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Me sentía sofocada en un camino circular infinito, esperando encontrar el hallazgo que me llevara, por fin, a ese momento que me diera un poco de paz. Una vida entera dedicada al estudio de animales extremófilos había tenido en mí el efecto opuesto al que había buscado cuando, en mi entusiasta juventud, decidí investigar sobre las criaturas que viven o vivieron confinadas en los sitios donde nadie pensaría que pudiera prosperar la vida. En ese tiempo, la idea de desentrañar lo insólito me sedujo al pensar que un día lograría lo que pocos o ninguno habían logrado, y que cada nuevo proyecto, además, sería sinónimo de emprender una excitante aventura hacia lo ignoto. Pero después de algunas décadas, si bien he tenido la fortuna de ver lo que algunos solo han sido capaces de acariciar con la imaginación, mi soberbia me hizo pensar que cada hallazgo no era más que una variante de lo mismo. Y esa misma soberbia, que aniquiló mi capacidad de disfrutar la esencia de mi trabajo, fue la que me empujó a seguir haciéndolo extraordinariamente bien: ya había construido un nombre que pesaba en las esferas académicas y tenía que sostenerlo. No me iba a permitir desviaciones ni nada que me impidiera llegar al brillante culmen de mi carrera profesional.
Entonces, llegó cuando creí haber visto todo. Era un día abominablemente rutinario cuando lo vi por primera vez. Si bien estaba ocupada, mis pendientes se limitaban al escritorio: enviar informes sobre mis avances y terminar la escritura de un artículo para registrar una nueva especie de una familia de animales abisales. Amida, mi asistente técnico, tocó ansiosamente la puerta de mi estudio para llamar mi atención. Cuando volteé a verlo solo atinó a decir con voz entrecortada:
―Tiene que ver esto.
Llevaba tiempo extrañando la verdadera acción, así que esos modos tan impropios de la ecuanimidad de Amida excitaron mi curiosidad. Me puse la bata y bajé al laboratorio. Cuando abrí la puerta, mi mirada se dirigió magnéticamente a la mesa metálica de trabajo.
Tras el primer vistazo, tardé un tiempo en comprender su extraña fisonomía. Estaba ahí, desparramado sobre la mesa, con su cabeza casi sin frente, un par de ojos diminutos y mezquinos, una nariz prominente y rasgos angulosos. Era espantoso. Sin embargo, el matiz cálido de su piel me resultó casi hipnótico, como una sensación inalcanzable que solamente pudiera rozar a través de la vista. Y yo, por primera vez en muchos años, me llené de preguntas ante un posible hallazgo al que no podía dar crédito.
Si era lo que estaba pensando, tendría que demostrarlo con argumentos robustos. Ese tipo de aseveraciones pueden encumbrar o destruir la reputación de cualquier científico. No había lugar para dar pasos en falso. Se trataba de un animal del que se tenía muy poco conocimiento a partir de un escasísimo registro fósil. Muchos aseguraban que el material que documentaba su existencia era falso, fabricado por un grupo de sensacionalistas. Los pocos que creíamos en alguna posibilidad de que fueran reales pensábamos que ya no había ejemplares vivos, ya que habían sido víctimas de una extinción masiva originada por los cambios bruscos en la composición y la dinámica de su biósfera.
Pero este ejemplar no estaba fosilizado y, aunque pareciera imposible y su cuerpo estuviera entregado a una languidez absoluta, ciertamente estaba vivo. Su pulso era débil para percibirlo con mis dedos, pero su amplio tórax se expandía y se encogía casi imperceptiblemente, aunque de forma esporádica.
―Este sitio es muy frío. Prepara la cámara térmica y disminuye la concentración de oxígeno. Si es lo que pienso, no está adaptado a una atmósfera tan oxidante como la nuestra —ordené con brusquedad a mi asistente.
―¿Qué pretende hacer, doctora? No estamos seguros de lo que sea. ¿Y si es peligroso?
