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Estoy perdido. La calle que tomé para ir a casa me ha traído a otra totalmente desconocida. Intento regresar por donde vine pero cada cierto tiempo los caminos se revuelven creando nuevas encrucijadas. No hace falta que mire las placas porque no entiendo el idioma en el que están escritos los nombres de las calles. Una densa niebla comienza a descender. Tengo miopía y olvidé traer los lentes.
Reviso mis bolsillos. Perdí la cartera y el teléfono. Es de noche y mis faltantes complican más las cosas. Sin teléfono no puedo comunicarme para pedir ayuda. Sin cartera no hay dinero y tendré que caminar quién sabe por cuánto más porque no le preguntaré nada a nadie. No, qué tal que pregunto, me identifican como una presa, me siguen, me asaltan, y como no traigo nada me van a dar con todo para desquitar el tiempo que invirtieron en acecharme. No, que pregunten los que quieren morir.
He caminado mucho. No veo vehículo alguno. La calle está desierta. No hay ni un alma. Todas las casas son pequeñas. Me da la impresión de estar caminando en una gran maqueta.
De pronto tres perros gigantescos me salen al paso. Gruñen. Se les eriza el lomo y me muestran los colmillos. Avanzan hacia mí. Son tres perros y yo fumo como locomotora. De ejercicio ni hablemos. Por eso no me gusta mi pinche nombre: atrae todo lo malo. La culpa es de mis padres. Los culpo a ellos si estos perros me atacan. Es una lástima que no tenga a mano papel y pluma para escribirles una carta mentándoles la madre. A ellos y a estos perros. Uno toma la delantera y se lanza al ataque.
―Quietos —ordena una voz femenina que salió de quién sabe dónde pero qué bueno que apareció.
Los perros obedecen, y con la cola entre las patas desaparecen en la niebla.
Busco a mi salvadora pero no la veo. Agradezco la ayuda y me dispongo a seguir mi camino porque qué tal que ese es su modus operandi: aventar a los perros, salvar la situación, entablar una conversación amistosa, trabajar a la presa y de repente, traz: te caen cuatro o cinco monos que te quitan hasta el aliento. Así le pasó a mi primo, Don Quixote Doflamingo, y el pobre quedó en estado vegetal. Mejor vámonos riendo, mano.
―Oye, ¿cuánto mides? —pregunta la mujer.
―¿Cómo que cuánto mido? —respondo.
―Pues sí, de los pies a la cabeza —puntualiza.
Me doy cuenta de que es una mujer muy pequeña. Estimo que mide menos de un metro.
―Como uno setenta.
―No creo —responde la mujer con los ojos entrecerrados, midiéndome con la mirada—. Yo creo que mides como dos metros.
―¿Dos metros? Favor que me haces.
Doy un paso pero ella me toma del pantalón y ordena que espere. Extiende una cinta métrica más larga que ella, se me acerca y mide hasta donde logra alcanzar; luego se sube a una escalera de tijera que quién sabe de dónde sacó y continúa con la medición hasta llegar a mi cabeza.
―Uno diez… uno treinta… uno sesenta. Perfecto. Tal y como lo sospeché: dos metros. ¿Lo ves? —y señala un punto en la cinta métrica que no comprendo, pues no reconozco los caracteres impresos en el instrumento.
―¿Qué pasó? ¿Cuánto mide? —pregunta un hombre que quién sabe de dónde salió.
El sujeto mide exactamente lo mismo que la mujer. Ya estuvo, ya valí, me digo. Seguramente estos dos bandidos de juguete desenfundarán sus armas y me dirán «arriba las manos, muchacho».
―Dos metros, ¿tú crees? —responde la mujer, que salta de la escalera; el otro la recibe como si no pesara nada.
―No creo —exclama el otro —. Seguro que mide más.
―No, yo creo que mide exactamente los dos metros —agrega otro hombre que quién sabe de dónde salió, y que mide lo mismo que los otros dos.
No sé si debo preocuparme más porque:
A) La mujer me midió.
