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Mi papá tenía una manía por las noticias. Vivía para escuchar lo que pasaba en el mundo y luego explicarnos lo que eso significaba para nosotros, la gente de la clase obrera. Tenía una habilidad especial para sacar conclusiones disparatadas de los titulares más inofensivos. Si veía un artículo sobre un evento en la capital, por ejemplo, decía que había sido un pretexto para que se reuniera una sociedad secreta de espías internacionales. Si en el noticiero de la noche decían que al día siguiente llovería, papá argüía que era por intervención de los extraterrestres, cuya existencia los políticos negaban. Su mayor obsesión era el gobierno: hablaba como si fuera el enemigo a vencer, como los dragones en los libros de fantasía de mi hermana mayor.
―Esto que nos pasa es porque el gobierno de este país es una mierda —decía sentado en su sillón frente al televisor.
El «esto que nos pasa» podía ser cualquier cosa: desde el precio del combustible hasta la derrota del equipo local de futbol. Si yo sacaba malas notas en el colegio era por culpa del gobierno que no invertía más en la educación pública, que estaba hecha una mierda. Si el carro se descomponía era porque el gobierno no se molestaba en arreglar los baches de las calles, que se multiplican como conejos; otra mierda. Quizás fue porque tenía la mente llena de esa palabra, mierda, que la noticia de las protestas de los agricultores lo obsesionó tanto.
―¡Mira eso, Mina! —llamó a mi mamá, que nunca acudía cuando la llamaba—. Eso es lo que debemos hacer nosotros, para que sepan a qué huele toda la mierda que nos dan de comer.
Yo estaba en el living cuando pasaron la nota de los tractores avanzando por las calles de una ciudad europea, tan lejos de nosotros que podría ser la luna. Algunos tenían una pala que se extendía como una larga lengua mecánica, y por las que lanzaban un torrente de estiércol hacía los edificios gubernamentales. Papá no cabía en sí de la emoción que le causaba ver a su enemigo humillado de esa forma; brincaba en el sillón como un niño hiperactivo, aplaudiendo y llenando la casa con sus gritos.
―¡Que coman mierda! Pinches ladrones, ¡a ver sí les gusta el sabor!
No se dio cuenta cuando mamá salió por la puerta de atrás dando un portazo que apenas se oyó por culpa de la bulla que hacía papá frente al televisor.
No vivíamos en una ciudad grande, ni tampoco en el campo, de modo que para el tan odiado gobierno de papá no éramos de ninguna parte: no existíamos. Creo que a lo mejor eso era lo que tanto le molestaba a papá: quería ser alguien, que la gente le prestara atención aunque fuera por los peores motivos. Papá trabajaba en un local que fabricaba partes de metal para maquinaria industrial. Era un trabajo mediocre que no le gustaba, y si había alguien que pudiera hacerle competencia al gobierno en la lista de cosas que odiaba, esa persona sería don Marcos, su jefe.
―Otro corrupto de mierda —decía papá de él—. Pinche ratero, nunca nos deja tranquilos.
No me extrañaba que necesitara hacer algo para mantenerse ocupado. En el fondo, papá era creativo, y hasta diría que un poco artista. Su obsesión con las noticias no era por la veracidad de los hechos, sino que eran el material fecundo que le permitían conjeturar de esa forma; eran el abono de su imaginación, ya de por sí más fértil de lo normal. De los sucesos más inofensivos papá siempre lograba hacer que brotara algo espectacular.
―Deja eso —le decía a mi hermana cuando la veía con sus libros —. Si te interesan los cuentos escucha nomás la mierda de esos mentirosos.
Y señalaba el televisor, donde una señora con mucho maquillaje hablaba de un nuevo restaurante en el centro de la ciudad.
Si mi papá era ruido, mamá era silencio. Se movía por la casa como una brisa, una presencia suave que casi ni se notaba y, sin embargo, te aliviaba. Olía a limones, un olor fresco y áspero que anunciaba su paso por la casa, aunque ella se quedaba muda. No recuerdo ni una sola ocasión en la que mamá haya alzado la voz, pero si levantaba de cierto modo la ceja sabíamos que estaba enojada, y si la boca se le torcía hacia abajo comprendíamos que se esforzaba para no reírse. En los tiempos de la gran obsesión de papá por los tractores y el estiércol era la ceja irritada de mamá la que trabajaba horas extras; mantenía la boca inmóvil, en una línea recta que no expresaba nada. Pero no fue sino hasta después que nos dimos cuenta de esos detalles de mamá, cuando ya era tarde. En el momento de los hechos mi hermana se perdía en sus novelas, y yo, ajena a la pasión afiebrada de papá pero no por eso menos involucrada con su proyecto, observaba con curiosidad su actividad frenética.
El proyecto, como siempre lo llamó él, consistía en recrear la protesta que tanto admiraba. No se cansaba de ver en YouTube los videos de los tractores, como seres prehistóricos en las calles, dinosaurios resucitados de la extinción que volvieron para reclamar lo suyo. Un día llegó del trabajo con una caja atiborrada de partes metálicas que depositó en la mesa de la cocina. Hizo a un lado la cesta de ropa limpia que mamá había doblado. No nos quedaba muy claro lo que haría papá con tanto afán, qué pensaba que cambiaría, pero no valía la pena hacerle preguntas. Lo veía trabajar en la mesa de la cocina y luego, cuando la cosa que construía con tanta determinación fue demasiado grande, lo seguí hasta el patio donde colgó una lona para proteger de los elementos a su creación. No sé cómo se las ingenió para sacar —bajo las narices de don Marcos— tanto material del trabajo, pero nunca le faltó con qué continuarla.
