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«¡Hola, Javier!», grita el público al unísono para darle la bienvenida al niño. Los reflectores que le apuntan al rostro le impiden ver a la audiencia, pero no le importa. No es su primera vez en el programa; se siente seguro. Los presentadores, Charly Morales y Karla Begoña, tan efusivos como siempre, le dan la bienvenida. Charly, con cara de bagre, sonríe rígidamente. Para esta ocasión viste un traje café completamente mojado; los dedos de sus manos, que están unidos por membranas, hacen que tomar la taza del café sea una auténtica faena. Karla por su parte, con su mano tiesa y áspera, saluda al niño, que se ha sentado en el enorme sillón; de sus dedos largos cuelgan pequeños frutos rojos que contrastan con su cuerpo rugoso y oscuro, como el de un tronco. No obstante, su belleza es inexplicable, sobre todo ahora que el follaje que cuelga de su cabeza ya no está amarillo y seco, como en otoño, sino que tiene un color verde intenso que combina perfectamente con su vestido ejecutivo color menta.
Como es costumbre, Charly abre la entrevista.
―Cuéntanos, Javier ¿qué tal va el negocio de la venta de dulces?
―Lo he dejado. Martín dice que el dinero que ganaba es una tontería. Él prefiere que me quede en casa para que cuando llegue le tenga la comida lista.
―¿Y no te molesta pasar tanto tiempo con Martín? —pregunta Karla, que siempre ha mostrado una auténtica preocupación por el niño.
―Casi siempre estoy solo en casa con mis amigos. Nos divertimos mucho. Yo diría que todo marcha bien hasta que él llega. A veces se mete a su habitación y no me habla en todo el día; pero cuando llega ebrio o molesto me exige a gritos que le prepare de comer. Parece que es la única manera en que sabe hablar; así, y a golpes.
―Gritos y golpes. Claro, así es Martín. Dime, ¿has pensado cómo defenderte si un día se sale de control? —continúa Karla.
―Tengo un palo de escoba quebrado a la mitad bajo mi cama; tiene una punta muy afilada. Si lo necesito, lo usaré como mi espada. No necesito crecer para defenderme; solo tengo que ser valiente.
El público se enternece con las palabras de Javier.
―Creo que tu historia lo confirma: es mejor estar solo que mal acompañado.
El comentario de Charly provoca la risa unísona del público, que más bien parece pregrabada.
―Pero es mucho mejor estar bien acompañado —responde Javier de inmediato—. Cuando estaba Julieta esos momentos no eran tan malos
Al decir su nombre Javier pone una mueca triste, y se da cuenta de que no pensaba en ella desde hace un par de semanas. Pero el frío de diciembre provoca que la extrañe, y se pregunta si sus alas ya habrán sanado.
―Pero platícanos más de ella, Javier. Comenzaste a venir al programa tras su partida y aun así casi nunca nos hablas de Julieta. Inténtalo. Es evidente que aún la extrañas —dice Karla tomando las riendas de la entrevista.
Javier sonríe y acepta hablar de ella; el público celebra la decisión del niño.
―Ella era la novia de Martín, una mujer atenta y cariñosa. Siempre intentaba hacerme reír cuando yo lloraba. También era muy bonita. Tenía unas alas enormes que le colgaban de la espalda, pero inservibles; eran delgadas, como las de una libélula, pero rotas y llenas de agujeros. Muchas veces pensé en pedirle que se las cortara; total, nunca las usaba. Ella siempre actuó como si no existieran. O tal vez nunca se dio cuenta de que las tenía. Yo tenía cuatro años cuando llegó a vivir con nosotros; ahora tengo nueve. Bueno digamos que la conozco desde siempre.
La audiencia aplaude las enternecidas palabras de Javier deseosos de escuchar más.
―Ya sabemos que ella no es tu madre, así como Martín no es tu padre. Entonces, dinos, ¿cómo llegaron ambos a la casa de ese monstruo? ¿No encontraron otro lugar para vivir?
El público sonríe con la pregunta incómoda de Charly.
―Martín me contó que mi mamá fue una prostituta que me abandonó al nacer, pero Julieta siempre me decía que eso no era verdad, que no le creyera ni una palabra. Así que ¿cómo llegué con él? No lo sé, pero él me da casa y comida. En cambio, Julieta si conocía su historia. A ella la trajeron a Guadalajara a los doce años. A veces mencionaba de dónde, y cuando lo hacía parecía hablar de un reino mágico, lleno de naturaleza viva y personas hermosas. Creo que era de Guajaca. Me contó que sus padres se la «dieron» a Martín para que le diera una vida mejor, aunque ella siempre sospechó que se la vendieron; un tributo, o algo así dijo. Eso le dolía, podía verlo en sus ojos cada que me lo contaba.
