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Cae la tarde detrás de la ventana. El sol araña el cielo, que sangra arrebolándose. Abajo, la vista se extiende por las vastas hectáreas de tierra herida por las espinas de los huizaches, y casi por accidente se topa con uno que otro maguey, vestigios de lo que fue la hacienda pulquera más grande de la región.
Al interior del salón, el ambiente se está agrisando. Es la hora exacta en la que el vacío en mi pecho cava más profundo y se llena de una sensación de soledad y sinsentido. Miro alrededor y siento el peso de cada ladrillo sobre mis hombros y mi espalda. Me tumbo exhausta entre un montón de muebles polvosos, alfombras raídas, lámparas de cristal que perdieron hace muchos años el brillo, y un penetrante olor a encierro.
Pienso en Dolores, mi madre. Ella no tuvo hermanos, por lo que heredó toda la hacienda, pero jamás regresó desde que su padre murió, poco antes de que cumpliera la mayoría de edad. Después de eso, la hacienda quedó en el más rancio de los abandonos. Viví con ella hasta que pude valerme por mí misma. Aprendí a sobrellevar nuestra relación sin tensar demasiado la delgada cuerda que nos unía, evitando detonar sus largos silencios, y sin sacudir ese algo que mantenía una cordialidad teatral, capaz de darnos momentos de alegrías encorsetadas. No supimos la una de la otra más que lo necesario. De mis abuelos solo me contó que él murió cuando ella era joven y que mi abuela lo hizo a causa de un embarazo mal logrado. Así que decidí que era mejor dejar el pasado entre las paredes de piedra de la hacienda, cubierto con el polvo que los años han tenido a bien depositarle.
Con la muerte de mi madre, la carga de esta propiedad recayó sobre mí. Me pareció una pena que tanto espacio quedara improductivo; entonces determiné que otorgaría en comodato el casco de la hacienda a una asociación para que se instalara una casa hogar. A mi novio Josué le molestó mi decisión; le parece que mi sentimentalismo me condena a desperdiciar una gran oportunidad para hacer negocios, «alguna inversión, ¡algo! en vez de andar de hermanita de la caridad», dijo. Pero este no es un asunto que le incumba. Él ahora está de viaje en el extranjero, ocupado en sus negocios, a miles de kilómetros de mí y de esta hacienda suspendida en el tiempo. Se fue después de entregarme un ostentoso anillo de compromiso.
Antes de firmar el comodato y entregar la hacienda, decidí echar una ojeada a ese pasado nebuloso que siempre se me negó develar. Intento enterarme del estado de las cosas y poner a punto esta casa para que cumpla su nueva encomienda. Así que estoy aquí tirada, mirando las vigas del techo, y con un anillo de compromiso adosado a mi falange como un apéndice ajeno a mi cuerpo.
Comienza a caer la noche; enciendo unas velas. Bordeo el patio central apoyándome en las columnas de cantera que sostienen la planta alta de la casa, y subo por las escaleras de piedra hacia la recámara que fue de mi abuela Esmeralda. Ni siquiera me preocupo por sacudir la cama, que chirría cuando caigo en ella. Los párpados me pesan…
Una luz borrosa se filtra por mis pupilas resecas. Abro los ojos. Tengo mucho calor, aún dentro de esta inmensa habitación. Creo que ya pasa del mediodía. Me froto la cara para terminar de despertarme. Ahora sí, percibo todo lo que no logré notar la noche anterior: estoy segura de que esta cama de latón medio oxidado fue preciosa décadas atrás. El piso está cubierto, casi en su totalidad, por una alfombra polvosa. También hay un mullido sillón de lectura en una de las esquinas, y al fondo de la recámara, un enorme ropero de caoba tallado por las manos de algún maestro ebanista y que ha resistido indemne el implacable paso de los años. Es increíble cómo pueden unirse en el mismo mueble tanto la majestuosidad que le da su gran tamaño, como la finura del tallado de hojas de monstera, liquidámbar, y de delicadas flores de especies diversas. Al abrirlo me encuentro con una rica colección de vestidos de alta costura, zapatos, tocados, cajones llenos de joyas y un último cajón cerrado con llave, lo que me intriga. Voy por el tremendo manojo de llaves que me dio el abogado tras la lectura del testamento e intento dar con alguna que encaje en la pequeña cerradura, pero ninguna parece similar. Frustrada, aviento lejos el llavero, que cae cerca de la cama. Hace un ruido sordo, y hueco.