Lo que sí nos faltó fue mamá.
―¡Mina! —la llamó papá el día en que la cosa esa quedó lista—. ¡Ven a ver!
Pero de ella solo quedó la reminiscencia del olor a limón en el aire y un silencio más profundo al habitual, como si hasta aquella ausencia supiera que papá no era el único que soñaba con ser alguien. La ropa doblada que había dejado en la mesa ya se había vuelto a ensuciar, y en el refri no quedaba nada para comer; el piso estaba hecho un asco por el ir y venir de papá, que no se quitaba las botas si no había alguien que se lo reclamara. Yo intentaba ordenar un poco las cosas; mi hermana sacaba de cuando en cuando dinero de la billetera de papá para comprar leche y cereal en la tienda de la esquina; papá se ocupaba de su gran creación. Y así, entre los tres seguimos con la vida. Nadie dijo nada de mamá; esquivábamos el tema, como si fuera uno de los baches en la calle capaz de arrancarnos una rueda si caíamos en él. Poco a poco el olor a limones se esfumó, y fue reemplazado por el tufo de ese otro material que papá empezó a traer a casa, quién sabe de dónde.
Ya había montado su creación, un aparato de metal, en el capó de nuestro carro, y para conectarlo a la correa del ventilador fue necesario hacerle dos agujeros.
―No tengo tractor, pero tengo mis dos manos —dijo papá mientras taladraba la cubierta del motor—, y la cabeza bien puesta.
El olor a mierda, que papá tenía apilada junto a la entrada del carro, con su extremidad metálica como una antena, se apoderó de la casa. La fetidez se colaba por las ventanas, por la puerta que papá dejaba abierta mientras trabajaba, por cada rendija insospechada; se anidó en nuestras fosas nasales haciéndonos la vida imposible a mi hermana y a mí. Papá parecía no notarlo, quizás porque pasaba la mayor parte del tiempo metido hasta las rodillas en esa pila de estiércol, removiéndola con una pala, hablando para sí mismo de corruptos y ladrones. Para probar la maquinaria, la echaba al tubo de metal, luego ponía en marcha el motor y toda esa mierda salía volando. Los vecinos más cercanos lo espiaban desde sus ventanas; otros se paraban en la calle, frente a nuestra casa, para ver cómo lanzaba el excremento tal y como lo habían hecho los agricultores que tanto admiraba. La diferencia fue que papá la arrojaba contra su propia casa. Sin darse cuenta había perdido de vista al enemigo, el propósito de toda aquella locura.
Comenzaron a circular videos de papá en las redes sociales; la gente los comentaba y los compartía hasta que se hacían virales. Había videos de papá con la pala, papá cubierto de estiércol, papá en el carro lanzando un chorro de mierda hacía la casa. La primera vez que mamá llamó por teléfono fue mi hermana la que atendió la llamada pensando que era uno de los reporteros que comenzaron a molestarnos a todas horas para conseguir una entrevista. La escuchó unos minutos y luego colgó, con la cara hecha una tragedia, pero no dijo nada. Mamá empezó a llamar a la misma hora cada día y yo tuve que atenderla porque papá nunca oía el teléfono y mi hermana se negaba a contestar. Eran extrañas esas llamadas. Sin su fragancia de limón en el aire, y ese constante movimiento de mujer atareada, se me hacía difícil creer que la persona al otro lado del teléfono era la mamá que yo conocí. Solo la reconocía cuando dejábamos de hablar y el silencio se interponía entre nosotras como un amigo en común.
Un día papá decidió que al fin había llegado la hora de llevar las cosas al siguiente nivel. Subió al carro y arrancó. La gente que curioseaba en la calle tuvo que salir corriendo para que no la atropellara. Dio una vuelta por el barrio y regresó muy agitado; echó más material al tubo y salió otra vez. Volvió a hacer lo mismo hasta que la pila de mierda en la entrada de la casa quedó reducida a nada y papá no tuvo otro remedio que poner pausa sus actividades para conseguir más.
Esa tarde, en el noticiero hablaron de un artista local que había montado una obra interpretativa, innovadora. Pasaron imágenes de papá rellenando los baches con mierda; otras, lanzando mierda hacia el taller donde había trabajado. Apareció don Marcos con un micrófono en la cara.
―Por supuesto que se hizo con partes de nuestro taller —dijo orgulloso señalando la cosa que papá había construido con el metal robado—. Por supuesto que sí. Miren nomás qué calidad. Sin duda, somos los mejores.
También otras personas hablaron maravillas de papá, del artista y de su obra.
―La obra se titula Estiércol en las calles —dijo un hombre calvo al que jamás había visto.
―El artista va a llevar la obra de gira por ocho ciudades —dijo otro—. Quiere que la gente tenga acceso al arte, que sea accesible para todos.
Papá no estuvo en el sillón para escuchar lo que dijeron de él, para vociferar sobre esas mentiras. Ya no tenía tiempo para las noticias. Todas sus energías las gastaba en el proyecto, que se adueñó de él. Me pregunté si en otra parte del mundo, en otro sillón, habría otro hombre mirando todo aquello e inventando una nueva realidad para él y los suyos.
Me dolió la cabeza y me tapé los oídos para no escuchar más, y para que toda esa mierda que decían no me llenara la cabeza. El teléfono no dejaba de timbrar.