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No fue un acto planeado sino el acontecimiento que le dio sentido a mi vida. Antes de esto, mi único objetivo era irme de casa, tomar un bus que me llevara a alguna playa y desde un risco arrojarme al abismo del mar. Es mi muerte favorita. Morir como una de esas mujeres admiradas por su belleza, pero afectadas por los nervios, que para ser eternas se suicidan de alguna forma excéntrica.
Ya sé que al mirarme se dirá usted a sí mismo, con una voz llena de sarcasmo, que yo soy todo menos bella. Seguro señala mi carne pegada al hueso, los prominentes nudillos que se asoman como ciruelas en mis manos, mis ojos de pez que flotan en la isla diminuta que tengo por rostro, y mire bien esto, mire mis dientes de orangután, genuina herencia de mi padre. No diga nada, usted no es ni el primero ni el último que inspecciona mi rostro de esa manera porque no sabe elegir cuál es la parte más horrorosa.
Cuando era niña, mis compañeras me picaban con cualquier objeto llamándome simio peludo, escondían cáscaras de banano dentro de mis cuadernos y me arrojaban agua porque decían que así tal vez desaparecería el engendro de la bruja que tuvo el valor de expulsarme de sus entrañas.
Los ojos, señor policía, son las ventanas por las que se reconoce al diablo en cualquier persona. Pero desde niña, avergonzada por lo grotesco de mis facciones, aprendí a mirar hacia abajo. Reconocía a las personas, no por su cara sino por sus zapatos. Por eso siempre fue tarde para huir. Por eso no pude evitar la cuchilla afilada que abrió la primera llaga en mi espalda. La camisa manchada de sangre, el grito de la inspectora llamándome mocosa estúpida por no prevenir el ataque y la consecuente disculpa de Inés frente al comité disciplinario, en la que aseveró con una sonrisa ingenua que creía que la hoja era de plástico. Al llegar a casa mi madre me dio una paliza arrolladora porque odiaba reconocer en público el parentesco que tenía conmigo. Sí, ya sé que no logra concebir que una mujer tan hermosa como ella haya parido a una criatura como yo. Nadie puede explicárselo, salvo mi abuela, que predijo que si huía con el profesor de física, veinte años mayor a ella, se preparara para la desgracia que vendría.
Y así fue. Ni bien quedó encinta, el hombre la abandonó para regresar con su familia. Después la abuela enfermó de cáncer y murió dejándola con un montón de deudas y una casa tan llena de ratas a las que preferimos ponerles nombre para habituarnos a su presencia. La rata favorita de mi madre era una blanca y enorme, de ojos rojos, a la que bautizó como Elena, y a la que cuidó hasta su muerte como su verdadera hija.
A la hora del almuerzo le colocaba su plato en el comedor, y Elena bajaba somnolienta de la habitación de mi madre, trepaba por la silla y comían en silencio juntas, limpiándose el hocico entre ellas para mantener la pulcritud.
Está de más decir que mamá no me permitía estar junto a su rata. Mis dedos pequeños y torpes podían lastimarla, señor policía. Elena lo sabía; si me acercaba a ella crispaba los pelos, chillando desconsolada, como si yo fuera un depredador. Entonces mi madre venía corriendo, y con el látigo de trenzar, otra herencia de la abuela, batía su furia en mi espalda, mis piernas y caderas. Nunca en el rostro. Se cuidaba de no alterar la fealdad de mi cara. La fealdad del cuerpo es una marca que debemos cargar solo quienes hemos salido deformes desde el vientre.
Por las noches solía pararme tras la puerta de su habitación y escuchaba las palabras tiernas que entre sollozos mi madre le decía a la rata: «ratita bonita, blanca criatura, ojitos de cereza, pequeña mía», y la rata chillaba como un bebé que sabe cómo dominar a su cuidador. Su chillido se filtraba en mis sueños y ahí soñaba que yo era un ratón que se escabullía por las tuberías, hasta que una de mis patas se quedaba adherida en una lámina de melaza. Mientras luchaba por liberarme, la piel se me deshilachaba de los músculos. A medida que el tegumento se desprendía de mis miembros percibía un olor apetitoso que me hacía babear por la desesperación. Hambrienta, buscaba el origen y lo encontraba en mis costras infectadas; entonces me tragaba con éxtasis los pellejos de la cinta, la carne que poco a poco se disolvía en mi estómago, las vísceras que afloraban como jugosos filetes. Al final del banquete apenas quedaba el esqueleto putrefacto de lo que alguna vez fui.