Golpeo el piso alfombrado con el llavero. Es inequívoco: esa baldosa está sobre un espacio vacío. Me percato de que la alfombra está zurcida en ese punto casi imperceptiblemente. Bajo corriendo al salón principal olvidándome del cansancio del día anterior. Agarro las tijeras que dejé tiradas en el comedor y, presta, vuelvo a subir a la habitación. Corto el zurcido, y bajo la alfombra descubro la baldosa; tiene la esquina despostillada, lo que me permite levantarla lo suficiente para meter la mano. Encuentro una lata fría y oxidada. La saco con cuidado y alcanzo a leer «Royal. Polvo para hornear». Me tiemblan las manos y siento el corazón palpitando en mi sien, con el éxtasis de quien encuentra un tesoro que nunca buscó. La abro y descubro una llave pequeña. Miro por un segundo la cerradura del cajón. ¿Será posible? Es demasiada coincidencia. La pruebo; queda perfecta. Apenas puedo creerlo. Un hormigueo me corre por todo el cuerpo, y se intensifica en la palma de las manos. ¿Debo hacerlo? El hormigueo ahora me agujerea la boca del estómago. ¡Por qué no! Giro la llave. Dentro, solamente hay un relicario y una caja forrada de terciopelo; la abro: hay un anillo de oro blanco con una enorme esmeralda. Casi por impulso me lo pruebo. Me queda perfecto en el dedo medio de la mano derecha. Si bien es hermoso, ¿por qué lo ocultaron con tanto cuidado si hay otras tantas joyas de valor guardadas en los demás cajones? No lo comprendo, pero lo contemplo por un rato.
Creo que el ayuno y el calor han comenzado a afectarme. El cuerpo me pesa, pero sobre todo la mano derecha. ¿Qué pasa? Apenas puedo moverme. Todo gira y se me aleja. Veo brumoso. Creo que voy a desmayarme…
No sé qué me pasó. Entorno los ojos queriendo ver a través de la bruma, que se disipa poco a poco. Intento moverme; me cuesta, pero lo consigo. Sigo mareada, y veo con extrañeza el lugar. El latón de la cama brilla como si fuera nuevo; un dosel de tul y orillas de tisú la rodea. Los colores vino y azul de la alfombra resaltan, libres de polvo. Un candelabro corona la habitación. Lo único que no cambió es el ropero, que conserva su exquisitez. Por la luz cobriza que entra por la ventana, deduzco que otra vez está atardeciendo.
Sé que me desmayé. ¿Se pueden tener visiones durante el desmayo? Me muerdo el labio inferior con fuerza y me duele; percibo el sabor ferroso de la sangre. No, no parece un sueño. Tengo miedo. Brinco de un sobresalto cuando de pronto, y como un vendaval, entra sollozando una muchacha de cabello oscuro, piel morena clara y ataviada con un vestido como los que encontré en el ropero la noche anterior; llorando, se deja caer en la cama y aprieta su cara contra una almohada. ¿Qué hace esta mujer aquí?
—¿Quién eres? —pregunto con voz temblorosa— ¿Cómo entraste?
No me responde. Sigue entregada a sus lamentos.
—¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte? —le pregunto alzando la voz para llamar su atención.
Nada. La joven no repara en mi presencia. Llora con un desconsuelo tan amargo que me estremece y me trae la congoja por la ausencia de mi madre. No la irrevocable ausencia de su muerte, sino esa que siempre me hizo sentir culpable de su desdén y amargura; esa ausencia que se exacerba todos los días durante el ocaso y que cava un vacío en mi pecho al que ya estoy acostumbrada, pero que sigue siendo un dolor sordo, anestesiado pero presente. Por primera vez desde la muerte de Dolores puedo llorar.
Cuando terminamos, la habitación ya está a oscuras. La joven enciende una vela, y se seca las lágrimas. Mientras se cambia de ropa por una mucho más sencilla logro ver que en el dedo medio de su mano derecha lleva puesto el mismo anillo que yo. ¿Cómo es posible? ¿Y quién es esa muchacha? Apenas alcanzo a preguntármelo cuando entra una mujer de baja estatura y ataviada con una blusa de manta y un rebozo gris.
—¡Asunción! —exclama la joven sonriéndole—. Creí que no vendrías.
Levanto la mano para captar la mirada de Asunción, pero tampoco puede verme. Soy, en el mejor de los casos, un fantasma para ellas.
