La necedad por escribir y publicar

Raúl Solís

Había momentos en los que era mejor mantenerse apartado de la máquina. Un buen escritor sabía cuándo no escribir. Cualquiera podía mecanografiar. Yo no sólo era un buen mecanógrafo, también sabía hablar y conocía la gramática. Pero sabía cuándo no escribir.

Charles Bukowski

En los últimos meses he escuchado a varias personas decir lo siguiente, o algo muy parecido a lo siguiente: la inteligencia artificial es una herramienta que puede ayudar a los escritores a desarrollar su obra. Esto ha sido dicho en distintas presentaciones literarias y foros, y quienes lo esgrimen mencionan que les es muy útil pedirle a la inteligencia artificial que les un argumento para un relato que más tarde, y gracias a su talento, tomará la forma de un relato auténtico y original.

Sobre esto tengo dudas muy serias, tanto del uso de la inteligencia artificial para crear una obra literaria, así como de la afirmación que se hace: que es una herramienta para ayudarse a escribir.

Lo cierto es que la polémica apenas comienza, ya que el uso de la inteligencia artificial está en boga y aún estamos descubriendo lo que podemos hacer con ella. En cuanto a herramienta, no lo dudo: es una muy poderosa. Pero no perdamos de vista lo importante: ¿es ético su uso en un campo que exige originalidad y talento?

Los límites de la creación

Todo mundo sabe que al hacer algo siempre hay un límite: de ideas, en la creatividad y modos de hacerlo; también está el infranqueable límite del tiempo para realizarlo, o para presentarlo. En la literatura (y esto cualquier escritor lo sabe), hay límites a los que debemos atenernos: si extendemos un relato de forma innecesaria echaremos a perder el trabajo realizado; en nuestros relatos, no es posible tocar todos los asuntos que se nos ocurran sin terminar divagando. Es decir, que hay que descartar cosas: temas, pasajes, situaciones, personajes, etcétera, para conseguir la eficacia narrativa.

Del mismo modo, no es posible que un escritor escriba una serie interminable de relatos, uno tras otro, sin detenerse a descansar, o para reflexionar sobre lo conseguido. A menudo sucede que el resultado nos deja insatisfechos. ¿Y qué hay que hacer, reescribirlo? Puede ser. Pero para eso necesitarías parar y mirar la obra de forma crítica antes de intervenirla. Eso lleva tiempo. Corregir y producir son dos actos incompatibles porque no se aplica inmediatamente lo que descubres o comprendes. Del mismo modo, lo que aprendes no cuaja en tu interior en cuanto lo obtienes; hay que procesarlo para darle una forma: la propia. Y eso solo se consigue con la reflexión metódica y concienzuda. Claro: el orden de los procesos y los tiempos que conllevan no son igual para todos, esto es hasta una obviedad, pero me permito mencionarlo para no dar pie a interpretaciones superficiales porque mi intención es llegar de un salto a un asunto más complejo.

Del mismo modo, lo que aprendes no cuaja en tu interior en cuanto lo obtienes; hay que procesarlo para darle una forma: la propia. Y eso solo se consigue con la reflexión metódica y concienzuda.

A principios del siglo pasado, el prolífico escritor Stefan Zweig postuló que es un error común pensar que los escritores tenemos la capacidad de crear narraciones («cuentos», escribió él) de forma ininterrumpida, «como sacándolos de un fondo inagotable». No estoy seguro si lo dijo pensando en alguna experiencia particular o como parte de una reflexión sobre el oficio, pero cualquiera que haya sido su motivo, es un postulado que le viene muy bien a nuestra época. Es probable que Zweig, un hombre del siglo pasado, nunca se imaginó ni la forma ni el poder de nuestra tecnología, y mucho menos se pudo haber planteado que algo a lo que llamamos inteligencia artificial sería capaz de hacer tantas maravillas, pero supongo que se habría escandalizado al saber que puede usarse para imaginar y escribir cuentos de forma inagotable. Porque, ¿cuál es el límite de la inteligencia artificial? Al no ser una entidad orgánica, no es descabellado pensar que ninguno, aunque debe tenerlo. Entonces, es incalculable. Dicho de este modo, parece una aseveración estupenda: hemos roto los límites de la mente humana para alcanzar el infinito. Pero surge una duda primordial: si la inteligencia artificial puede escribir una ficción, ¿qué hace el escritor que la comanda? ¿Le propone los límites para la creación? ¿Corrige lo que ella crea? ¿Se inspira en lo obtenido, o lo adapta para escribir «su propia» obra? Las respuestas no me parecen alentadoras.