Anote con fuerza las palabras en su libreta, señor policía. Subraye la frase mientras se dice mentalmente «aquí fue cuando empezó todo». Pero se equivoca, señor policía. Usted se equivocó desde el primer momento en que se convenció a sí mismo de que yo era la culpable. Desde que vio a mi madre en camisón lila neón transparente ignoró la llamada a emergencias de la niña con dientes que se le salen de la boca. Me dejó petrificada detrás de la puerta sin saber cuál sería el próximo movimiento de la reina rata.
Quiere que me calle, ¿verdad? Ese día mi madre se despertó con el demonio metido en la vagina, como sucedía cada mes, y se le escurrió entre las piernas en forma de sangre, como cada mes. Y era mi cuerpo de excremento el que pagaba, como cada mes. Solo que aquella ocasión fue un poco más lejos… Mire mi pierna deformada; eso, desvíe la mirada y regrésela enseguida para comprobar el nivel de daño. Anote en la libreta «mentirosa compulsiva» como lo hizo su compañero, porque es imposible que una mujer fea como yo diga la verdad. Es imposible que una mujer con dientes de choclo sea inocente, o en todo caso la víctima de una escultural como ella. Usted sabe que no miento. Usted recuerda la llamada que hice a emergencias para ser liberada de la trampa mortal que me consumía la existencia.
Pero no perdí la vida, señor policía. Perdí el alma con cada golpe, con cada quemadura, con cada esguince a causa de las patadas. Con cada maltrato sentía cómo el corazón se me hacía un témpano y todo en mi interior parecía una habitación gélida. Todo estaba frío. Todo era hielo del amor congelándome.
Las ratas viven tres años, señor policía. Sin embargo, Elena vivió más. Su cuerpo empezó a hincharse, el pelo se le cayó en algunas partes y en los ojos una mortaja blanca le impidió volver a ver. Lejos de tenerle asco, la adoración de mi madre creció. La consentía con papillas, le tejía vestidos y gorritos a su medida, y por la noche la arrullaba hasta que la maldita rata se quedaba dormida.
Conmigo sucedió lo contrario. Me puse más flaca, pero no por genética, señor policía. Considero que si ella me hubiese alimentado mejor con el dinero que obtenía haciendo aquello innombrable, al menos habría heredado sus formas femeninas. Pero me daba las sobras, la miseria que quedaba del plato de su ratita. Y cuando le rogaba por algo de comida se reía de mí y me gritaba, henchida de odio, que yo ni siquiera podría vender el culo por la cara que tenía.
El desenlace empezó a gestarse a medida que la carencia de alimentos, la edad y la falta de higiene se hizo más evidente en mi cuerpo: mi espalda engendró una prominente joroba a causa de permanecer inmóvil por obligación en un taburete de la terraza. Así impidió que saliera y que mi existencia fuera la causa de las mofas que recibía en la calle por mi culpa; los dientes se me cariaron y mi pelo se hizo un estropajo a causa de su última prohibición: que no usara sus productos de aseo personal. En mis extremidades creció un vello grueso y gris, quizás un síntoma de desequilibrio hormonal.
El día de los hechos le pedí a mi madre que me llevara al doctor o que al menos me acercara a una sala de urgencias; para ese momento el cansancio por el hambre había menguado casi todas mis fuerzas, y en lugar de sentir lástima me dio una cachetada y me preguntó si no tenía piedad por ella, que ya hacía suficiente con soportar mi monstruosa existencia en la casa.
No tuve ánimo para llorar, señor policía, ni tuve ánimo para arrastrarme ni suplicarle un poco de compasión para su hija. Después de insultarme como lo hacía siempre, mi madre fue a la sala y puso a todo volumen canciones de José José mientras gritaba a la ratita lo hermosa que era, que nunca se muriera y que había matado al pollo de la vecina para alimentarla.