B) No logro descifrar de dónde salen tantos extraños.
C) Todos miden lo mismo.
D) Todas las anteriores.
―Este debe de medir dos metros. No hay pierde —dice una mujer que se une al grupo y me mira como si yo fuera una imposible partida de damas chinas.
―Ándale. Dos metros y tantos —agrega la mujer que le acompaña.
Cada vez llegan más y más enanos. El grupo se engrosa. Podría tratar de correr aprovechando la ventaja de mis piernas largas que por mucho tiempo fueron la vergüenza de la familia, pero qué tal que al hacerlo me salen más chiquitos y alguno me pone el pie y entonces sí, las cosas se ponen violentas. Algunos traen banquitos y sillas plegables. Otros, mesas sobre las que ponen jugosas viandas hasta que aquello se transforma en un verdadero banquete. Me doy cuenta de que es imposible escapar de ahí.
―Órale, ya llegaron las caguamas —grita un recién llegado que carga una hielera diez veces más grande que él, y la deposita con suavidad en el más largo de los tablones.
El círculo que me rodea rompe filas y cada uno toma un lugar frente a las mesas. Comienzan a beber de forma alocada y hasta vulgar, derramándose encima el sagrado néctar de cebada.
Otro grupo de enanos se dispersa alegremente por las calles de la maquetota, tocan a las puertas de sus vecinos, y «órale, sal, que ya comenzó la fiesta»; entonces los otros sacan más alcohol y comida. Uno de ellos, de largas barbas blancas, coloca unas gigantescas bocinas en lo alto de los árboles, cuya altura es desmesurada si la comparo con la estatura de esa comunidad miniatura. Suena la música.
―Oye, ¿qué música es la que están reproduciendo? —pregunto a la mujer que me midió, que continúa a mi lado y que, como yo, se quedó a observar lo que hacían los demás.
―Está padre, ¿no? Enciende los sentidos.
―No juegues. Está bien rara. Parece música de un ritual.
―No te asustes —exclama y me toma del pantalón para conducirme a una mesa.
Un enano me comparte su caguama. Me niego, pero todos insisten en que me relaje porque «estás entre amigos, mano».
―No te asustes —agrega la mujer diciendo mi nombre de mal agüero. Siento bonito—. Es que muy pocas veces vemos a alguien tan grande como tú. Por eso es la fiesta. Es para ti.
Me doy cuenta de que es realmente bonita. Entonces recuerdo el primer amor que tuve en la primaria.
―Tómale —insiste un sujeto que a todas luces está ebrio.
Pues ya, si me van a hacer algo, que lo hagan. Un trago nada más. Por fin tomo la caguama ante la algarabía de todos los chiquitines.
―¡Salud por el grandote! —gritan y alzan sus botellas con mucha facilidad.
Luego del brindis otro chaparrito evidentemente alcoholizado se me acerca y, arrastrando las palabras, me pregunta que si sé algo de los mexicas y un rito, y el verdadero origen del pozole. Luego dice que unas águilas bien macizas se comían a los guerreros más fuertes del imperio para obtener su fuerza y no sé qué tanto más vocifera. No le entiendo y me desespera. Me enoja que la gente no sepa expresar sus ideas con claridad.
―No lo estés molestando con tus cosas —ordena la mujer que me midió —. ¿Has estado enamorado alguna vez? —me pregunta.
―¿Enamorarme, lo que se dice enamorarme? Pues no mucho. A veces. Me enamoraba por ratitos, pero nada serio.
―Déjense de payasadas. Vamos a jugar a «Cuando el abuelo murió» —dice el enano de barba larga blanca responsable de la música.
Sin que nadie lo note, la mujer me acaricia la pantorrilla y sonríe. El ritmo cardíaco se me va a las nubes.
―Pero yo no sé jugar — respondo.
―No te preocupes, en la primera vuelta tú eres de chocolate.
