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Adelaida se ajustó el moño y comprobó por enésima vez que la costura de las medias estuviera recta, y que el bolso de piel negra que le había prestado su madre contuviera todo lo necesario. Su abuela Custodia nunca había aprobado que tuviera un aspecto desaliñado, mucho menos el día de su velatorio.
Custodia falleció discretamente, algo extraño para una persona tan excéntrica. La encontraron muerta en su cama, con una expresión complacida y las manos agarrando una carta en la que había dejado instrucciones precisas. Parecía un simple infarto, pero tuvo el cuidado de dejar preparada la ropa con la que quería ser velada, y la gran cruz de plata y ónice que siempre llevaba al cuello lucía recién pulida; la misma que llevaba en la familia varios cientos de años. Era como si supiese qué iba a pasar y cuándo, y se hubiera preparado para ello con tranquilidad y eficiencia.
De camino al tanatorio intentó parar de arreglarse de forma compulsiva la ropa, y para relajarse, dejó vagar su mente. Recordó las largas tardes de verano en el pueblo, con sabor a magdalenas del horno de Joaquina y a leche fresca de vaca, correteando por el patio de la casa mientras un rosario interminable de vecinas entraban al salón verde para pedirle consejo a su abuela.
Adelaida y sus hermanas tenían prohibido entrar solas a esa habitación; solo podían hacerlo en compañía de la anciana, ya que solía decirles que algún cachivache de las atestadas vitrinas y estanterías podía llamarlas y quizá no volvieran nunca a ser las mismas. La advertencia las fascinaba y aterraba por igual. Muñecas de trapo rotas o descompuestas, numerosos colgantes con dijes tan bellos como extraños, cristales de todos los colores y formas posibles, libros polvorientos en idiomas desconocidos y cientos de frasquitos con líquidos oscuros y hierbas dentro abarrotaban el salón tapizado de seda verde esmeralda. Era básicamente un museo de lo morboso para tres niñas impresionables y con la imaginación disparada.
Su parte favorita de la habitación era la mesa del centro: redonda y de madera maciza. Su abuela siempre le contó que fue el regalo de una gran amiga de su juventud. El tapete de terciopelo púrpura que la cubría siempre la relajaba: cogía una esquina y la frotaba hasta que Custodia le advertía que la electricidad estática la dejaría frita como a una croqueta.
Recordó con una sonrisa nostálgica la dulce firmeza que usaba su abuela al hablarles. Se negaba a tratarlas como tontas solo por ser pequeñas, pero siempre tenía una palabra de aliento, un abrazo y una infusión reconfortante para aliviar los raspones de rodillas o el mal de amores. La única vez que se enfadó con ellas en serio fue cuando Adelaida convenció a sus hermanas de entrar solas al salón verde; se puso el chal y los anillos que la anciana usaba para atender a las vecinas y pretendió leerles las cartas. El fuerte olor a lavanda de la prenda todavía le hacía cosquillas en la nariz.
En el pueblo se sabía que la hija mayor de los González, alternadas las generaciones, nacía con un don que siempre se manifestaba alrededor de los diez años. Pasaba de abuelas a nietas como un intrincado bordado en el que cada niña, ya convertida en matriarca, añadía su propio decorado. Custodia fue precoz, y con siete años ya le advertía a su madre que vendría una tormenta o que algún animal del corral se enfermaría antes de que ocurriese. Pero no Adelaida, que era la mayor de sus hermanas. Nunca manifestó clarividencia ni adivinación, ni tan siquiera telequinesis. Era absurdo, pero nunca había tenido un presentimiento o una premonición en sus veintinueve años de vida. Para ella fue una decepción; para su abuela, un alivio.
Las mujeres de la familia estaban abocadas a sacrificar sus vidas para ayudar a los demás. Fueran o no las primogénitas de su generación, todas quedaban viudas a los pocos años de matrimonio, como si un poder superior solo se asegurara de que tuvieran descendencia para luego fulminar a sus parejas. Accidentes de tráfico, derrames cerebrales, cáncer…, su propio padre había perdido la vida cuando un palé con sacos de cemento le cayó encima en la obra en la que trabajaba. Adelaida apenas tenía cinco años, las gemelas uno. Su madre llevó la pena con un estoicismo teñido de resignación. Como todas antes que ella, se vistió de luto y no rehizo su vida jamás. No estaba en su sangre.
Custodia pensaba que al pasar de los siglos el don se había agotado, y estaba en paz con ello. Por fin las muchachas de la familia podrían llevar una vida libre, sin la pesada carga de arreglar la de los demás sobre los hombros. Fue deseo de su abuela que, para mantener el halo de misticismo, la cremaran antes de que se produjera el velatorio. En la carta dijo que nadie debía ver su cuerpo.
La mañana fue terriblemente larga. La gente pasaba en una procesión inagotable para tocar la urna con las cenizas de Custodia, como si fueran una reliquia, y le daban el pésame a cada miembro de la familia presente en el salón. Adelaida no se encontraba bien. Pese a que el tanatorio les había prestado uno de los salones más grandes, la cantidad de gente que no dejaba de entrar y salir, más el fuerte olor de las decenas de coronas de flores que habían llegado, la sofocaban.
Se sintió mareada; las manos le picaban. Con una inclinación de cabeza se excusó, cogió su bolso y salió en busca de los baños. Notó un escozor extraño en la garganta; la bilis le subió por el esófago. Apenas llegó con el tiempo justo para vomitar ruidosamente en uno de los excusados lo que parecieron todas y cada una de las comidas que había ingerido en las últimas dos semanas.
Agarrándose al marco de la puerta, se levantó del suelo; asqueada, se apoyó en el lavabo para enjuagarse la boca. No fue sino hasta que se miró al espejo que logró ver la cruz de plata y ónice colgada en su cuello. La misma cruz que su abuela nunca se quitaba. La misma cruz con la que la habían cremado, siguiendo sus indicaciones.
El pánico aguijoneó el estómago de Adelaida. Se dijo a sí misma que debía haber una razón lógica por la que la joya ahora estaba en su posesión. Echó mano al bolso de piel negra para coger un pañuelo y lo notó más pesado que cuando entró al tanatorio. Sabía que si lo abría encontraría el mazo de cartas preferido de la anciana, el de los arcanos repujados en oro y la caja de marfil.
Respiró lentamente para mantener la calma, reteniendo el aire y volviéndolo a soltar. El corazón le latía desbocado. No podía volver en ese estado al salón en el que los González velaban a Custodia; tuvo que disimular. La cruz le quemaba, pero no tanto como su teléfono, cuando lo tomó del bolsillo de la rebeca, lleno de llamadas perdidas del número de su marido.