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Avanzamos por el siglo XXI con la soberbia convicción de que tenemos nuestro mundo controlado. Nos quejamos de que ya no es época de grandes exploraciones, como las del siglo xix o anteriores. Ya no existe un Vasco de Gama, un Balboa, un Livingstone o un Admunsen que transiten por territorios desconocidos y nos asombren con sus descubrimientos. Solo nos queda el espacio, dicen, la última gran frontera.
Pero se equivocan los que afirman tales cosas. Hay mucho más en la Tierra, este planeta azul, de lo que podemos imaginar. O mejor dicho: en los infinitos y profundos mares, de los que conocemos apenas una ínfima parte.
Lo que voy a narrar sucedió a finales de abril, mientras navegaba en el yate Libertad, a unas quinientas millas al sur de las costas de Vanuatu. Ninguna referencia de estos acontecimientos aparece en la bitácora del barco: tan absurdos me parecen ahora, aunque en su momento fueron muy reales y palpables.
Como capitán del barco, era mi responsabilidad mantenerlo en el rumbo adecuado, evitando las galernas que pudieran sobrevenir y volver a puerto sin daños en el casco.
Esa ominosa aventura, que persiste en mi memoria, como los sucesos de hondo calado que jamás desaparecen hasta la misma hora de la muerte, vino precedida por una mañana de bruma espesa y carencia absoluta de viento. A pesar del radar de a bordo, ordené a varios marineros que se situaran en la proa y popa del barco para evitar un improbable choque con otro navío o con algún escollo desconocido. Nunca se sabe qué accidente puede sobrevenir en mitad del océano. No se veía nada a unos metros de distancia, y el sol parecía desvaído, lejano, casi inexistente.
Así permanecimos toda la jornada: con el barco al pairo y la maquinaria apagada. No corríamos el riesgo de un golpe del oleaje dado que las aguas estaban calmadas, y tampoco nos corría prisa por llegar a nuestro destino. Esperaríamos a tener mejor visibilidad.
Al día siguiente, a primera hora de un amanecer tan desvaído como el del día anterior, uno de los marineros, que estaba a cargo del sonar, detectó un extraño sonido. Supuse que debía tratarse de una ballena, dado el tamaño del objeto detectado que se desplazaba a una velocidad media.
A las seis de la tarde se produjo el sorprendente encuentro. Nuestra ballena emergió a unos metros de la proa del Libertad. Pero no era un cetáceo sino un sumergible de color gris y aspecto envejecido. De inmediato descarté que fuese un submarino ruso o norteamericano. Aunque no podía creérmelo, allí estaba, delante de una docena de estupefactos marineros: un sumergible del tipo vii, de los construidos a finales de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo XX. ¡Un submarino alemán de la Kriegsmarine del Tercer Reich!
Tras la sorpresa inicial sopesé, convencido, que debía tratarse de un submarino utilizado por algún país de recursos económicos modestos que no podía hacerse con un potencial armamentístico más moderno. Sin embargo, mis deseos iniciales de un encuentro con la tripulación del sumergible desaparecieron sumidos en una tensión de dos horas, en las que nadie abrió la escotilla del sumergible para presentarse ante nosotros. Ni siquiera se había movido del sitio.
Llegado el atardecer decidí que lo abordaríamos. Tal vez, nos dijimos, su tripulación estaba en problemas: quizá un escape de gases los habría dejado inconscientes justo antes de iniciar la maniobra de emersión.
A las 9:15, cuando las sombras de la noche se sumaron a la pertinaz neblina, tres hombres y yo subimos al casco del sumergible. Tuve entonces la ocasión de estudiarlo con más detalle; mantenía la pintura gris acero típica de los sumergibles nazis, la estructura estaba intacta salvo algunas pequeñas abolladuras en el caso, y el cañón de proa, de ochenta y ocho milímetros, parecía estar en óptimas condiciones para ser disparado si fuera necesario.
Lo que más me sorprendió, y así se lo hice ver a mis compañeros, es que en la torreta estaba dibujado un toro de color blanco que me recordó algo, aunque entonces no caí en la cuenta y ni mi memoria quiso ayudarme.
Comprobado que ninguna de las escotillas de la cubierta podía abrirse, subimos a la torreta. Una vez allí golpeamos con una llave inglesa el casco metálico, esperando una respuesta desde el interior.
Me resultaba inconcebible que no hubiera nadie dentro para responder, y temí que estuviesen inconscientes, o peor aún: muertos. Sopesamos la posibilidad de utilizar un soplete para forzar la escotilla, lo que nos llevaría un buen rato, cuando esta se abrió y un extraño personaje, enjuto y de tez pálida, vestido como un comandante alemán de 1940, se asomó, y nos hizo un gesto con la mano para que le acompañáramos al interior de su navío.
Descendimos por la estrecha escalerilla sin entablar diálogo alguno. Una vez dentro, en la sala de control, nuestra sorpresa aumentó. Los hombres que estaban allí dentro parecían surgidos de alguna película de Hollywood: todos y cada uno de ellos vestían uniformes y prendas de la marina alemana del Tercer Reich. Me extrañó que aquellos hombres vistieran uniformes ya en desuso, y comencé a dudar de que pertenecieran a alguna armada contemporánea, por muy retrasada que fuera, o amante de las heroicidades nazis.
Una terrible sospecha comenzó a rondar mi cabeza, pero no quise aceptarla. No sin antes entablar conversación con el oficial que nos había invitado a entrar en el submarino. Me dirigí a él en inglés: le pregunté quién era y qué hacían allí.
