Apoya a Cuentística
JUAN F. VALDIVIA
Una bofetada de calor húmedo y bochornoso golpeó a Carlos al bajar del autobús. El asfalto estaba dotado de tal fiereza que el chico se detuvo en seco.
—No te quedes ahí, hijo. Estás bloqueando el paso.
El muchacho miró a su madre como a una extraña. Al igual que él, llevaba casi tres horas en el autobús disfrutando de un agradable aire acondicionado. Y ahora, eso. Pero a ella no pareció afectarle. Había bajado justo delante de él, rebasando el umbral de la puerta del autobús para sumergirse en el horno de la plaza. Y lo hizo con total tranquilidad.
—Vamos.
—Sí, mamá.
Carlos tomó la mano que le tendía su madre y la siguió plaza adentro, alejándose del coche de línea. Unos metros más allá aguardaba el habitual grupo de recibimiento. La madre se detuvo y soltó la pequeña maleta. Alzó la mano a modo de saludo, aunque Carlos notó en ella el desconcierto.
—Alba, pero ¿qué haces aquí?
—Madre está con el señor Cele. Me ha mandado a buscarte. —Alba, una muchacha que no llegaba a la veintena, abrazó con respeto a la mujer. Luego colocó su mano derecha en el pelo del chico y se lo enredó con un movimiento suave—. No esperábamos que trajeras a Carlitos.
El chico vio cómo su madre se encogía de hombros al mismo tiempo que le apretaba la mano. «Tú estás conmigo», parecía decirle con ese gesto.
—Manolo no podía quedarse con él.
—Bueno, vamos antes de que llegue la tormenta.
Alba cogió la maleta de la madre y se encaminó por una de las calles que convergen en la plaza. Ni siquiera cuando se introdujeron en la sombra, Carlos, que dedicó una última mirada al cielo, sintió alivio. Al otro lado de la plaza, sobre la sierra, flotaba una gran masa de nubes que cubría el horizonte de lado a lado.
—Mamá, ¿puedo ir a jugar con Pepo?
Pepo era el hermano menor de Alba, su mejor amigo en el pueblo.
—Por ahora no, Carlitos. Antes debemos ver al yayo.
• • •
—¿Cómo está, Lola?
—Descansa. No te puedo decir más. —Lola («la señora Dolores» para Carlos) se volvió hacia su hija—. Alba, deja la maleta en el cuarto de Alicia.
La muchacha obedeció a su madre. Carlos la vio caminar pasillo adentro, y al hacerlo notó la extraña atmósfera que reinaba. Carlos había pasado mucho tiempo en la casa del abuelo («el señor Celedonio», como le llamaban en el pueblo); era su lugar de vacaciones, adonde su madre lo llevaba en cuanto tenía oportunidad. Luminosa, cálida, acogedora. Pero de repente esa alegría se había disipado, convertida en algo que el chico no podía asimilar pero cuya aura no le agradaba. Incluso, a pesar del calor exterior, la casa parecía helada.
—Carlos, lávate el sudor antes de ver al yayo.
—Pero, mamá, no estoy sucio.
—No discutas y hazlo —replicó su madre poniéndole la mano en el hombro. De repente, su semblante serio cambió—. Por favor.
Carlos miró un instante aquella cara que parecía a punto de desmoronarse. El chaval asintió y obedeció. El servicio estaba tras la primera puerta del pasillo. Entró en él y cerró la puerta. Del otro lado escuchó a su madre hablando con la señora Dolores. Por un momento incluso le pareció oír como si su madre rompiera a llorar. Incómodo, Carlos abrió el grifo y dejó que el agua se llevara las voces.
• • •
—No hagas ruido, hijo. Ponte ahí.
La madre señaló una silla de mimbre a los pies de la cama. Cuando Carlos se sentó, ella tomó otra situada junto a la cabecera.
