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―Yana, ¿me puedes pasar el arma, por favor? –dijo Demid.
La cabeza de la mujer yacía en la mesa, sobre un charco de sangre. Con la mano derecha sostenía un revólver. El olor a pólvora llenó el pequeño y maltrecho apartamento que había sido su escondite los últimos días al mismo tiempo que la realidad terminaba de golpearlo: su amada había muerto.
―Lo siento, no sé ni qué estoy diciendo –su voz se quebró al entender que se había quedado solo en el mundo.
Ahora, era el único con el conocimiento para destruirlo.
Demid se levantó los anteojos para presionarse los ojos. Con la respiración entrecortada, trató de reprimir sus lágrimas. Se puso en pie y rodeó la mesita circular para ponerse junto al cuerpo de Yana. La tomó de la mano para zafarle el arma. Después, la besó apretando con fuerza sus labios. Al hacerlo, cerró los ojos. Volvió a colocar la mano de Yana gentilmente sobre la mesa para después llevarse el cañón del arma a la sien. Tira del gatillo, hijo de puta. Pero Demid no pudo disparar.
Sus ojos recorrieron la habitación, evitando el cadáver de Yana, hasta que se toparon con la ventana. Ya sé: miraré el sol una última vez, y me dispararé cuando se oculte, pensó haciendo un trato consigo mismo. Cualquiera que haya hecho ese tipo de promesas sabe que no va a cumplirla. Siguiendo su propia excusa, Demid cruzó la habitación hasta la ventana y corrió las delgadas cortinas que la cubrían.
La vista era de una gran ciudad bañada por los rayos decadentes de un monarca que estaba a punto de ocultarse. Ver las vastas hileras de edificios, los soberbios rascacielos y al sol le recordó por qué debía tirar del gatillo. Para proteger a la humanidad. Demid pensó que era irónico que aquella misma premisa lo había conducido a esta situación.
Así, viendo su último atardecer, Demid recordó la primera vez que vio explotar una bomba nuclear. Fue en el sitio de pruebas 401. Lo había llevado su padre, que ignoró las reglas para poder meterlo a las instalaciones. Estaban en un pasillo construido con lo que parecía ser un cristal oscuro.
―Padre, ¿no se romperá el vidrio con la explosión? –le preguntó con timidez.
La estruendosa risa de su padre resonó en el pasillo.
―No te preocupes, hijo. No es un simple vidrio –le respondió–. Es difícil de explicar ahora; solo disfruta del espectáculo.
Aunque la respuesta de su padre no lo tranquilizó, la confianza que irradiaban sus palabras logró calmarlo. Frente a ellos, una gran planicie helada se extendía más allá del alcance de sus ojos, y en el firmamento la luna ya había reclamado su dominio. De pronto, una esfera de luz más resplandeciente que el sol fulminó el paisaje con un brillo propio que duró tan solo un segundo. Después, ahí donde había estallado la luz, se formó una gigantesca nube de humo negro que adoptó la forma de un hongo.
Demid reconoció que aquello fue amor a primera vista, pues ese único segundo bastó para que decidiera dedicar su vida a la división y fusión de átomos.
Aquel recuerdo fue el primer paso que lo llevó al camino de su propia destrucción.
Al principio, Demid veía las bombas atómicas como la culminación de la ciencia de la humanidad: la manipulación de la esencia que compone a todas las cosas y a todos los seres vivos del planeta. Pero todo cambió después de que vio a su primera víctima de enfermedad por radiación. Aquel era un recuerdo que había tratado de eliminar, pero a pesar de sus intentos, su corazón lo resguardaba celosamente. La piel quemada del hombre, llena de ampollas, su respiración lenta y pesada, sus ojos inyectados en sangre. No pudo olvidar ninguna de esas cosas, ni de ese paciente ni de ninguna otra víctima de su trabajo. Eso le ayudó a entender el terror que las bombas atómicas causaban y por qué todo el mundo parecía querer usarlas, y al mismo tiempo evitarlas.
