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Mientras sube las escaleras, Ángela se da cuenta de que se le han resecado las manos por primera vez en años. Madrid es demasiado seco. Asciende los tres pisos restantes escuchando el retumbar de sus pasos. De pequeña le gustaba ir a las zapaterías con su madre para agarrar los tacones de mujer, como si fueran sus muñecas, y golpear las suelas contra el suelo solo para oír el ruido que hacían. Ahora, cuando los usa, el zapateo suena diferente. Más sucio, quizás.
En el salón, el sofá tiene la funda mal puesta y la mesa está sin quitar. Simón también está como siempre: con los cascos que lo coronan, las gafas sucias y la risotada que lo acompaña siempre, y que nunca tiene que ver con ella.
—¿Has puesto la lavadora?
—¿Qué? No, ¿qué? ¡Calla, que no es a ti! Oye, que estoy en llamada. ¿Quieres saludar a estos?
—Me voy a duchar.
Ángela se queda sentada junto a la bañera sin poder desnudarse. Las piernas le pesan muchísimo. La suela de las botas se está despegando, pero las rebajas se han acabado ya; tendrán que aguantar.
El gato entra por la puerta, le olisquea los dedos y se tumba en el suelo a lamerse. Ángela intenta recordar la última vez que el gato durmió con ella. Hace el amago de acariciarlo, pero él le bufa.
Sin quererlo, Ángela recuerda que Simón no decide nada con la casa, salvo que el gato esté ahí. Ni los muebles, ni el barrio, ni que tuviera ascensor. Por eso no le sorprende que no haya puesto la lavadora, ni que no haya fregado la sartén; llevan seis meses viviendo juntos y todavía no ha ocurrido algo así. Igual con el gato, que lo prefiere a él, que no duerme con ella desde entonces. Qué ordinarias pueden ser las utopías a veces.
—Ángela, ¿has cenado? —Simón ya no entra a los cuartos sin llamar antes a la puerta, pero Ángela nunca le ha preguntado por qué.
—No.
—Guay. Me ha dicho Marcos de ir a un sushi, ¿te vienes?
—Puedes entrar, si quieres.
Simón sonríe. Siempre sonríe, aunque no le apetezca. Ángela está tranquila: ella conoce las mentiras de su novio mejor que nadie. Incluso mejor que las suyas.
—¿Qué haces ahí, loca? —Simón deja de sonreír.
Las mentiras tienen las patas cortas, como dicen.
—Estoy cansada. Ha sido un día eterno. Y aburrido.
Simón la coge de las manos y la ayuda a ponerse en pie. Él trabaja en casa, lleva en pijama todo el día. Ella apenas se quita la ropa de calle; ni siquiera se ha quitado la bufanda, acaba de darse cuenta. La pone en el lavabo y el gato comienza a jugar con los hilos de lana. Simón no se percata de nada de esto.
—Va, date una ducha y nos vamos con Marcos, que son veinte minutos en metro.
—Yo pensaba hacerme una ensalada…
—Espera, que ya me está llamando —Simón se lleva el móvil a la oreja y suelta otra estridente carcajada—. ¿Tú qué, no aguantas dos minutos sin mí? Que sí, se lo acabo de decir a esta… ¿Tú qué crees? ¡Van a caer cervezas y lo que haga falta! Que sí, que invito yo, hombre, que enseguida me llega la nómina.
Ángela no puede mirar a su novio. En cambio, no despega los ojos de sus botas.
—Angie. Eh, Angie —Simón le hace señas para que se meta a la ducha—. Dale, que Marcos es un pesado —esto se lo dice a Marcos, no a ella, y vuelve a reír.
Simón sale del baño y el gato lo sigue. El gato siempre duerme con Simón, aunque se acueste tarde. Él nunca se va a la cama cuando lo hace Ángela. Suele quedarse frente al ordenador después de cenar, y siempre se acuesta cuando Ángela se ha dormido. Ya en la cama, la despierta, hacen el amor rápidamente y se duermen en lados opuestos de la cama. El de Ángela es el de fuera, para levantarse sin molestar a Simón.
Ángela se queda sola en el baño. Abre el armarito del lavabo y busca crema hidratante, pero ya no le queda. Coge su móvil y lo apunta en la lista de compras que actualiza demasiadas veces. Tiene mensajes sin leer de Candela, del grupo de trabajo, de su madre, de su prima Lola, de Pedro Clase y de Dani. No lee ninguno. Madrid tiene demasiada gente.
Ángela se quita la ropa y la va dejando en el bidé. Se mete en la ducha. Tarda un minuto y medio en salir. Empapada, se mira en el espejo. Le cuesta recordar cuándo fue la última vez que llevó el pelo largo.
—Simón —llama, pero no hay respuesta—. ¡Simón!
Silencio. Abre la puerta del baño y lo vuelve a llamar con insistencia. Simón aparece a la tercera vez, como san Pedro.
—¿Qué te pasa? —dice molesto.
—¿Me puedes traer una toalla, por favor?
—Vale, pero no me grites.
—No me oías.
—Estaba cambiándome.
—El piso no es tan grande.
Simón no responde. Vuelve con la toalla.
—¿Te pasa algo? —Simón arruga la nariz.
Ángela se seca el cuerpo sin tapujos. A Simón ya no le interesan sus tetas.
—No, ¿por?
—Estás de mala hostia.
Ángela frunce el ceño.
—No.
Simón se encoge de hombros.
—Bueno, vístete, que yo ya estoy. Le digo a Marcos que vamos saliendo.
—Simón.
—¿Qué?
—No me has dado un beso desde que llegué.
Simón se queda congelado. Le da un beso a Ángela. Ella los recuerda mejores: más cálidos, más cariñosos. Simón le pellizca la nariz.
—Si era por eso, haberlo dicho antes. Corre, que no llegamos, bicho.
Simón se va. El gato se asoma al pasillo y lo sigue al salón.
Ángela se rasca el cuello. La piel también se le ha resecado ahí.
Madrid es demasiado seco.
Ángela entra a la habitación. La cama está sin hacer y del cesto de la ropa sucia sobresale una sudadera de la universidad donde han estudiado ella y Simón. La sudadera de Ángela está en su lado del armario, bien doblada.
Ángela tira la toalla a la cama y, desnuda, se asoma al altillo subida en la silla. Alcanza una maleta pequeña, la pone en la cama y comienza a llenarla con lo que hay que llenarla. Lo hace con tranquilidad: es el momento más relajado que ha tenido en todo el día. Se pone su sudadera y se calza las botas: definitivamente, aguantan otro año.
Cuando sale al pasillo Simón se levanta del sofá. Se queda inmóvil cuando la ve.
—¿Y eso?
—Simón, me voy de casa.
—¿Qué? —Simón sonríe—. Estás de coña, ¿no?
Simón se ríe a carcajadas. Solo sabe reírse.
—Ha sido buena, lo admito. Anda, vámonos ya.
—Voy a quedarme en casa de Dani unos días. Lo necesito.
Simón deja de sonreír.
Ángela no recuerda la última vez que ha hecho callar a su novio.
—Cuida al gato, ¿vale? Ya hablaremos.
Simón no responde. Ángela sale del apartamento. Sus botas retumban por los pasillos del edificio haciendo algo de eco. Las ruedas de la maleta son su única compañía.
Se recuerda a sí misma pasar a por crema hidratante de camino.