―Sabemos que decidió escapar de Martín, pero ¿por qué no te llevo con ella? Fue algo egoísta, ¿no crees?
Karla le propina un disimulado codazo a Charly para marcar los límites de la entrevista.
―Ignóralo, Javier, no tienes que contestar.
―Está bien. No importa. Quiero responder. Creo que sí quería llevarme con ella, pero no encontró la forma. Cuando bromeábamos con escapar no paraba de hablar de Boca de Tomatlán, una playa cerca de aquí que vio una vez en la televisión. Me dijo que ambos podíamos vivir muy felices en ese pueblito, a la orilla de la playa. Incluso un par de días antes de escapar me dijo que volvería por mí, que resistiera un poco más en lo que ella ganaba algo de dinero. Sus ojos se ponían cristalinos aunque yo no entendía por qué, hasta que una mañana me despertaron los gritos de Martín: «¡pinche puta, me robó la puta de mierda!».
Javier se levanta para imitar a Martín, lo que enloquece al público, que aplaude a carcajadas.
―¿Y cuándo volverá? Porque ya pasó más de un año. ¿Has pensado que tal vez nunca regresará, y que también tú deberás escapar por tu cuenta?
Javier escucha las preguntas de Charly. Se sienta de nuevo en el sillón con la mirada perdida. Por un lado piensa que Julieta lo ha abandonado a su suerte y que no volverá por él; por el otro, en la posibilidad de escaparse de Martín por su cuenta. El silencio se apodera del set. Esta vez Charly ha ido demasiado lejos. Ni siquiera Karla sabe cómo seguir avanzando en la entrevista.
―Basta. Acordamos un límite y hemos llegado. Hasta la próxima, amigos.
Entonces entran al plató dos personajes de felpa de menos de cuarenta centímetros de altura. Uno es un mono araña con un chaleco rojo, sucio y desgastado, y el otro es un oso anaranjado con un solo ojo. Son Tito y Gabo. Javier se alegra de ver a sus amigos rellenos de algodón, que avanzan a la mesa de los entrevistadores. Sus movimientos son como los de cualquier vertebrado. Javier se levanta para abrazar a Gabo, el oso, mientras que Tito utiliza su larga cola para saltar a las piernas de Charly, y le apunta con el dedo a su fea cara de bagre. La escena es tan hilarante que todos comienzan a reír a carcajadas.
De pronto, la puerta principal se abre y el ruido devuelve abruptamente a Javier al interior de su habitación, un diminuto espacio en el que apenas cabe una cama individual. Sobre el viejo colchón, Tito y Gabo muestran inmóviles una enorme sonrisa. Y de un pequeño radio reloj salen las voces de Charly y Karla, solo que ahora hablan de música y el tránsito de la ciudad. Javier esconde a sus dos amigos bajo la cama. Le aterra pensar que Martín pueda echarlos a la basura de un momento a otro, así que prefiere mantenerlos ocultos. Se sienta en la cama y ve los enormes números rojos del radio reloj. Son las diez de la noche. Al leer la hora piensa en Julieta y sonríe, pues gracias a ella se sabe los números y las letras.
Desde la habitación, que tiene por puerta una vieja cortina, se puede ver el resto de la casa, un lugar sucio y lleno de trastos sin valor. De la calle entra una criatura mórbida y grotesca; su enorme cuerpo fangoso lo hacen moverse lento, o eso parece por la oscuridad que lo rodea. Javier no logra descifrar si Martín ahora es un monstruo negro o si simplemente se devora la luz que lo toca, pero tanto sus ojos como su dentadura resplandecen con un blanco tan intenso que lo obligan a bajar la mirada cuando se cruzan. Martín se detiene ante la mesa, exhibe todos los brazos que oculta en su cuerpo, y cada mano deposita encima los botines del día: seis celulares, ocho carteras y un par de tenis usados. Al final coloca la pistola al lado de sus trofeos.
―¡Javier!
El grito recorre como un chorro de agua fría la espalda del niño, que sale rápidamente de la habitación. Sin decir una palabra va corriendo a la cocina. Sabe lo que debe hacer y lo hace, pero algo ha cambiado. En su cabeza se ha alojado la idea de escapar.
―Bienvenidos a La vida de Javier. Soy su anfitrión Charly Morales.
―Y yo soy Karla Begoña. Qué gusto saber que nos acompañan. Y por supuesto, qué alegría tenerte de nuevo con nosotros, Javier. Te extrañamos. Hace ya un par de semanas que no nos visitas, y veo que para esta ocasión vienes acompañado. Cuéntanos ¿por qué están todos aquí?
