño quebrándose?
¿Por qué salimos tan tarde esa noche? ¿Por qué, mamá? ¡Si de cualquier forma esa era tu casa, si aún con todo tú eras su mujer, incluso ahora!
¿En qué momento Erasmo soltó mi mano? ¿Y por qué no pude detenerlo antes de cruzar la avenida? ¿Qué tenía yo en mi mente que no me dejó reaccionar: el rostro de esa mujer, su desnudez en la habitación de mis padres, la mirada que cruzaron antes de que mamá nos sacara de ahí?
Ahora que mis recuerdos van en reversa, creo que fue una salida precipitada. Ahora que camino en el cementerio buscando la tumba de Erasmo con la mirada, me doy cuenta de que morir aquella noche, aplastada su cabeza por un auto, fue mucho mejor que quedarse a presenciar el desenlace de esta historia familiar.
Después de todo, ¿qué quedó, además de unos padres destrozados? Dos hijas afligidas, una amante ahora incrustada para siempre en nuestras vidas por la tragedia, y una casa familiar rota; una tumba, un novenario, un rosario y juguetes olvidados por ahí.
¿Qué más quedó que esto sin Erasmo?
Erasmo. Con E de eterno, como le había enseñado que dijera al presentarse, aunque él no comprendiera qué era la eternidad. ¡Qué irónico! Estoy segura de que ahora ya lo sabe.