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―¿Está listo, señor García? ¿Puedo entrar?
―Sí.
El señor García se acomodó la bata lo mejor que pudo por encima del abultado vientre. No sabía cómo acomodar las piernas; ver sus pies colgando sin alcanzar el piso lo hizo sentir como un niño que los balanceaba mientras su mamá lo vestía. Hacía apenas dos semanas que, en este mismo cuarto del hospital La Merced, el doctor Camacho le había mostrado el resultado de su análisis de sangre. Cuando le dijo que le urgía operarse, el señor García se opuso. Por supuesto que no iba a permitirlo, si solo había ido a una revisión rutinaria, una cita a la que su mujer le obligaba a acudir una vez por año; no tenía síntomas de nada. Pero el doctor insistió: padecía una infección aguda en el riñón. No tenía alternativa.
―Muy bien, señor García, solo necesito hacerle algunas preguntas mientras el doctor se prepara. ¿Usted fuma?
―No.
―¿Toma alcohol?
―Bueno, nomás unas chelas con los cuates –dijo.
Pero la verdad es que el señor García era experto en empinar el codo, solo que lo hacía tranquilo en casa, como Dios manda, y no en alguna cantina de mala muerte. Y mientras tomaba, pues se fumaba unos cigarrillos, cómo no. Pero eso no era asunto de la enfermera, ni de nadie más; mentía igual en todos los cuestionarios de salud que les mandaban en el trabajo. ¿Por qué tenían que saber cómo se pasaba sus horas libres?
―Le voy a tomar la presión –dijo la enfermera–. Trate de relajarse. Parece que usted goza de muy buena salud. Bueno, aparte del problemita del riñón, claro, pero eso hoy mismo se acaba.
―¿Sabes cuánto puede durar la operación?
―No es una cirugía que se haga todos los días, señor García. Pero no se preocupe, que el doctor Camacho es muy bueno. ¿Sabía que es amigo de don Ramón desde que eran unos mocosos de prepa?
Esa sí que fue una novedad. El señor García miró a la enfermera, desconcertado.
―¿El doctor es amigo de don Ramón?
―Sí, claro. El don no se dejaría operar por cualquier matasanos. ¿Y cuánto pesa usted, señor García?
―Unos ochenta y seis kilos, o por ahí –respondió, distraído.
―¡Ay, señor García! No me haga sacar la báscula, por favor –rebatió la enfermera–.
Sea honesto. Veo que tiene unos kilitos de más. Está bien, le pongo noventa. Nadie se muere por una mentirita.
El señor García empezó a sentirse incómodo, tanto por la observación de la enfermera como por la mención de su jefe, don Ramón. Ahora que lo pensaba, no lo había visto en los últimos días. ¿Se habrá tomado unas vacaciones? Tampoco debería sorprenderle que el doctor Camacho fuera amigo de don Ramón. Tenía sentido, después de todo. Sabía que su jefe donaba mucha lana al hospital, y que el doctor Camacho atendía a los empleados de la empresa. Don Ramón era un pez gordo en el mundo de los negocios, les pagaba buena plata a sus empleados y les cubría los gastos médicos también. Nadie podría decir que no era generoso.
El señor García se jaló la bata para cubrirse mejor. ¿Por qué esa chingadera tenía que estar tan ajustada? Tenía que hacer ejercicio; se había descuidado.
Alguien llamó a la puerta.
―¿Ya terminaste, Mari?
―Sí, Lalo, entra ya, que el señor García está harto de esperar.
Entró un hombre joven, demasiado joven para el gusto del señor García. No era posible que esa cara de niño hubiera terminado los estudios de medicina sin haberse ganado ni una sola línea en la frente, ni una sola cana en la cabeza. El joven consultó el archivo que cargaba bajo el brazo y carraspeó. Sacó un marcador de su bolsillo y se acercó a la camilla donde el paciente estaba sentado.
―¿Qué haces? preguntó el señor García.
―No se preocupe contestó la enfermera . Lalo le va a marcar los lugares de las incisiones. Eso facilita el trabajo del doctor.
―¿No es el doctor el que debería de hacer eso? —insistió el señor García cruzando los brazos.
Lalo miró a Mari con las cejas levantadas.
—¡Ay, señor García! Usted tan preocupón —dijo ella—. Lalo es el asistente del doctor; siempre se encarga de hacer las marcas. Ábrase un poquitín la bata, por favor.