Si el escritor tiene que recurrir a una inteligencia artificial para inspirarse, me parece un escritor perezoso porque lo que hace es evitarse el paso fundamental para la creación: el contacto directo con las otras disciplinas del arte. El narrador se inspira en las novelas o cuentos que le significan algo, en los autores que admira y a los que desea alcanzar; pero también se nutre del cine que ve, la música que oye, la poesía que lo toca, las expresiones corporales y sonoras de la danza o el teatro, o con las pinturas que se han pintado desde hace siglos. Pero la cosa no queda allí, porque si es un autor ambicioso, también echará mano de las disciplinas científicas y sociales que más le interesan. Todo esto termina en un caldo rico que utilizará a su tiempo y en la medida que la obra en la que trabaje se lo demande.

Sin embargo, el autor que recurre a la inteligencia artificial en busca de inspiración, en lugar de estudiar las obras y empaparse de las otras disciplinas y materias, que inevitablemente terminarán resonando en su interior para germinar ideas propias, este escritor moderno prefiere que una inteligencia artificial haga ese trabajo y le dé una síntesis manipulable para trabajarla por su cuenta. O bien: digamos que el escritor puede tener un bagaje cultural amplio y solo la use para hacer más realista una ficción fantástica. Pues el problema no desaparece ni su situación mejora, ya que esa es una parte ineludible de la tarea de ser un escritor; o como señaló Jorge Luis Borges, cuando aseveró que: «el deber de un escritor es ser un escritor», y no el comandante de una entidad ajena a él.

Entonces, si la inteligencia artificial es capaz de ahorrarle esta labor al autor, así como la comida rápida le ahorra tiempo a la gente que no puede acceder a otro tipo de alimentos, me parece válido hacer una advertencia similar: si el consumo constante de estos alimentos causa daños a la salud, tal vez el ultraprocesamiento de las ideas sea igual de dañino para la mente. Por suerte, tenemos estudios y pruebas que demuestran lo primero. Y no dudo que en algún momento tendremos documentos que certifiquen lo segundo.

Si la inteligencia artificial puede escribir una ficción, ¿qué hace el escritor que la comanda? ¿Le propone los límites para la creación? ¿Corrige lo que ella crea? ¿Se inspira en lo obtenido, o lo adapta para escribir «su propia» obra?

Inteligencia artificial y creación artística

Que un acto sea posible y viable no significa que de facto sea necesario ni ético. Pongamos como ejemplo a la medicina y el campo de la investigación genómica. Por medio de la ficción científica podemos imaginar el vasto campo de acción que esta tendría: clonación de individuos con fines políticos o económicos, por señalar solo un par de opciones. Sabemos, por el caso de la oveja Dolly, que la clonación de seres vivos es posible desde 1997, aunque lo de ella no fuera exactamente una reproducción idéntica del individuo, sino un proceso similar. Sin embargo, los cuestionamientos éticos sobre su alcance y peligros que conllevaría desarrollar esta técnica no se hicieron esperar. La discusión no ha terminado, pero por ahora no está permitido clonar, o «copiar», a un ser humano.

Si usé este ejemplo extremo fue para introducir el planteamiento al que me interesa llegar, y no porque esté emparejando las categorías confrontadas, aunque, según algunos expertos en materia informática, como Catalijne Muller, presidenta de ALLAI, una organización para fomentar el uso responsable de la inteligencia artificial, y miembro del Grupo de Expertos de Alto Nivel sobre la IA, aseguran que el desarrollo de la inteligencia artificial puede representar un peligro para la humanidad a la altura del desarrollo de armamento nuclear o biológico. Esto lo explica mucho mejor el físico español Álvaro de Rújula en su video de julio del 2023,  compartido en el canal de YouTube del Instituto de Física Teórica (IFT, Madrid), en el que analiza los alcances y riesgos del desarrollo de inteligencias artificiales como Chat GPT.

Pero esta no es la discusión, ni tampoco creo que debamos deshacernos ipso facto de la inteligencia artificial, ya que, como he dicho antes, es una herramienta muy poderosa a la que le estamos encontrando sus usos y regulaciones. Lo que planteo es algo mucho más modesto, y no pone en peligro a la especie humana, y que tiene que ver con nuestro tema: la creación artística. Y aquí el ejemplo:

Si la inteligencia artificial es la creadora de una ficción, y el escritor la toma para intervenirla, surge el dilema de la originalidad: ¿a quién le atribuimos la autoría? ¿Quién gestó la obra y quién se la apropia? Puede ser que el artefacto solo genere algunas ideas o plantee los argumentos, y estos no son propiedad de nadie, es verdad, pero no deja de levantar suspicacia que un escritor necesite este tipo de ayuda cuando allá afuera hay cientos de obras que podría conocer, según sus propios intereses, necesidades y ambiciones profesionales, antes que recurrir al ultraprocesador de ideas. Sigamos con la analogía de la comida: nadie que te aprecie te recomendaría que, por rapidez o conveniencia, incluyas en tu dieta a la comida chatarra, y si lo hace, ¿conocerá los daños que te van a causar? Del mismo modo, ¿podemos confiar en un autor que, para crear, necesita o recurre a un procesador de ideas?

