Apoya a Cuentística
Perdí mi trabajo en la pandemia. Durante ese par de años encontré varios empleos temporales como repartidor, tutor online y jardinero. También, uno de mis amigos me llamaba ocasionalmente para ayudar a su tío a hacer mudanzas. Era algo modesto, necesario en realidad, y la paga no era tan mala.
Esa vez, Sergio me mandó un mensaje: «Qué pasó, hermano. Oye, tenemos un trabajo mañana a las ocho. ¿Vienes?».
Llegué a su casa. Ya todos estaban en la calle. Pregunté a dónde iríamos y su tío me dijo que cerca del centro de la ciudad, a un edificio donde rentaban departamentos sencillos para estudiantes.
—Solo tengan cuidado con Pepe Pillo, porque con él se pierde el dinero —dijo Sergio.
—Y contigo, porque se pierde la ropa —contestó José.
Su tío nos vio rápidamente a todos.
—Cuando lleguemos, no quiero que empiecen con bromas. Este trabajo es serio. No vamos a hacer una mudanza, vamos a vaciar una casa.
Ni Sergio ni yo entendimos, pero José supo de inmediato de qué hablaba.
—¿Es la que me dijo ayer, don Blas? ¿Entonces sí nos tocó a nosotros? —preguntó.
—Nadie más quiso ir —contestó el tío—. Además, dicen que es de mala suerte. Vamos a limpiar la casa de una muchacha que murió. Quiero que todos se comporten, por favor. Llegamos, sacamos todo y nos vamos. Si alguno de ustedes empieza a jugar, se va, y a ver dónde consigue trabajo entre tanta enfermedad. Eso igual va para ti, José. No quiero tonterías.
Todos asentimos en silencio. Sergio y yo nos metimos en la parte de atrás de la camioneta. Al frente iban José y el tío de Sergio.
Llegamos a un edificio con fachada blanca. La puerta principal era estrecha, al igual que las escaleras. El tío le ordenó a José que tomara las medidas en cuanto empezamos a subir. Nos detuvimos en el tercer piso, en el primer departamento de la derecha. La puerta era blanca también. El tío metió la llave y giró la perilla. Entramos, y nos detuvimos para observar. La habitación estaba caliente.
—Bueno, pues empecemos —dijo el tío.
Cada quién se fue a un lugar. Yo fui a la cocina. Lo primero que vi fueron los platos sucios en el fregadero. Verlos ahí me desconcertó. La barra y la estufa tenían manchas de grasa. Primero puse los pocos trastes limpios en una caja. Luego tomé la esponja y empecé a fregar los sucios.
—¿Qué haces? —me preguntó José.
—Lavo los platos —le contesté.
—¿Para qué? —me dijo.
Lo miré; no supe qué responder. Él tampoco dijo nada, pero me dio una bolsa de basura. Me clavó la mirada y salió de la cocina. Vi la bolsa en el suelo y metí los platos sucios y los vasos percudidos. Encontré una taza con una marca de labial y mis pensamientos empezaron a rodar. Me pregunté qué tipo de muchacha habría vivido ahí; tal vez podría saberlo poniendo atención a los detalles. Primero deduje que su boca debió haber sido pequeña y delgada, pero luego pensé que tal vez solo se había terminado su bebida a pequeños sorbos. Dejé que mi imaginación me llevara más lejos, y empecé a especular sobre su vida.
Las cajas iban apilándose en la entrada. Sergio lanzó una bolsa grande al suelo.
—¿Cómo vas? —le pregunté.
—Pues bien. El baño está hecho un desmadre. Todo está regado. Aquí solo metí algo de ropa y las toallas. Vine por otra caja para las cosas de limpieza, pero me da asco tocarlas.
—¿Por qué?
—Problemas míos.
—Lo que no sirva se va a la basura —alcanzó a decir José, después de poner otras cajas cerca de la puerta.
—Como digas, jefe —contestó Sergio.
José se detuvo y le lanzó una mirada para desafiarlo. Sergio mantuvo una expresión de burlona pasividad. Por un momento creí que ambos al fin se enfrentarían, pero por suerte el tío de Sergio apareció para pedirle a José que lo ayudara a bajar los primeros muebles. Sergio y yo nos quedamos para empacar lo que faltaba.
Fui al dormitorio para vaciar los cajones. El primero tenía ropa interior. Me sentí un poco incómodo, pues creí incorrecto hurgar en las pertenencias de otra persona. El segundo cajón guardaba los brasieres, y el tercero más ropa interior, aunque no entendí por qué estaba separada de la demás. En el proceso fui encontrando algunas cosas guardadas en el fondo, como un par de carteras con dinero, fotos en bolsitas con estampados, condones, un diafragma, toallas íntimas, tampones, rastrillos… Tuve que sacar del enorme closet sus blusas, abrigos, chamarras, pantalones y algunas playeras acomodadas en la base. Por el tamaño de sus prendas me di cuenta de que era bastante delgada y bajita. Bueno, yo soy alto pero no tan alto. Tal vez pudo haberme llegado abajito del hombro.