Volteé los ojos, exasperada, y Amida comprendió de inmediato que no era prudente distraerme con tonterías. Introdujimos a la criatura en la cámara y monitoreamos sus signos vitales.
―¿Quién lo halló? —pregunté.
―Lo trajeron las Brigadas Especiales.
―¿Dónde lo encontraron? —inquirí después de escrutar sus patas con la mirada, llenas aún de turba y trozos de musgo.
―Estaba tirado a la orilla de un lago congelado, muy cerca de una cueva. Era el único.
―La única, Amida. Es una hembra, espero que lo hayas notado. ¿Quién más sabe de la existencia de este ejemplar?
―Solo los agentes que la encontraron. ¿Quiere que pida las unidades de cuidado animal? Se ve muy débil.
―Vamos a solicitar a dos expertos. El de cuidado animal y un etólogo. Tenemos un probable ejemplar vivo de una especie que creíamos extinta. Será interesante aprender sobre su comportamiento.
―De inmediato los llamo para que nos los envíen…
―No te molestes —lo interrumpí tajante—. Lo haré yo misma para solicitarle al director que comisione a sus mejores expertos. Por el momento, necesitamos absoluta discreción en este asunto hasta que no tengamos datos concluyentes.
La repugnante criatura comenzó a responder poco antes de que llegaran los expertos. Straj, el veterinario, la monitoreó durante dos días hasta que recobró por completo la conciencia. Sus diminutos ojos eran escalofriantemente claros, y después de observar el entorno se le inyectaron de sangre. Comenzó a proferir tales alaridos que parecía que esas ondas sonoras terminarían por perforarnos el cráneo, eliminando cualquier rastro de cordura en nuestras mentes. Su frecuencia era tan alta que hizo retumbar las paredes de vidrio de la cámara térmica que la resguardaba. Chocando unos con otros por el aturdimiento, nos las arreglamos para salir del laboratorio. Le ordené a Amida que consiguiera de inmediato unos audífonos aislantes de ruido para proteger de esos infames lamentos a cada miembro del equipo.
Cuando volvimos a entrar, la alimaña se golpeaba contra las paredes intentando salir. La escena fue funesta. Al cabo de un rato, comenzó a sangrar y Straj determinó suministrarle un tranquilizante para evitar que siguiera haciéndose daño. Aprovechamos el efecto para hacer la caracterización física de la criatura. Tomamos sus medidas, que revelaban una capacidad craneana tan pequeña que me impresionó, de apenas la mitad de la que tienen los más ancestrales vertebrados vivos en la actualidad. Junto con Odril, el etólogo, preparamos un monitor de actividad cerebral. Cuando su cuerpo estaba terminando de metabolizar el calmante, comenzó a lanzar manotazos con una fuerza inusitada. Rápidamente volvimos a introducirla en la cámara térmica, donde se autoconfinó en una de las esquinas, hecha un ovillo.
El monitor cerebral sugería una actividad violenta y desordenada, de limitada estructura e inteligencia. No había indicios de que ese esperpento pudiera presentar capacidades superiores de comunicación, menos aún de tener algún tipo de sentimiento. Pero eso, por supuesto, tendría que respaldarse con una investigación bien estructurada para obtener datos vastos y plausibles que le darían a este naciente equipo multidisciplinario un sinnúmero de publicaciones científicas que consolidarían, al fin, mi reconocimiento mundial.
Después de una larga jornada de trabajo, regresamos a casa. Excepto por Straj, que aún no creía que la criatura pudiera quedarse sin observación, y decidió pasar la noche en el laboratorio, solo por si acaso. Y yo, mientras tomaba una copa reclinada en mi sofá de piel, me preguntaba de dónde surgía mi repulsión hacia esa criatura. No sabía si eran los mechones de pelo que brotaban de su cabeza o las vellosidades de su sexo. O el color y la tibieza de su piel, tan diferente del verde grisáceo y la frescura de nuestro cuerpo, que nos distingue a las especies superiores.