Por sus insignias deduje que ostentaba el cargo de comandante. Se encaró conmigo; ladeo su cabeza un poco. Bajo su gorra blanquiazul, con el águila nazi sobre ella, permaneció serio y distante. Se rascó la espesa barba con delicadeza, como si sopesara responder a mis preguntas o permanecer en ese incómodo silencio que a nada nos llevaba.
Entonces me contestó… en alemán. En un alemán fluido, de quien ha nacido y se ha criado en ese idioma y cultura, no como el mío, propio de quien lo usa como lengua vehicular. Casi de inmediato corrigió y habló en inglés, con mucha menos fluidez y algunas dudas.
Me invitó a acompañarle a su camarote mientras mis compañeros se quedaban en la sala de control con la tripulación.
Ya en la modesta y espartana habitación del comandante, hablamos. Al principio, el diálogo estuvo cargado de dudas y desconfianzas, pero poco a poco dio paso al más increíble de los descubrimientos.
Sentados uno frente al otro, rodeados de artilugios para la navegación, mapas y algunas fotografías personales, averigüé que me encontraba con el mismísimo Günther Prien, el famoso «as» alemán conocido por su hazaña de 1940, cuando penetró en la hasta entonces considerada infranqueable bahía de Scapa Flow y hundió el portaviones inglés H.M.S. Royal Oak. Recordé la historia y cómo él y su tripulación fueron recibidos como auténticos héroes a su regreso a Alemania. Héroes de una nación fascista, por supuesto, pero héroes al fin. Sin embargo, poco después, el U-47, junto a toda su tripulación, incluido Prien, desaparecieron en combate en las aguas del Atlántico.
¡No puede ser!, exclamé. El U-47, el famoso sumergible que llevaba pintado como insignia un toro blanco en su torreta, se había hundido hacía más de setenta años…, y aunque así no hubiese sido, ni su comandante ni sus marineros hubieran sobrevivido tanto tiempo en mitad del océano sin ser descubiertos al aprovisionarse en algún puerto. Aparte de que la mayoría, si no todos, habrían muerto ya de vejez. Pero Prien aparentaba la misma edad que cuando se suponía que falleció, apenas treinta y tres años. No, debía ser una broma.
Prien insistió en que lo que contaba era cierto: él era quien decía ser, y su sumergible el famoso U-47. Mil preguntas e imágenes impensables hasta entonces se acumularon en mi cabeza, que conformaban una realidad distorsionada y que apenas podía enunciar; un mundo irreal que, no obstante, se materializó para poner en tela de juicio mis creencias.
Los misterios de la mar son más de los que podríamos enumerar en innumerables vidas.
Las leyendas renacen actualizadas. Rememoré la historia del holandés errante, aquel marinero condenado a navegar eternamente con su bajel, acompañado por su tripulación, buscando a una persona que acabara con su tormento tras mostrarle amor… ¿Acaso el barco había sido sustituido por un submarino, y el holandés por un comandante alemán? ¿Ese mito tenía más de hechos reales que de mera fantasía de marineros ebrios?
Sin más, deseché la mayoría de las preguntas que se me acumulaban como el granizo de verano, y le espeté directamente por qué habían sido condenados a ese eterno periplo marino. Prien no se inmutó. Casi pareció que esperaba o deseaba oír esa pregunta, y tras lanzar un suspiro, que me sonó más humano que nada de lo que había hecho o dicho hasta entonces, no hizo remilgos para responderme.
Desarrolló su historia en un tono monocorde, sin aspavientos, con la mirada azul de sus ojos perdida en la lejanía, como si así asiera los recuerdos con más fuerza. Todo comenzó poco antes de partir de Alemania para la que sería su última campaña en combate. En la despedida, prometió a su esposa que volvería a casa en pocas semanas, sano y salvo, y que nada ni nadie se lo impediría. No pudo cumplirlo, era obvio, ya que su submarino fue hundido en combate al intentar atacar un convoy británico de suministros. Todos murieron ahogados o destrozados por las explosiones de las cargas de profundidad. Su U-47 fue también su tumba.
Cuando terminó le dije que su submarino, al contrario de lo que afirmaba, era muy real y tangible, y golpee suavemente la mampara, que resonó con ecos metálicos. Me miró, taciturno, y me respondió que su materialización acaecía cada cierto tiempo y durante unos pocos días, en los que el U-47 pasaba de su estado etéreo a un estadio material, en el que podía ser visto y tocado, e incluso abordado, como lo hice yo. Siempre coincidía con brumas espesas y vientos en calma, como un fenómeno añadido, o provocador, de aquella locura que nos envolvía.
Prien continuó confesándome que su condena, y la de los suyos, era seguir así hasta que coincidiera con alguno de sus descendientes: hijos, nietos o bisnietos, y pudiera ante ellos —que no a su fallecida esposa— pedir disculpas por su promesa incumplida.
Sentí lástima por él porque su condena estaba lejos de acabar algún día dado lo improbable de tal encuentro familiar.
Nuestra conversación quedó interrumpida por un grito en alemán de uno de los tripulantes. No sé qué fue lo que dijo pero Prien finalizó la conversación y me ordenó que nos marcháramos. La niebla despejaba, me dijo, y pronto el submarino volvería a ser un fantasma que rondaba los abismos oceánicos.
Me despedí de Prien con un nudo en el estómago, y antes de que cerrara la escotilla para sumergirse con su buque en el mar, le deseé mucha suerte en su búsqueda.
Cuando abordamos de nuevo el Libertad pudimos ver, al tiempo que la niebla se disipaba por completo, que el submarino se difuminaba poco a poco hasta llegar a ser invisible. Solo una ligera estela sobre el agua señalaba el lugar donde el U-47, su comandante y toda su tripulación, comenzaba la inmersión a las profundidades del océano y la memoria. Mentalmente les deseé un buen viaje mientras el mar volvía a quedar en calma.
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