Hay tres sillones en el área de invitados: en el grande está Javier, y a su lado hay dos pequeños asientos para Tito y Gabo.
―Gracias a ustedes por la invitación. Y Charly, te traje un pequeño obsequio —Javier saca un popote transparente del bolsillo y se lo entrega al presentador—. Así no tendrás que usar más tus manos feas para beber tu café.
El público aplaude entre risas; les encanta la dinámica pasiva—agresiva entre Charly y Javier. Karla también sonríe un poco cubriéndose la boca con los dedos largos y rugosos, de los que le han brotado pequeñas flores blancas. Charly mete el popote en la taza y le da un sorbo; le ha gustado el regalo pero odia quedarse sin palabras.
―Bueno, Karla, el problema es que no logramos ponernos de acuerdo. Tal vez ustedes puedan ayudarnos. Desde la última entrevista no dejé de pensar en escapar, pero debo hacerlo hasta estar totalmente seguro. Así que Tito, Gabo y yo hemos comenzado a idear varios planes. El problema es que para todos necesitamos dinero; ni siquiera sabemos cuánto, pero lo necesitamos, así que el primer paso es tratar de conseguirlo. Pero hay otro problema: desde que Julieta se fue Martín cierra con llave su habitación, y es el único lugar en la casa donde puede estar.
―Para eso necesitamos la pistola —interviene Tito con su voz aguda y algo chillona.
El público exclama sorprendido; Gabo intenta calmarlos meneando sus manitas redondas.
―Por eso vinimos: para que hagan entrar en razón a este simio descerebrado —Gabo mira Tito para reprenderlo—. Robar el arma mientras Martín duerme es la idea más estúpida que he escuchado.
―Solo la necesitaremos para conseguir el dinero, lo suficiente para tomar un autobús e irnos lejos. Así Martín no podrá encontrar a Javier nunca.
―¿Y qué: robamos una tienda, asaltamos un autobús? ¿Te estás escuchando? ¡Le estás pidiendo a Javier que se convierta en Martín y eso no está bien! Existen otras maneras. Tiene que pedir ayuda. Debe haber gente buena allá afuera —dice Gabo ya desesperado por no poder hacerlo entrar en razón, pero Tito responde casi de inmediato.
―¡Claro! Como toda esa gente que pasaba de largo en sus automóviles cuando Javier vendía sus dulces y mazapanes; toda esa gente buena que ni siquiera tuvo la decencia de preguntarle si estaba bien o si necesitaba ayuda. Un niño solo en un crucero siendo objeto de cientos de miradas al día no recibe siquiera una sonrisa; como si fuera un fantasma vagando entre el asfalto y la contaminación. Por supuesto, que le pida ayuda a esa gente buena de la ciudad, ¿cómo no se me ocurrió antes?
Gabo baja la mirada. Sabe que Tito tiene razón: están solos, pero aun así intenta refutar al mono.
―Pero convertirse en un monstruo no es la mejor forma de escapar. ¿Y si lo matan durante el asalto, o si llega la policía? ¡Qué pensaría Julieta si viera a Javier con la pistola de Martín!
―Que piense lo que quiera, la puta esa. Se fue y abandonó a Javier a su suerte. Ojalá que sus alas no sanen nunca.
El público abuchea al mono.
―¡Oye! No hables así de ella —grita el niño señalándolo con el dedo.
―Sí, ella también es solo una niña —añade Gabo—. El único monstruo aquí es Martín. Ella tuvo que escapar para sobrevivir. Hizo cuanto pudo por Javier. No podemos culparla.
―Lo siento, no quise decir eso —responde Tito bajando la mirada—. Es solo que sigo enojado. La extraño mucho —el público se enternece por las palabras de Tito, que agrega ya sin tanta rabia—. Sé que no es la mejor opción, pero si no es de esa forma, entonces ¿cómo? ¿De qué manera Javier podría conseguir el dinero para irnos de aquí?
Se hace un silencio incómodo en el estudio.
―¿Ahora entienden mi problema? —dice Javier señalando con los pulgares a los animales de peluche. El público ríe complacido por el carisma del niño.
―Bueno, creo que por hoy hemos terminado —Charly se despide del público.
―Muchas gracias por estar con nosotros, y nos vemos la próxima —agrega Karla.
Suena la música. Todos se quedan como estatuas. Javier se levanta del sillón para abrazar a Tito y a Gabo, y sacudiendo un poco la cabeza regresa a su cama. Es casi la una de la mañana y Martín no ha regresado. Luego escucha la voz de Gabo en su cabeza.
―Sabes que no puedes dormirte. Tienes que estar listo para prepararle la comida.
―Tal vez no llegue hoy —responde Tito—. Quizás esté con una prostituta. Ya descansa, niño, no va a pasarte nada.