El señor García dejó caer los brazos. Lalo apartó la bata para dibujar una serie de líneas en la parte baja de su abdomen.
—¿Va a ser muy grande la incisión? preguntó, ansioso, el señor García.
Había empezado a sudar. Pensó en su mujer, sentada con su libro en la sala de espera, y en sus hijos, que ahora, a las nueve de la mañana, estarían entrando a la escuela.
—No, para nada; apenas unos diez centímetros.
—Pero, ¿por qué me marcas el pecho si lo que me van a operar es el riñón?
Lalo siguió con lo suyo sin contestar.
—Tranquilo, señor. Es el procedimiento normal. Lalo sabe lo que hace.
El señor García no se tranquilizó.
—Pero, ¡contéstame, hombre! ¿Por qué me marcas ahí?
—Vaya, usted no tenía pinta de histérico, señor García. Lalo solo hace lo que le manda el doctor Camacho. ¿Usted no confía en el doctor de don Ramón?
—No, no es eso. Es solo que…
—¿A qué se dedica usted?
—Soy contador.
Sí, contador. Un empleo seguro que lo tenía metido todo el día en una oficina, revisando hojas de cálculo hasta ponerse bizco. Llevaba más de una década al servicio de la compañía de don Ramón; era un empleado fiel. Claro que de vez en cuando se veía obligado a hacerse de la vista gorda, y ajustar las tablas un poco para que el don no se metiera en problemas. ¿Quién no haría eso por un jefe que siempre había sido tan generoso? A fin de cuentas, le daba igual de dónde venía la plata de don Ramón, con tal de que le firmara su cheque cada mes. Y aunque exageró un poco en la entrevista e inventó unas cositas en la hoja de vida, ¿qué más daba? En fin, le dieron el trabajo y él cumplía con su deber, y eso sí que era verdad.
—¡Ah, bueno! Entonces usted se encarga de los numeritos, y nosotros de la medicina, ¿vale? —continuó Mari—. Fíjese que don Ramón habló muy bien de usted. Dijo que es un hombre confiable.
—¿Hablaste con él?
—Claro que sí. Entró al quirófano antes de usted. Tiene la presión muy alta, no es tan sano como usted.
—¿Don Ramón está aquí?
―Sí, señor, cómo no va a estar. Está sedado, durmiendo a pierna suelta. ¿Sabe? Los envidio. Hoy van a dormir una buena siesta. No como yo, que llevo diez horas de pie, trabajando como una mula.
—Pero, ¿por qué don Ramón está aquí?
―Mire, señor García, le cuento un chismecito para que se me tranquilice.
Lalo, silencioso, guardó su marcador. Le había dejado una maraña de líneas moradas en el torso al señor García. Sacó algo de un cajón, miró el papel en el que la enfermera había anotado los signos vitales y datos personales del señor García.
—Es que nuestro estimado don no se encuentra bien de salud suspiró Mari palmeándole el hombro en un gesto de consuelo. Le está fallando el corazón. Necesita un trasplante o se nos muere, así como le cuento.
―¿Un trasplante de corazón? ―preguntó aturdido el señor García.
La enfermera siguió como si no le hubiera escuchado.
―Gracias a Dios tiene un empleado como usted: leal hasta la muerte, ¿no es cierto? Don Ramón está muy agradecido.
Unas gotas de sudor le mojaron la frente al señor García. Luego sintió un pinchazo en el brazo. Vio a Lalo con una aguja en la mano. Como en un sueño escuchó que alguien hablaba, pero ya no pudo moverse.
―Creo que Camacho se chingó ―dijo Lalo―. Este vato no está tan sano como dijo. Míralo nomás: ¡qué estaba pensando ese pendejo, por dios!
―Cálmate. Lo que pasa es que no había otro que fuera compatible, y el doctor no aguantaba más. Don Ramón lo tiene amenazado. ¿Está dormido ya?
Miraron al señor García, acostado en la camilla con la bata abierta. No se movía; apenas respiraba. Mari le puso una mano en el pecho para sentir el latido del corazón. Tenía los dedos fríos, pero él ya no podía estremecerse.
―Llévatelo ya, ¿qué esperas? ―dijo Mari―. Pobre de ti si se te muere antes.
Abrió la puerta para que Lalo pasara con la camilla.
―Dulces sueños, señor García.