—Eso es lo que debería haber hecho, niña Esmeralda: no venir. Si se sigue yendo así, su tata se va a dar cuenta. Y entonces sí, ¡la que se nos va a armar!
—No va a pasar nada si tú me sigues ayudando, Asunción. Nadie va a darse cuenta. Dime, ¿ya todos se durmieron?
—Sí, niña —responde Asunción con un gesto de resignación.
—Bueno, ya sabes: nadie puede verme cuando vuelva.
Ambas mujeres salen de la recámara; Esmeralda sostiene una vela que apenas da luz. Mi miedo se ha convertido en curiosidad. Las sigo procurando no caerme. Bajamos por las escaleras de piedra, bordeamos el patio central y vamos a la cocina. Esmeralda cruza la puerta de servicio que da al patio trasero y sale al campo siguiendo la senda que apenas se alcanza a ver con la luz de la luna. Vacilante, sigo sus pasos.
La vereda conduce a la orilla de un arroyo que lleva poca agua. Y ahí, de entre las sombras de un mezquite, sale un muchacho de piel morena, con camisa de manta, chaleco de cuero y un sombrero de ala ancha.
—¡Esmeralda! ¡Viniste! —dice el joven.
Esmeralda se arroja a sus brazos y permanecen así por un rato. Él la besa con ternura en la frente y luego en los labios.
—¿Por qué lloras?
—No pude evitarlo, Pablo, ¡no pude! Me resistí: dejé de comer, lloré, supliqué y hasta lo maldije, pero mi padre no ha cedido. Incluso, me amenazó. Le ha prometido mi mano a don Andrés, pero ya sospecha de lo nuestro. Si no te ha matado es por la estima que mi padre le tuvo al tuyo.
—Huye conmigo, Esmeralda. ¡Vámonos lejos, a donde nadie nos encuentre! Vámonos esta misma noche.
—Nos van a encontrar. Todos nos conocen en la región. Y si nos encuentran…, entonces sí, mi padre o don Andrés te van a matar. No puedo irme contigo, Pablo. ¡Perdóname!
Pablo llora en silencio, disimuladamente.
Despierto con una jaqueca como nunca antes la había sentido, con los labios resecos y la vista nublada. Contemplo confundida la habitación empolvada. Me las arreglo para acercarme al cajón donde encontré el anillo; abro el relicario y encuentro un par de fotografías insólitamente impecables y bien resguardadas del tiempo. Reconozco los rostros serenos de mi abuela Esmeralda y de Pablo.
Aturdida, desorientada y con la cabeza revuelta, me pregunto: ¿estoy loca? ¿Habré tenido un sueño muy vívido? Mis pensamientos se mezclan, confundidos y excitados; no sé qué siento ni tampoco lo que debo creer. Una parte de mí pugna por asimilar que en verdad he visto un momento del pasado que por fin me dará la oportunidad de entender por qué mi madre nunca quiso hablar de sus padres, o por qué, después de toda una vida, apenas estoy pisando la casa donde vivió la familia, y con un poco de suerte podré comprender su amargura y frialdad. La otra parte cree que definitivamente es el cansancio, las emociones que me remueve esta casa y la falta de comida las que me han jugado una mala pasada. Solo atino a bajar para servirme un poco de agua y pan con mermelada.
Ha pasado un día y no he dejado de pensar en lo que vi; quisiera descifrar qué pasó con Pablo, Esmeralda y mi abuelo. Pero a la vez, no creo que un sueño o una alucinación puedan darme las respuestas que necesito.
Tampoco he vuelto a usar el anillo. Me debato entre quedármelo o guardarlo para siempre. Por la tarde, luego de otra jornada intensa de limpieza, vuelvo a subir a la recámara y lo veo: es tan hermoso y tentador que no lo dudo y me lo pongo otra vez en el dedo. Pero me desilusiono porque no caigo en ese sueño profundo. ¿En serio creí que esta gema puede abrir un portal al pasado? Suelto una risita en honor a mi ingenuidad, pero igual conservo la joya en mi dedo, y me pierdo contemplando sus cortes angulosos. Así me paso un largo rato hasta que por fin me convenzo de que todo ha sido un truco de mi cerebro. Quizás mis ansias por encontrar respuestas me llevaron a tejer la historia que necesito de mi abuela y usé el anillo como punto de anclaje.
Con la mente hecha un torbellino, bajo al patio para calmarme, pero de pronto siento una fuerte opresión en el pecho; casi no puedo respirar. ¡Necesito aire!