Javier abraza a sus dos amigos de peluche y se recarga contra la pared para mantenerse alerta un par de horas más; teme que si se queda dormido Martín lo despierte con un golpe. Así que lo espera fantaseando con su escape, imaginando esa vida lejos de él en un sitio tranquilo. Sus ojos se cierran lentamente y sus pensamientos se transforman en sueños.
Un portazo lo despierta. Los peluches están a su lado, por lo que, desorientado y agitado, los lanza rápidamente debajo de la cama. El reloj marca las cinco de la mañana. No comprende por qué Martín llegó a esa hora; nunca lo hace. Ve entre la cortina cómo la criatura oscura y fangosa camina agitado por la sala, cargando una bolsa negra de basura que vacía en la mesa. Unos fajos de billetes, que tienen impreso el número quinientos, caen como ladrillos pesados. Martín pone la pistola al lado del botín, toma un fajo y, sonriendo, se lo restriega en la cara. De pronto se detiene; gira la cabeza y clava sus ojos blancos y resplandecientes en Javier, que lo mira parado tras la cortina. Sus miradas se cruzan. Martín desvía por un momento la suya hacia el arma y vuelve a sonreír. Aterrado, Javier comprende; por instinto se mete bajo la cama y se sujeta con todas sus fuerzas a una de las patas. Martín toma el arma y avanza lentamente hacia la habitación. No habla, no grita; solo sigue su marcha.
―¡Ven, Javier! Te prometo que esto será rápido.
Javier comienza a llorar.
―¡Tienes que defenderte! —escucha la voz de Gabo en su cabeza, que también está ahí abajo junto a él—. No tienes alternativa.
―¡No puedo, no puedo!
―No tienes que hacer nada, niño, solo sal de ahí —exclama Martín, al que solo puede verle los pies. Luego se asoma bajo la cama. Javier grita aterrado—. ¡Pinche chamaco idiota, harás que me meta ahí por ti!
Martín se pone bocabajo y le sujeta con fuerza un pie a Javier, que no deja de gritar ni lanzarle patadas. Siente un dolor terrible; el niño resiste el jaloneo, pero sabe que Martín le ganará, que lo hará soltarse de la pata de la cama, que logrará sacarlo de ahí.
―¡Agarra la espada, Javier! —grita Tito señalándola.
Javier ve a su lado el palo de escoba partido por la mitad, el que guardaba para un momento como este, pero el terror no le permite actuar.
―¡No puedo hacerlo! —responde con resignación.
El dolor es intenso, y sus manos están a punto de ceder. En ese momento Tito y Gabo le acercan con sus patas afelpadas el palo, apuntando el pico hacia Martín.
―Lo haremos juntos.
Javier toma el palo con una mano y lo aprieta; se suelta de la pata de la cama y cierra los ojos. Martín jala ferozmente al niño. Se escucha un grito, y luego un gorgoteo. Javier cae al piso sin aliento; se estremece. Aún tiene los ojos cerrados. Después de un rato los abre y ve a Martín tumbado sobre un charco rojo, con la frente contra el piso, el palo clavado en el cuello y la pistola a un lado. Regresa rápidamente bajo la cama para abrazar a Tito y a Gabo. Con sus amigos en brazos intenta adivinar si Martín está muerto, pero sabe que no puede quedarse a averiguarlo. Debe huir a donde jamás lo encuentre.
Javier ve la pistola tentado a tomarla, pero vuelve la mirada hacia Martín y piensa: «no, no quiero terminar como tú». Tito y Gabo celebran la decisión. Sale rápidamente de la habitación y va hacia la mesa atiborrada de dinero. Toma la riñonera de Martín y la llena de billetes suponiendo que con eso será suficiente. Luego amarra a Tito de un cordón de la riñonera y toma en brazos a Gabo. Se para ante a la puerta de salida preparado para salir a la calle, pero algo lo detiene. Vuelve corriendo a su habitación y brinca el cuerpo de Martín. «Casi me olvido de ustedes», dice desconectando el radio reloj, pero para guardarlo debe sacar antes unos fajos. Ya con Charly y Karla a bordo, regresa nuevamente ante la puerta.
―¿Y ahora qué? ¿A dónde vamos? —le pregunta Gabo.
Javier suspira y responde:
―A Boca de Tomatlán, es un buen lugar para comenzar de nuevo. Y quién sabe, quizá podamos encontrarnos con Julieta para vivir esa vida que siempre imaginamos. Y si sus alas aún no sanan, tal vez podamos ayudarla a hacerlo.
Sonríe. Abre la puerta. Afuera, los tenues rayos de luz del amanecer y la calle desolada lo invitan a no voltear hacia atrás.