La única ventana de la habitación brindaba una luz tenue: en el exterior, las nubes avanzaban velando un cielo despejado unos minutos atrás. Bajo esa claridad menguante, la figura yacente del yayo remedaba un paso de Semana Santa, imbuido de una mezcla de calma y quietud casi eclesiásticas. Un amasijo de almohadas lo mantenía medio incorporado. «Es bueno para sus pulmones», había explicado doña Lola con una sonrisa que no reflejaba la menor alegría. Pero Carlos, que conocía muy bien a su abuelo, estaba seguro de que, más que para ayudarle a respirar, él mismo había exigido que lo colocaran así para dominar con la mirada a los presentes. Sin embargo, en ese momento el anciano tenía los ojos cerrados y el rostro en calma, como si durmiera de manera profunda. Una manta gruesa le cubría medio pecho, y los brazos, desnudos y pálidos, descansaban al aire. En conjunto, el anciano daba un aspecto desvalido, nada que ver con cómo lo recordaba Carlos. El chico buscó el rostro de su madre. Ella no se percató de que su hijo la observaba: había tomado la mano derecha del anciano entre las suyas y la acariciaba con suavidad. No dijo palabra; se limitó a contemplarlo mientras dormía.
Carlos, incapaz de saber cómo reaccionar, se limitó a observar sin decir palabra.
• • •
Ignoraba cuánto tiempo llevaban ahí. Sobre la mesilla, el despertador del abuelo estaba tan adormilado como su dueño. Carlos hizo una mueca. Debía ser bastante tiempo porque las fibras de mimbre se le estaban clavando en los muslos.
Esa silla, como casi todo lo de la casa del abuelo, tenía más años que el propio chaval. A Carlos siempre le había sorprendido eso: en su casa no había nada similar. Pero en la del yayo hasta el menor objeto tenía una condición de antiguo, y el aspecto de haber pasado por cientos de manos. Esa misma silla, elaborada de roble pesado y robusto, con un asiento de hebras entrelazadas de mimbre, aparentaba haber servido de asiento desde hacía tanto tiempo. Carlos, divertido, había fantaseado con adivinar cuántos culos se habían posado en ella. Ahora solo deseaba que el suyo ya no fuera uno de ellos.
El chico vestía unos pantalones de un muy veraniego algodón. El fino tejido facilitaba que las fibras se le clavaran en la carne. Adolorido, se balanceó de izquierda a derecha para meterse las manos bajo los muslos. Ni siquiera así logró aliviar la molestia.
En otro momento se habría levantado y salido al patio. Seguramente, y con un simple grito, hubiera podido atraer a Pepo o a Gorka. Ellos siempre estaban dispuestos a una partida de canicas, a saltar la rayuela, o lo mejor: a cazar lagartijas. Y si no encontraba a ninguno, podía sentarse junto al viejo y enorme abrevadero para contemplar cómo los zapateros evolucionaban en el agua.
Pero hoy no podía irse. No debía hacerlo. Más aún: no quería.
• • •
—Carlos, tengo que ir al servicio. Te dejo unos segundos con el abuelo, ¿vale?
La madre le dedicó una mirada húmeda. Este asintió:
—Vale.
Pero ella, como si dudara de qué hacer, volvió a mirar al hombre que yacía en la cama. Apretó los labios, de los que escapó un suspiro. Luego, sin dejar de mirar al anciano, se levantó y atravesó el cuarto.
—Vuelvo en un santiamén —dijo deteniéndose en el umbral.
Carlos asintió de nuevo. La humedad en los ojos de su madre se intensificó. Salió de la habitación a toda prisa. Carlos mantuvo la mirada clavada en el pasillo hasta que la puerta del servicio rechinó con sus lastimeros goznes que demandaban aceite.
Entonces, un murmullo asfixiado llamó su atención. Se volvió hacia la cama. El anciano había girado la cabeza hacia él. Tenía los ojos abiertos, pero en su mirada había una especie de niebla. Daba la impresión de que buscaba la luz lánguida que se filtraba por la ventana. Quizá solo deseaba un poco de calor.
Carlos siguió la mirada de su abuelo y vio el paisaje al otro lado del cristal. En primer plano estaba el cerco para las vacas. Dispersos entre la hierba, que empezaba a amarillear, había un puñado de almiares: sin duda, obra del tío Agus. Entre ellos, y haciendo gala de su habitual apatía, las vacas pastaban. Más allá del cercado se desplegaba una sucesión de patatales. En su corta vida Carlos había visto cómo ese cultivo empezaba a despuntar como cosecha principal, relegando a un segundo plano la cebada y el mijo. Ya en la lejanía, más allá del cercano bosque, las montañas aserraba el horizonte. Todo estaba recubierto por un manto de nubes de un gris oscuro por donde se filtraban algunos débiles rayos del sol. «Como si acudieran a consolar al yayo para darle un poco de luz que caliente su cuerpo…». Carlos se obligó a no terminar con la palabra «decrépito». Por un instante casi creyó que el anciano podría leerle la mente.
