El dolor y las historias

Alan Santos

El dolor, la escritura y, por supuesto, la literatura tienen una relación de largo aliento. Aunque más que en la palabra escrita, es en la expresión oral donde descansa la posibilidad de conectar con los demás mediante el antiguo arte de contar historias. Nos contamos historias todo el tiempo: ora para relatar las vivencias cotidianas, ora para vislumbrar, con esperanza o con miedo, el futuro y sus posibilidades. Dentro de esa construcción del relato personal se encuentran, además de una mezcla de anhelos y deseos, una o múltiples formas del dolor físico, psicológico y espiritual. Al parecer, la única forma de exorcizarlo, o de al menos intentarlo, descansa en hilvanar historias, compartirlas, integrarlas en la comunidad. Y en la época contemporánea, esa tarea, muchas veces malograda pero todavía –por fortuna todavía– necesaria, yace en la figura del escritor. 

Sobre el dolor y sus pormenores, la literatura es vasta y profunda. Casi toda es atravesada, como un puñal, por párrafos y oraciones punzantes que dan cuenta del conflicto humano y sus vicisitudes. Sin embargo, me gustaría abordar, en la medida de mis posibilidades, una novela que, a mi parecer, visita con genialidad e ingenio los terrenos de la experiencia del dolor y su relación con la capacidad humana de contar historias.

Sobre el dolor y sus pormenores, la literatura es vasta y profunda. Casi toda es atravesada, como un puñal, por párrafos y oraciones punzantes que dan cuenta del conflicto humano y sus vicisitudes.


Considero que la mayoría de los que navegamos cotidianamente por la internet sabemos de la existencia de esa red profunda, de ese pozo, aparentemente sin fondo, por el que individuos con necesidades y deseos que desde la superficie juzgamos como perversos o éticamente despreciables se mueven con total libertad. Y creo que lo son. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre percatarse o enterarse de la existencia de todo aquello que pervive en la red profunda de internet, como la pederastia, la prostitución infantil, la mutilación genital y el maltrato, a experimentarla –mirándola de frente y sin censura– a través de un videojuego que se sabe, o cuando menos se intuye, como un producto con múltiples significados para sus creadores. De eso trata, en esencia, Nefando (Almadía, 2021), la novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda. 

Mediante una estructura coral y fragmentaria que va recolectando los distintos testimonios de los que convivieron con los autores intelectuales de esa hórrida experiencia interactiva, nos vamos percatando de las motivaciones, en el fondo no tan claras, que llevaron a un trío de hermanos, Cecilia, Emilio e Irene Terán, a reconstruir las violencias a las que fueron sometidos (aunque cabría mejor decir, simple y llanamente, a las violaciones sexuales que su padre perpetró durante años sobre ellos). Porque esta novela construye, a su vez, un discurso sobre la corporeidad y sobre el trauma. El cuerpo, medio que nos permite significar nuestras experiencias físicas, no es tanto un instrumento para el placer como lo es para el dolor. Como expresa uno de los personajes del libro: «…no nos hagamos los pendejos: nunca nuestro cuerpo es más nuestro que cuando nos duele». Y tras leer sus palabras no hallé atisbo alguno de equivocación: el dolor y el sufrimiento van dejando huellas más profundas sobre nosotros; huellas que, a la larga, nos desgarran. Y en ese desgarramiento se va imponiendo, poco a poco, el trauma que nos cambia para siempre. El éxtasis, medida última del placer, nos saca de nuestro interior, nos eleva a cimas insospechadas. Pero el dolor, el auténtico dolor, nos regresa a lo tangible. 

Todos los personajes de la novela, a su manera, han sufrido un trauma de la infancia y eso es lo que, hasta cierto punto, los une. Todos, también, compartieron un piso en Barcelona. Pero de la convivencia no nace necesariamente la cercanía. En ningún momento los entrevistados por esa especie de detective sin nombre –el nuevo constructor de historias que acrecentó su popularidad en la época contemporánea– se asumen como camaradas. Fueron, a lo sumo, compañeros de piso. Aunque eso no les impide sentir empatía por el dolor ajeno. Quizá por sus infancias tan traumáticas son capaces de reconocer en el otro aquello que difícilmente se puede expresar con palabras, aquello que se envuelve bajo las capas multiformes del sufrimiento. Por eso, en Nefando puede encontrarse el mecanismo de inoculación en la búsqueda de un lenguaje que permite expresar todas las aflicciones con las que cargan sus personajes.

Y tras leer sus palabras no hallé atisbo alguno de equivocación: el dolor y el sufrimiento van dejando huellas más profundas sobre nosotros; huellas que, a la larga, nos desgarran. Y en ese desgarramiento se va imponiendo, poco a poco, el trauma que nos cambia para siempre.

Cuando uno de los personajes, al ser cuestionada sobre el hórrido videojuego, pasa a hablar de una historia que quiso narrar y que, a grandes rasgos, pretendía relatar el dolor de las mujeres, está hablando, al mismo tiempo, del propósito de su escritura –que es a su vez el propósito de escritura de la obra–: «Mi intención era decir que el dolor es intransferible e incomunicable, sí, pero su experiencia no: que existe un léxico para describirlo y que ese léxico influye en cómo lo vivimos y lo asumimos». De ahí que los hermanos Terán, que siempre se divisan desde lejos –como Carlos Wieder, el antagonista de la Estrella Distante de Bolaño–, trataran de construir, mediante Nefando (que es el nombre del videojuego), su propio léxico para describir el dolor de su infancia. En su juego, que podría considerarse tanto una aventura interactiva como un performance virtual, las diferentes posibilidades terminan por mostrar las experiencias extremas a las que puede ser sometido el cuerpo. Y es en lo grotesco de las imágenes que ellos intentaron transmitir todas aquellas angustias que, de forma tradicional, no pueden comunicarse. Por eso, al resignificar y reconstruir sus desgracias, y las que existían de antemano en la deep web (dado que acompañan la experiencia que se vive en su juego con videos e imágenes atroces que también pueden hallarse en ese abisal mundo digital), los hermanos Terán poseen la pretensión de hacer tangible aquello con lo que cargaban y seguirán cargando a sus espaldas.

Alan Santos(Ciudad de México)Es Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública y en Lengua y Literaturas Hispánicas, ambas por la UNAM. Además, es Maestro en Gobierno y Asuntos Públicos, también por la UNAM. Es miembro fundador del Grupo Editorial Lectio, y ha participado en varios proyectos editoriales entre los que destaca la corrección y edición de textos para la colección Novelas en la Frontera del proyecto La novela corta, una biblioteca virtual perteneciente al Instituto de Investigaciones Filológicas. Además, ha sido alumno del taller de novela de Antonio Ortuño y del taller de cuento de María Fernanda Ampuero.