Abro los ojos en medio de una espesa neblina que poco a poco comienza a disiparse. Los rayos del sol, entre dorados y cobrizos, iluminan el patio. Percibo un ligero viento otoñal. Lo apacible de la tarde se quiebra cuando oigo los gritos desesperados de Esmeralda, que ahora está encinta. La veo correr detrás de un hombre que, a pesar de su avanzada edad, su espeso bigote y cabello cano, otrora blondo, es apuesto y vigoroso.
—¡Andrés, no! ¡Te lo suplico! Por lo que más quieras, por nuestra hija, ¡no lo mates!
—¿Nuestra hija? ¿Cómo sé que Dolores es nuestra y no de ese… cerdo? Y ese vástago que esperas, ¿también es de él? —Andrés escupe odio y saliva entre sus palabras.
—Te lo juro, Andrés. Son nuestros hijos. Mira, tu hija te está viendo, ¡por favor, no lo hagas!
Andrés voltea a donde una niña rubia, peinada con dos trencitas y que no pasa de unos ocho años, lo mira petrificada y con los ojos llorosos. La niña, de pie en una esquina del patio, sostiene un ramito de flores silvestres.
—¡Métete a la casa, Dolores! ¡Obedece, niña! —vocifera Andrés.
Dolores no se mueve. Andrés vuelve a ver a Esmeralda.
—¡Yo te quería, Esmeralda, y tú ensuciaste mi nombre! Lo hundiste en el fango de ese arroyo —dice, y se dirige con determinación al portón de entrada.
Esmeralda alcanza a su marido y lo toma del hombro para detenerlo, pero él la empuja con furia contra una columna del patio central. Esmeralda pierde el equilibrio. Grito. Intento socorrerla, pero es inútil. Cae de espaldas y su nuca golpea la base de la columna. Un instante después brota la sangre. Su gesto se petrifica en una angustia que será eterna. Algo se rompe en mí y el hueco en mi pecho se hace todavía más grande y doloroso, como si viviera al mismo tiempo todos los ocasos de mi vida.
Andrés corre a donde está el cuerpo de su esposa, se agacha y la toma. Desesperado le implora que reaccione. No hay respuesta. Entonces, lanza un grito de impotencia:
—¡Pablo! ¡Te encontraré!
Andrés se va, fuera de sí.
Dolores sale de su trance, suelta el ramito de flores y corre para abrazar el cuerpo inerte de su madre. Llorando, se recarga en su voluminoso vientre por última vez.
Apenas puedo creer lo que acabo de ver. El hueco en mi pecho se agranda ante la escena de mi mamá llorando en el regazo de su madre muerta. Muerta no: asesinada. Quiero abrazarla, pero el cuerpo no me obedece. Solo puedo tomar un mirasol de un morado profundo que yace en el suelo con una liviandad que casi lo hace parecer suspendido en el aire.
Despierto aturdida, en medio del patio, adolorida por mi caída en el piso de piedra, llena de congoja y confusión. Lloro y tiemblo de impotencia. Pensar que en mis venas corre la sangre de Andrés me produce asco. Recuerdo la mirada vacía con la que siempre vivió Dolores. Y viene la rabia: no fue culpa de Esmeralda, ni de mi mamá…
Pero me aguijonea la duda: ¿puedo asegurar que lo que vi fue real y no solo una alucinación o un sueño, producto de mi desgaste físico y emocional? Justo cuando estoy pensando en esa posibilidad, bajo la mirada para ver que en mi mano izquierda se asoma un hermoso mirasol morado.
Desde esa tarde, no volví a ponerme el anillo de Esmeralda. También le devolví el anillo de compromiso a Josué. Me convencí de que era el momento para que el dolor añejo que se arraigó en mi familia, y que aún me apolilla el espíritu, sea, si no expulsado, al menos transitado para tratar de sanar mis heridas…, quiero aprender a sostenerme a mí misma.
Unas dos veces al mes regreso a la hacienda porque me gusta visitar a los niños y dar un paseo por el campo con ellos, hablar con sus profesores y cuidadores, y asegurarme de que las vidas que crecen aquí tengan un espacio digno y cálido para existir. Justo ahora veo correr por el sendero que lleva al arroyo a una niñita rubia que me sorprende por su inagotable energía y vivacidad; siempre va peinada con dos trenzas. Se llama Esperanza y le gusta cortar mirasoles.