Con los años, Demid creyó entender la verdad detrás de la carrera armamentística entre las naciones más poderosas del mundo. Siempre y cuando todos tuvieran el mismo poder destructivo, ninguno podría atacar al otro sin enfrentarse a la posibilidad de recibir un contraataque nuclear. Por eso decidió dedicarse a crear bombas más poderosas, pero siguiendo su idea de protegerse, y a los demás. Solo así prevalecería la paz. Sin embargo, en el momento en el que uno se adelantara a los otros…
Por eso teníamos que seguir nuestra marcha implacable y desesperada, como soldados que corren hacia un cuchillo para matar al otro, sabiendo que el que llegue primero sobrevivirá, y el que llegue tarde morirá. Su lógica siempre se basó en no ser el soldado que llega tarde.
Demid y Yana habían alcanzado el cuchillo sin querer tres días atrás, en su laboratorio. Ella poseía una mente con un potencial mayor a la de él. Por eso la había amado. Ahora, ya no estaba tan seguro, porque esa mente había descubierto una forma de aumentar el alcance y potencia de una bomba que incluso podía ser detonada desde la estratosfera, a casi cincuenta kilómetros del suelo. Un arma letal y perfecta que, de desarrollarse, llevaría a la muerte de miles de millones de personas.
―Dime que cometí algún error, Demid, por favor. Dime que no son más que estupideces que no pueden realizarse –le había dicho Yana mientras él comprobaba sus cálculos.
Yana era demasiado lista para esto, carajo, y demasiado lista para mí.
Ese mismo día ambos decidieron huir. Quedarse solo incrementaba la probabilidad de que un espía descubriera lo que ellos querían ocultar. No importó qué tan inteligentes éramos: fuimos unos ingenuos. Ambos creyeron que podrían engañar a su gobierno, o a cualquiera de otra nación que los persiguiera por su conocimiento.
Ahora Demid tenía en su mano el revólver con el que su amada se había quitado la vida.
Al verse acorralados, Yana, con el revólver en la mano, dijo sollozando:
―No podemos dejar que nos atrapen, nos sacarán la información de una forma u otra.
Ni siquiera sé de dónde lo sacó, pensó Demid. Al principio, trataron de debatirlo, pero no tardaron en llegar a los gritos. La desesperación fue un parásito que se alimentó del miedo.
―Solo estoy diciendo que tiene que haber otra manera, Yana. No te rindas: todavía podemos engañarlos, darles una versión más débil de la bomba. Aún tenemos posibilidades.
―No tenemos escapatoria, Demid. No importa a dónde huyamos: siempre habrá alguien que querrá arrebatarnos lo que sabemos. Mejor di lo que sientes en realidad: tienes miedo. ¡Eres un cobarde que es incapaz de anteponer la supervivencia de su puta especie sobre su propia vida! –sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Lo que Yana había dicho le dolió como una puñalada al corazón, pero era cierto. Demid tenía miedo, muchísimo miedo, como nunca lo había sentido en su vida. Él se acercó y la abrazó con todas sus fuerzas, pero Yana no soltó el arma. Demid pudo ver en sus ojos que ella tenía aún más miedo que él. En ese momento comprendió que no podía flaquear.
―Tienes razón: debemos hacerlo. Estaré contigo hasta el final. Nunca te dejaré sola –le susurró.
Luego, ella tiró del gatillo.
Demid respiró profundamente mientras observaba los últimos rayos del sol arrastrándose por el horizonte. Entonces, una aterradora idea atravesó su mente. ¿Y si no fuimos los primeros en llegar al cuchillo?
El pánico lo ahogó. Fue tanto que, con un solo movimiento, subió el cañón del revólver a su sien y casi tiró del gatillo. Casi. Volvió a bajar el arma mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Su boca se torció en un gesto doloroso y giró para ver el cuerpo de Yana.
Demid arrojó el revólver al otro lado del apartamento y se desplomó sobre el cadáver. Lo abrazó desesperadamente, como si pudiera devolverle la vida a través del tacto. Entonces, y mientras se encontraba en ese abismo, una luz resplandeciente, de un agresivo brillo carmesí, lo deslumbró. Demid alzó la vista, y desconcertado, se acercó rápidamente a la ventana. El miedo volvió otra vez, pero ya no era un miedo egoísta, como a su propia muerte. Ahora temió por la humanidad.
Una titánica esfera de fuego dominaba los cielos, una nueva estrella creada por el hombre para dar muerte a su prójimo. Era la encarnación de todo lo que estaba mal en la humanidad. Y aun con eso, Demid la encontró hermosa. Un segundo después, todo fue barrido por la onda de choque.