Si lo hace, podemos pensar que es probable que el escritor esté incapacitado para imaginar por su propia cuenta. Y si no es capaz de crear una ficción por sí mismo, ¿qué tiene que decirnos? Me refiero a que toda obra expresa algo propio e intransferible del creador: su cosmovisión, sus miedos e inquietudes, deseos (explícitos o reprimidos), aspiraciones, anhelos, ideas, etcétera.

La única persona que sabe lo que quiere decir, cómo quiere decirlo, con sus capacidades y limitaciones para hacerlo, es el propio artista. Nadie (y ahora: ni nada), salvo él, puede crear su propia obra.


Entonces, ¿por qué importa tanto escribir y publicar incluso a costa de usar esta herramienta como motor creativo? Aventuraré un par de respuestas para provocar la discusión y no porque lo crea a pie juntillas: por un lado, el narcisismo del creador productivista que es capaz de escribir una obra abundantemente que necesita exhibir; y por otro lado, la egolatría vulgar del yo escritor que necesita ser reconocido como tal: ¿tú escribiste todas esas ingeniosas obras? ¡Qué maravilla! O en otras palabras: para mimar la vanidad ególatra de una persona vacía y superficial.

En cualquier caso, el resultado de las creaciones literarias a partir del uso de la inteligencia artificial no puede considerarse original ni auténtico, tema del que reflexioné en la publicación pasada, ya que la única persona que sabe lo que quiere decir, cómo quiere decirlo, con sus capacidades y limitaciones para hacerlo, es el propio artista. Nadie (y ahora: ni nada), salvo él, puede crear su propia obra.

¿La industrialización del arte?

El planteamiento no es nuevo, así como tampoco la crítica. Desde mediados del siglo pasado, cuando las industrias sistematizaron y optimizaron su producción, el arte ha estado cerca de convertirse en un producto más que puede empaquetarse y consumirse bajo demanda. Esta visión catastrofista, y más bien de orden ideológico, tal vez anticonsumista, fue postulada por los artistas pop para exhibir las inquietudes de su época. Sin embargo, nuestra realidad nos ofrece un panorama preocupante: si la inteligencia artificial es inagotable y se usará cada vez más para escribir ficciones, ¿significa que nuestra generación ha llegado al final del camino y conseguirá industrializar al arte?

Ya habrá tiempo para discutirlo. Por lo pronto, la provocación está hecha. Solo nos queda recurrir a la discusión reflexiva. Como dije: aún estamos en los albores y todavía no tenemos un panorama lo suficientemente amplio, y cualquier conclusión determinante será prematura, ya que aún estamos abrumados con nuestros descubrimientos y las posibilidades que nos ofrece la inteligencia artificial. No obstante, no podemos postergar la discusión. Al menos ya hay un grupo importante de personas, mucho más entendidas en este tema que nosotros, artistas y usuarios promedios de la internet, que comienzan a cuestionar el desarrollo de esta tecnología y sugieren que hagamos una pausa aunque sea temporal. Por algo será.

Para nosotros tengo una última cita: «Me sentía, supongo, como debe de sentirse todo escritor fracasado», escribió Charles Bukowski en el relato—homenaje a su héroe literario, el también escritor John Fante, «que en realidad podía escribir y que las situaciones y los entresijos y la política estaban contra mí. A veces lo están; otras veces sencillamente crees que puedes escribir y en realidad no puedes». Fante ha inspirado a más de una generación de escritores. Su alter ego, el genial Arturo Bandini, se ha convertido en una especie de santo patrono de los escritores marginales y engreídos. La conexión que crea un aprendiz de escritor con una obra y su contenido, y lo que eso significa para él, no es comparable ni puede procesarse con ninguna tecnología. Y los tiempos que vivimos me obligan a agregar: al menos no por ahora...

Raúl Solís(Ciudad de México)Escritor y editor. Es autor de los libros de relatos Ajuste de cuentas (Maldurmiente, 2015) y Un perdedor sin futuro (Lectio, 2017). Ha publicado en algunos medios físicos y digitales. Fundador y editor de Cuentística, revista literaria (2021). Cofundó y coeditó el fanzine Digresiones literarias (2018-19). Fue coeditor del sello editorial independiente Libros del Conde (2015-2018).