Se echó hacia delante, apoyándose en el pie de la cama.
—Estoy aquí, yayo. Soy Carlos.
El chaval notó cómo se le rompía la voz. En su interior se negaba a admitir algo que su madre ya parecía haber dado por hecho.
El abuelo asintió con lentitud:
—Lo sé, hijo. —Las palabras, que en otro tiempo hubieran sonado rasposas y llenas de fiereza, parecían erosionadas—. Te puedo oír. Y te huelo.
—¿Necesitas algo?
—No. Me basta con que estés aquí.
Carlos asintió sin atreverse a decir nada más.
• • •
Afuera, el sol perdió la batalla contra las nubes. El cuarto quedó inundado en una oscuridad más densa que la anterior. Carlos estuvo tentado de levantarse para coger una vela. Recordaba que el yayo las guardaba en el primer cajón de la cómoda. No deseaba dejarle sumido en las tinieblas.
—No, no te molestes —murmuró el anciano con un hilo de voz. Su mano se movió con un gesto cansado—. No me preocupa la oscuridad. Menos aún llegado este momento.
Un nuevo silencio, tan denso como la penumbra, inundó la habitación. Carlos vio cómo su abuelo cerraba los ojos de nuevo. Procurando no hacer ruido, el chico arrastró un poco más adelante la silla, y prestó atención. La respiración del anciano era superficial pero relajada. En otras circunstancias pensaría que el yayo se había sumido en unas de esas meditaciones profundas de las que salía dispuesto a contar una de sus historias. Carlos siempre había creído que era un sabio. Y a su manera, lo era.
Al contrario que su abuelo, el chico mantenía los ojos muy abiertos, poco menos que con miedo a pestañear. Quería recordar cada instante, grabar con fuego en su mente cada una de las grietas de ese rostro escuálido. Deseaba crecer para hacerse artista, y usando aquel recuerdo, pintar a su abuelo. Que todo el mundo lo conociera. Lo representaría en su lecho, imbuido de esa serenidad de la que su madre no podía hacer gala. («Mamá, ¿dónde estás?», pensó sin dejar de mirar a su abuelo.) También lo pintaría de esa otra manera que le había visto muchas veces allí afuera, en la era: una figura resplandeciente, puras fuerza y sacrificio, manejando el arado al tiempo que guiaba a Cuadrada y Rubia, las dos vacas de trabajo de la familia. Retrataría esos ojos de intenso azul que jamás habían perdido su resplandor inquisitivo.
De improviso, una columna de luz irrumpió por la ventana. Carlos se volvió para descubrir cómo el sol lograba encontrar un hueco entre las nubes. Casi daba la impresión de que se postraba a los pies del anciano. Justo en ese instante, con la claridad venciendo la negrura, la pregunta surgió en los labios de Carlos.
—¿Por qué?
Un simple murmullo, dos palabras sencillas. Sin saberlo o pretenderlo, Carlos había atravesado un umbral. Hasta entonces se había dedicado a jugar, a estudiar (a regañadientes) y pintar en los cuadernos que cada cierto tiempo le regalaba la señorita Marisol. «Este chico tiene madera de pintor», le había dicho la maestra a su madre cierta tarde, «y no hay que permitir que se pierda ese talento». Mientras hablaban, habían dejado al chaval sentado en el banco del pasillo, afuera del despacho. Pero él había estado muy atento a lo que ocurría al otro lado de la puerta entornada. Así supo que la maestra insistía en que, cuando Carlos fuera mayor, viajara a la capital a cultivar su don.
La vocación del crío estaba en la pintura, no en la filosofía, había sugerido la señorita Marisol. Pero al enunciar aquella cuestión, ese sencillo pero contundente «¿por qué?», Carlos abandonó el patio de juegos de la infancia para adentrarse en un terreno más áspero y doloroso de la madurez. Por primera vez en su vida enfrentaba la muerte; no había retorno tras cruzar el umbral de ese conocimiento.
La pregunta se quedó colgada en el aire. Por suerte, el yayo pareció no haberla escuchado.
• • •
En el silencio del cuarto, Carlos prestó atención a los posibles ruidos que su madre hiciera en el servicio. Pero solo escuchó el maullar quejumbroso de un gato en algún lado. Tuvo que prestar mucha atención para comprender que esa especie de gemido reprimido era en realidad el llanto ahogado de su madre.
