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G. PUCCIO VEGA
1
Fue un día inolvidable en el hospital.
Recibió la caja imaginando que encontraría el regalo de una admiradora anónima o de un paciente agradecido. A pesar de la esperanza que Saúl albergaba, lo que abrió destruyó lo que más amaba.
Sin duda, fue un día inolvidable en el hospital: mediante un sofisticado mecanismo, la caja activó una pequeña explosión a escala en la aséptica pieza.
Y ¡bum!, Saúl sobrevivió pero se quedó sin manos.
2
Saúl era cirujano cardiovascular, un as del bisturí que tenía la misión de cortar con delicadeza. Su admirable pulso salvó decenas de vidas.
Quedarse sin manos arruinó su carrera.
3
Hasta la fecha no ha logrado averiguar quién fue el autor intelectual de su desgracia. Al principio lo poseyó un ferviente deseo de ubicar al repartidor encargado de la entrega para quizá planear una venganza. ¿Quién lo habría mandado? ¿Una amante despechada? ¿Algún anodino dependiente o cajero al que jamás le dio las gracias? ¿Alguna organización terrorista internacional? ¿Algún colega celoso de su éxito? Esos turbios pensamientos lo llevaron a detener su recuperación ―lo que implicaba estar varios días postrado en una camilla que, en otras circunstancias, estaría destinada a algún paciente al que, de no estar él sin manos, hubiera operado― y salir con prisa del hospital.
Para su mala suerte, la policía no había avanzado en la resolución de su caso. El agente que lideraba la investigación le contó que el cuerpo del chico-que-la-cámara-de-seguridad-había-reconocido-como-el-mensajero-que-entregó-el-paquete había sido encontrado a orillas del río sin señales de violencia al día siguiente del infame estallido que lo dejó sin manos. Le mostraron la foto del cadáver y a Saúl le pareció un perfecto desconocido: jamás en su vida lo había visto, por lo que en teoría no tendría ningún motivo para mandarle un explosivo ―en ese momento Saúl se volvió a preguntar quién sería la mente criminal que estaba detrás de la mutilación de sus manos.
«El ahogado no tenía identificación», relató otro de los agentes, «y su cuerpo no ha sido recogido de la morgue por ningún familiar».
En suma, un misterio que a Saúl le inquietó tanto que perdió el sueño. Y en las pocas ocasiones en las que lograba dormir ―de manera intermitente―, despertaba agobiado por pesadillas en las que una ágil sombra lo perseguía.
Saúl creyó estar en peligro permanente.
4
Saúl era soltero. No tenía hijos. Vivía solo.
Durante esos días sobrevivió gracias a sus ahorros y a lo poco que le cedió el seguro. Dejó de frecuentar a todos sus amigos ―a los del hospital y a los de la universidad, y también a los del barrio―. Muchos de ellos intentaban conocer su estado de ánimo, pero a Saúl no le importaba: cortó todo tipo de comunicación con el mundo de afuera porque desconfiaba; vivía atado a la sospecha de que cualquier rostro sonriente era un peligro latente.
5
Acostumbrarse a la ausencia. A perder una parte de ti.
Eso pensaba Saúl al verse las manos que ya no estaban más. Y sentía un leve escozor que al rato se transformaba en un intenso hormigueo en el lugar donde meses antes sus dedos ―y no unos garfios― pulsaban el teclado del piano.
6
Fue terco al salir del hospital: el colega que lo atendió le recomendó una persona que lo asistiera, pero Saúl declinó la proposición. Puedo solo, dijo.
Poco a poco se acostumbró a sobrellevar una vida sin manos con las que aferrarse a las cosas. Aunque fue difícil, con la práctica logró llevarse un vaso de agua a la boca, agarrar el celular, cocinar, bañarse y hasta limpiarse el culo.
7
De vez en cuando iba al supermercado. Mientras empujaba el carrito con sus compras sentía que las demás personas lo señalaban como francotiradores al acecho.
8
A veces sentía un recóndito estremecimiento que le acalambraba las manos ausentes. También le sucedió algo extraño: cuando le cayó agua hirviendo en uno de los garfios sintió que se quemaba, como si la mano ―o la sensación asociada a la mano― todavía estuviera allí.
9
Una madrugada en que logró conciliar el sueño, soñó que sus manos tenían su propia vida, escindidas, por fin independientes a la tiranía del cuerpo de Saúl. Una le decía a la otra, en medio de un paraje posapocalíptico, y con una potente voz cargada de intensidad melodramática:
―Tenemos que hablar.
Y cuando la mano parecía dispuesta a confesarle un profundo secreto, Saúl despertó.
10
Saúl entonces tuvo un rapto efímero, doloroso pero a la vez consolador: sus manos estaban mejor sin él.