La cómoda estaba repleta de maquillaje. Por mero ocio examiné todas las botellitas y frascos, aunque solo reconocí cremas y labiales, y muchas brochas con las puntas espolvoreadas con diferentes colores. Con el brazo abarqué todo lo que pude y jalé para que cayeran dentro de una bolsa. Los cajones contenían más cosas: toallas, productos para el cabello, joyas... Había un mar de piezas de bisutería, además de plumones, papel y lapiceros; tomé con las manos todas las cosas que pude y las arrojé dentro de otra bolsa. Despegué con cuidado las fotos del espejo y les quité la cinta adhesiva de la parte de atrás. En todas aparecía siempre la misma muchacha acompañada por distintas personas; así supe que había sido ella la que había muerto. Busqué una bolsa pequeña para guardarlas junto a las demás. Luego encontré una lista con unas cuantas cosas tachadas.
Tener más tiempo para mí
Hacer ejercicio
Leer más
Comprar ropa
Ir de vacaciones con Mónica a España o a Veracruz
Visitar a mis padres más seguido
Aprender defensa personal
Comprar lentes nuevos
Ahorrar para el fin de año
—¿Qué es eso? —me preguntó Sergio.
—Es una lista de pendientes —le contesté con toda naturalidad.
—A ver —me la quitó para examinarla—. ¿Leer más? La chava tenía un buen de libros en el librero de la sala. No entiendo para qué quería tantos. Algunos todavía tienen el plástico.
Me devolvió la lista. Como no supe qué más hacer con ella, la arrojé a la bolsa de basura.
—Oye, mi tío anda muy callado. ¿Qué crees que le haya pasado a esta chava?
Sin dejarme responder, Sergio agregó:
—Mira lo que me encontré –sacó una navaja suiza grande de la bolsa de su chamarra .
—¿Dónde la encontraste?
—Estaba escondida entre los libros, al fondo del librero.
José entró a buscarnos, y al vernos con el rostro serio, preguntó:
—¿Qué están haciendo?
Al descubrir la navaja en la mano de Sergio, que intentó meterla de nuevo en su bolsillo, volvió a preguntar:
—¿De dónde la sacaste?
—Estaba en el librero —contestó Sergio protegiendo su hallazgo.
—¿Y qué haces revisando sus cosas?
—Qué te importa. Además, esto está raro. ¿Tú sabes qué le pasó? —preguntó Sergio.
José volteó a verlo y después pareció meditar su respuesta.
—Por lo que entendí, la mataron —dijo, y volteó a ver la puerta entreabierta.
—¿Y por qué mi tío no nos dijo nada?
—Por decencia, o por respeto, supongo. No sé. Es lo que creo. A veces no entiendo la forma de pensar de tu tío. Además, si yo me hubiera muerto, no me gustaría que los que vacían mi casa lo anduvieran adivinando.
—Pero si no nos dice, es peor.
—Sí —dijo José—, pero de todas formas no me gustaría que hablaran de eso. Ya morí, ya déjenme tranquilo. Pero, bueno, hay que terminar. Apúrense.
Bajamos las bolsas con las cosas a la camioneta.
Subimos de nuevo al departamento. Ahora solo faltaban los muebles, que no eran muchos ni muy grandes. Nos tomó poco tiempo y esfuerzo bajarlos, excepto por la base de la cama, con la que tuvimos que maniobrar en el primer descanso de las escaleras. Volvimos una vez más para verificar que no se nos olvida nada. Sergio aplaudió un par de veces para escuchar el eco del departamento vacío y sonrió.
Ya en la calle, su tío nos dijo:
—Hay que ir a entregar las cosas. Está algo lejos. Les voy a pagar el tiempo. Vámonos para acabar temprano.
Condujo por cuatro horas hasta un pueblo que yo no conocía. Llegamos a una casa con un enorme zaguán negro. José bajó primero y tocó una campana que servía de timbre un par de veces. Nos abrió un muchacho más o menos de nuestra edad. Cruzaron algunas palabras y después lo dejó entrar. Sergio y yo veíamos el zaguán desde la parte trasera de la camioneta. Recordé las fotos y traté de recordar a la chava.
José y el muchacho abrieron el zaguán e hicieron una señal para que el tío metiera la camioneta al garaje. Ya dentro, empezamos a bajar los muebles. Mientras lo hacíamos, José dijo:
—Vamos a dejar las cosas en el cuarto que está al fondo del patio. Me voy a adelantar para abrirles la puerta.
Y fuimos metiendo las cosas una a una de manera automática. Empezamos con los muebles; después, las bolsas. José cerró el cuarto con llave, se la devolvió al chavo y se dijeron algo más; José recibió un sobre y se estrecharon las manos. Al final nos hizo otra señal para salir de ahí.
En el camino de regreso ninguno de nosotros habló: estábamos muy cansados. Sergio y yo aprovechamos para dormirnos en la parte de atrás de la camioneta, usando nuestras mochilas como almohadas y cubriéndonos con las chamarras. No nos enteramos de nada hasta que regresamos a la ciudad.
Un par de meses después pasé de nuevo por el edificio de fachada blanca, y vi varios letreros de «se renta» colgados de algunas ventanas. Tardé un poco en ubicar cuál de todos había sido el departamento que vaciamos. En ese par de años se vio ese letrero por todas partes.