Estaba a punto de dormirme cuando escuché que mi madre pegó un alarido y le imploró a su rata que no la dejara sola porque su vida no tenía sentido sin ella. Bajé despacio las escaleras, la vi inclinada sobre el cadáver de la rata, y a medida que me acercaba la escuché mascullando una oración en donde le pedía a dios que también se la llevara. La rata estaba vestida con un jersey de lana; esa visión me causó tanta gracia que lancé una carcajada. No pude parar aunque ella me gritó que me callara. No pude parar cuando me asestó un trompón en la boca que hizo que las muelas que aún quedaban en mis encías salieran volando, cayendo en la boca de la ratita. No pude parar a pesar de que me dio una patada que me echó al suelo, ni cuando se me escapó un poco de bilis por los labios. No pude parar cuando me golpeó contra el suelo una y otra vez; yo me seguí riendo hasta que perdí el conocimiento.
Cuando desperté mi madre estaba recostada en el suelo con una botella a su lado. Dormía profundamente y sollozaba cada tanto llamando a su ratita. La observé y por primera vez me pareció fea. Tenía la piel demacrada; en los pómulos se le advertían unas arrugas; tenía aftas en la boca, pellejos y pocitos de sangre; su vientre ya no estaba plano, sino que era un globo a medio hinchar; la piel de su cuello le colgaba como si ya no pudiera sostenerle la belleza que se mantiene en un cuerpo durante cierto límite de tiempo. ¿Usted lo notó, señor policía? Cuando recogió el cadáver, ¿a poco no se dijo a sí mismo cómo envejeció? Eso le impidió sentir pena por ella, ¿verdad? Por eso le arrojó encima y con rapidez la sábana: porque ya no había nada que admirar, ¿verdad?
Acaricié su rostro endurecido, le vi sus yemas quemadas y amarillentas por la nicotina de los cigarros, puse su mano en mi cara y simulé una caricia, la caricia que jamás tuve de ella. De repente abrió los ojos, y al verme sintió asco. Quiso agarrarme del cabello, pero con lo ebria que estaba solo manoteó en el aire. Me preguntó con desdén por su rata y me culpó por su muerte, porque mi presencia enturbiaba el ambiente y la rata necesitaba un lugar tranquilo para seguir sana y viva. Me dijo que se las pagaría, que ya vería la forma de cobrarme la partida de su ratita. Entonces agarré el cadáver de Elena; fue ahí cuando mi madre pasó de la rabia al asombro y me exigió que la soltara. Al intentar levantarse, se tambaleó y cayó en la mesa de cristal de la sala, que se reventó bajo su peso. Aún aturdida y casi inconsciente me advirtió que dejara en paz a su rata. Le pregunté si tenía hambre. Madre no respondió. Hacía un gran esfuerzo por mantenerse despierta. Yo sí tengo mucha hambre, fue mi siguiente oración, y tomé uno de los vidrios del suelo. Tengo mucha hambre, repetí, y le abrí el vientre a la rata. Madre encrespó los ojos y sus pupilas se dilataron como si contemplara la escena de una película de terror en donde se descubre al verdadero asesino. Saqué las vísceras de la rata y me comí su corazón. Pero esto no sacia, ¿verdad?, y me acerqué a ella, que ahora lloraba y no acertaba a decir ninguna oración; solo movía la boca como si dijera «mi ratita», pero del horror la voz se le quedó pasmada en algún lado. Te saciará a ti, madre, sonreí enfrentándola como nunca lo hice. Solo a ti, y con el filo del vidrio le tajé la comisura de los labios. ¿Qué se siente la fealdad?, exclamé y le metí el cadáver de su ratita en la boca. Olí la sangre que brotó de sus heridas y se me escurrió la saliva. La mordí, mastiqué, engullí; a medida que deglutía logré entender lo que era sentirse bella. ¿Qué sintió cuando reparó en el brazo sin la mano que le tocaba el miembro erecto, señor policía? No hace falta que me amenace, usted era uno de sus clientes más asiduos. No se preocupe, no lo delataré porque estoy segura de que ahora sí querrá ayudarme. Solo responda esta pregunta: ¿por fin soy más bella que mi madre?