Durante varios meses continuamos con las caracterizaciones. Exploré todos sus parámetros físicos. Conté sus dientes, medí su cráneo y sus extremidades. Le hicimos estudios de sangre y del genoma. Poco a poco entendió que, si se calmaba, sufriría menos durante las sesiones de trabajo; incluso nuestra necesidad de utilizar los audífonos disminuyó. Nos entregó su voluntad a nosotros, que enarbolábamos los más altos principios de la ciencia, esa magna construcción colectiva, la más loable de todas. A final de cuentas, y a pesar de la aversión que me provocaba, nuestro trato hacia ella era ético: limpiábamos su cámara con regularidad, le dábamos alimento balanceado e invariablemente tenía agua limpia; la ejecución de la toma de muestras era siempre cuidadosa y, cuando se alteraba en exceso, recurríamos a los tranquilizantes para evitarle sufrimiento innecesario.
Un día, mientras Odril hacía sus observaciones, ocurrió algo insólito: la criatura se acercó a la pared de cristal desde la que él la observaba y apoyó la palma de su mano. Odril chasqueó con la lengua para captar nuestra atención sin alterar a la criatura. Una lágrima rodó por su rostro, que estaba deformado en un gesto que casi pudimos interpretar como de tristeza. Con uno de sus dedos se apuntó al pecho y dijo repetidamente una palabra: María. Ninguno de nosotros dio crédito a lo que veía.
Esa escena removió algo dentro de mí. O, mejor dicho, dentro de nosotros. En todo lo que restó del día permanecimos en silencio. Di salida al equipo más temprano que de costumbre para quedarme a solas con ella.
Me acerqué a la cámara, apoyé mi mano en el cristal y ella hizo lo mismo. Mi palma medía, por mucho, la mitad de la suya. Nos miramos fijamente a los ojos. Se señaló nuevamente el pecho y repitió: María. Su mirada ya no emanaba el miedo instintivo de una criatura confinada. Descubrí su añoranza y resignación. Me quité la bata y el resto de la ropa para que pudiera mirar cómo éramos quienes la habíamos mantenido en cautiverio. Señalé mi pecho y dije varias veces: Fenan. María se desplomó en llanto.
Regresé a casa pero no pude dormir. Fue esa noche cuando entendí que no eran sus ojos diminutos ni su vello corporal ni sus manazas lo que me horrorizaba. Lo que no toleraba eran nuestras evidentes semejanzas que me empeñaba en negar. Todo aquello que era María, y que yo era también: una hembra cautiva, ella por nosotros, y yo de mí misma. A ella la aprisionaban las paredes de cristal de la cámara térmica; a mí, mi voraz necesidad de llegar más lejos que cualquiera, y mi nulo derecho a equivocarme. Y también odié que evidenciara mi falta de agudeza y sensibilidad al asumir que mis objetos de estudio eran solo eso: objetos. Al anularlas, maté las posibilidades de comprender la complejidad de las demás entidades y, más aún, su esencia.
Al día siguiente volví al laboratorio. Odril había llegado inusualmente temprano. La cámara térmica estaba abierta y vacía.
―Se escapó. Llegué y la puerta estaba abierta… —Odril atropellaba sus palabras; no podía verme a los ojos.
Clavó la mirada en sus botas, que parecían envueltas en un cataplasma de turba y musgo.
―Doy fe de que se escapó, Odril. Inexplicablemente burló nuestros sistemas de seguridad. El laboratorio está en la planta baja: seguro que pudo salir por una ventana —le respondí con absoluta ecuanimidad.
Cuando llegaron Straj y Amida, les informé de la fuga de la criatura.
―Queda prohibida cualquier fuga de información, equipo. Lo que requiera saber Brigadas Especiales, se verá directamente conmigo. Se dan por finalizadas las investigaciones. Hagan el favor de regresar a sus unidades base.
Nadie rechistó ante mis férreas instrucciones.
Cuando Straj y Odril estaban saliendo del laboratorio acompañados por Amida, quien les ayudaba a trasladar sus pertenencias a sus vehículos, giré la última instrucción al equipo:
―Y recuerden: ¡Homo sapiens no existe!