—Mamá… —murmuró el chico sin atreverse a dejar solo a su abuelo.
En vez de eso lo observó con atención. Las ascuas azules de sus ojos estaban enterradas bajo el peso de sus párpados. Conteniendo la respiración, el chico arrastró la silla hacia el cabecero. Necesitaba memorizar cada rasgo, analizar al detalle esas facciones.
De pronto, y sin abrir los ojos, el abuelo habló:
—Escucha, Carlitos. Cuando llegues a mi edad, lo que desearás saber no es por qué sino cuándo.
Las palabras le brotaron con una débil voz. Sin embargo, agazapadas en ellas descubrió esa determinación y fiereza que siempre había escuchado en el yayo. Sin embargo, algo cedió en el anciano porque, una vez dichas, empezó a respirar con dificultad.
El chico se incorporó para estar más cerca del yayo. Se sentó en la silla junto a la cabecera. Desde allí tenía otra perspectiva, un nuevo plano que grabar en su mente. Además, también veía el pasillo y la puerta del cuarto de baño.
• • •
Tres golpes de aldabón. Alguien llamó a la puerta principal. Tras un lacónico «voy», su madre salió del aseo. Carlos contuvo la respiración. Oyó dos voces femeninas en la sala, pero no logró identificar la otra. ¿Quizá una vecina?
Poco importaba. Tomó la mano del anciano y meditó sobre sus palabras. ¿De verdad tenía algún sentido ese dilema?
• • •
Abuelo y nieto habían entrelazado las manos. La piel de los dedos del viejo se había vuelto áspera; los dedos eran delgados y secos, muy semejantes a sarmientos. Y tibios, que no cálidos: parecían dotados de una especie de calor remanente, ajeno.
Carlos estudió la delgada muñeca y la mano huesuda. Analizó las manchas marrones que resaltaban la palidez de su piel. El yayo distaba mucho del mocetón de cuerpo moreno, curtido por el sol, que su madre le había descrito muchas veces. Podía ver a ese titán en las fotografías del álbum familiar. Pero los años habían transformado aquella figura casi heroica en algo muy diferente. «Espantapájaros ruinoso», pensó Carlos intentando apartar las palabras de su mente.
Al menos el chico sabía que en el interior del anciano aún latía un corazón luchador.
«Cuando llegues a mi edad, lo que desearás saber es cuándo», había dicho el yayo, pero Carlos seguía sin comprender. ¿Qué le importa el cuándo si él quería saber por qué?
Recordó el llanto de su madre, que se había refugiado en la soledad del servicio para que no la viera así, desvalida. Carlos comprendía el gesto, de igual manera que entendía que el dolor surgía de la impotencia que nace de un «por qué». ¿Qué más daba el «cuándo»?
• • •
Carlos escuchó un murmullo quedo. Le pareció que provenía de la ventana. La tibieza de la luz del sol le había adormilado. Fue un ruidito apenas apreciable, tan suave que el chico lo consideró una ensoñación. Levantó la cabeza. En ese momento, un haz de luz iluminaba la cama y la figura yacente del anciano.
Como si estuviera previsto, la débil mano de su abuelo cedió, y cayó laxa en la sábana. Rápido, el niño la cogió para retenerla. La apretó tratando de imbuirle las fuerzas que de repente había perdido. Miró el rostro de su abuelo: parecía distendido, casi aliviado.
Carlos sintió un vacío que lo oprimió. ¿Acaso había sucedido? Notando escozor en los ojos, desvió la mirada a la puerta abierta del dormitorio, hacia ese umbral vacío, y solo pudo repetirse la misma pregunta: por qué. Del otro lado todavía le llegaba la voz de su madre. Carlos volvió a mirar el rostro de su abuelo con las lágrimas corriéndole por las mejillas. De pronto la habitación le pareció demasiado pequeña, incluso opresiva. Una gota cayó sobre la mano de sarmientos.
En el recibidor, su madre seguía hablando ajena a lo que sucedía en la alcoba. «Mejor para ella», pensó.
Entonces recordó: el murmullo. Había creído imaginarlo. Parecía haber venido de la ventana: un chasquido producido por la luz al atravesar el cristal. Carlos creyó hallar en él un significado: una única palabra. Atónito, la repitió una vez. Y otra. Y otra. No podía creerlo:
—Ahora —había murmurado la luz.
«Imposible», replicó Carlos para sí. Pero la nueva sonrisa en el rostro de su abuelo lo contradecía.