Pierdo muchas veces de forma consecutiva y bebo sin control en honor del abuelo de quién sabe quién. De pronto me siento en familia y muy cercano a esos desconocidos que me rodean y me muestran afecto y atención. Hacía mucho tiempo que no me sentía de esta manera. Tengo ganas de meter la mano a un lago y sentir con los dedos el fango del fondo. Pienso en la posibilidad de quedarme aquí para siempre. Además, las cosas pasan por algo, y si llegué aquí supongo que existe una razón. Todos tenemos derecho a ser felices aunque sea por un rato, ¿no? O quizá solo me gusta la cerveza bien fría y gratuita.
―¿Dónde está el baño? —pregunto a la mujer.
Ella me mira con ternura, dice mi nombre y yo siento que vuelo, aunque quizá ya estoy borracho, pero no importa: me perdí y tengo derecho a enamorarme. O tal vez solo es vértigo.
―Ven, yo te llevo —contesta ante la mirada cómplice de más de un chiquitín. Quizá ya saben lo que sigue: unos besos y a la cama para que nos hagamos de todo.
Algunos aúllan y aplauden.
―No te vayas a tardar —me exige uno.
―Ya queremos comer —exclama otro, el que me habló del pozole.
―Sí, no se preocupen. Voy y vuelvo —contesto y sonrío.
―Esta es mi casa —anuncia la mujer.
La casa parece de juguete. Debo doblar el cuello para no golpearme con el techo. Ella intenta mostrarme algo importante de una repisa pero a mí ya se me está saliendo la miel de la cajuela. El baño tiene un inodoro diminuto. No hay una sola ventana. Me acomodo como puedo y entonces noto que el rollo de papel será insuficiente.
Estoy mirando mis pies mientras espero a que mi estómago se descargue. Intento acelerar las cosas para tener el tiempo suficiente para el coqueteo y los besos, pero me avergüenzo de pensar en ello mientras estoy en el baño. Busco algo para distraer mis pensamientos lujuriosos y entonces encuentro mi cartera detrás de la cortina de la regadera.
―¿Todo bien? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta.
―Todo en orden —respondo a media voz.
En un primer momento creí que no sería la mía, pero la cartera sí es de mi propiedad. Nadie más podría ser el dueño de estas identificaciones oficiales que me acreditan como el responsable de mi nombre maldito.
Busco una forma de escapar.
―¿Seguro que todo está bien? —pregunta nuevamente la mujer.
Los murmullos se acumulan detrás de la puerta. Me aterroriza pensar en el millar de cabezas pequeñas que espera relamiéndose los colmillos de piraña. La mujer me llama de nueva cuenta canturreando mi nombre de una forma tan peculiar que ahora sí parece una maldición. Vuelve a tocar la puerta y yo pujo; hago como que de verdad estoy cagando para ganar un poco de tiempo, aunque sé que es inútil.
Me siento debajo de la regadera, me llevo las rodillas hasta el pecho y me abrazo como nadie más lo hizo. Así permanezco mientras imagino las sensaciones que podría tener al ser mordido o apuñalado. También pienso en las palabras precisas que escribiría si tuviera papel y pluma pero solo se me ocurre un «chinguen a su madre todos». No sé qué más podría escribir; los golpes insistentes en la puerta, que son cada vez más fuertes, no me dejan pensar. «Sal, grandote; sal a jugar», «sal, que tenemos hambre», «sal y limón, para que sepa más rico».
―No chinguen —les grito y dejan de murmurar—. Yo mido uno setenta, cabrones.
―Ábranse, hijos de la chingada —ordena la mujer con una voz cavernosa—. Voy a tirar esa pinche puerta.
Un golpe descomunal para alguien que mide menos de un metro estremece la puerta.
El baño es tan pequeño que me basta con alzar el brazo para quitar el foco del techo. Lo quito, lo aprieto, y los fragmentos de vidrio me lastiman la piel.
La puerta se viene abajo y los chiquitines se abalanzan contra mí mostrando sus fauces de filosos colmillitos. En un acto reflejo aprieto los músculos, y con mis últimas fuerzas me muerdo brutalmente la mano hasta arrancarla.